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Tribuna
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Por favor, no la llamen España vacía

Las denominaciones genéricas se tragan la historia, la geografía y la antropología e impiden plantear políticas realistas y pensar en soluciones viables que vayan más allá de ayudas en el sector primario

Enrique Flores

Si acaso, despoblada. Regiones o territorios de baja o muy baja densidad de población. Pero no vacía; para empezar porque no lo está, son territorios, paisajes, patrimonios y sobre todo las personas que viven en ellos. Menos aún vaciada, ese calificativo de resonancia ginecológica que hoy sería políticamente incorrecto. Las metáforas son movilizadoras, pero no siempre de lo mejor.

Lo de la “España vacía” viene del éxito del libro de Sergio del Molino de 2016; pero se olvida que su subtítulo era Viaje por un país que nunca fue. Es un interesante ensayo sobre algunos de los espacios que se convirtieron en representaciones icónicas de la pobreza y decadencia españolas, en gran parte creaciones literarias del romanticismo o del regeneracionismo. Lugares como Las Hurdes, las llanuras manchegas del Quijote, o las montañas del maestrazgo carlista, que han quedado desposeídos de su realidad para administrar sus tradiciones literarias.

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Más del 40% del territorio español tiene densidades de población alarmantemente bajas; suponen más del 60% del total de municipios y solo el 3% de la población total. Esas circunstancias hacen muy difícil la cohesión territorial, pero, sobre todo, hacen que sus poblaciones estén desasistidas en servicios, infraestructuras y equipamientos. Pero no debemos caer en la tentación de equipararlas con las comunidades autónomas del interior peninsular, como si en las periféricas no hubiera también zonas despobladas, y a la inversa; ni menos establecer una dicotomía simple entre una España urbana culpable y la otra rural víctima. Probablemente no hay una imagen más elocuente, también demoledora, que el mapa de densidades municipales que publicaba este periódico hace unos días. Pero por detrás de las densidades no hay que olvidar la trama de los 8.000 municipios, muchos sobre todo de tamaño inviable.

El proceso de la emigración rural a la ciudad en España está muy bien estudiado, cuantificado, regionalizado y periodizado. Como cuentan Collantes y Pinilla, en un libro también de título evocador, La rendición silenciosa, el proceso migratorio se desencadenó en nuestro país con un retraso de casi 50 años con respecto a los países más industrializados de nuestro entorno, Francia, el Reino Unido, Alemania. Aunque las zonas rurales ya no crecían, la emigración en masa no empezó hasta los años cincuenta del siglo pasado, pero, eso sí, una vez desencadenada la emigración resultó ser más intensa, más larga y más irreversible que en los países citados. Y empezó, como siempre, por las mujeres jóvenes, y por tanto contribuyó de inmediato a la desnatalidad.

En España la emigración resultó ser más intensa, larga e irreversible que en países como Francia o Alemania

Pero la denominación de “España vacía” es demasiado genérica, encubre las diferencias regionales de los procesos, algunas de los cuales tuvieron por cierto, singularidades propias del autoritarismo de la dictadura: no fue solo la búsqueda de trabajo en la ciudad, que no de mayor bienestar y calidad residencial, que fue abominable en aquellas ciudades del chabolismo y de la (mala) vivienda oficial de los polos de desarrollo y de los polígonos de descongestión. Hubo también procesos de expulsión de población muy concretos y muy localizados, por ejemplo los que provocaron las grandes, a veces desmesuradas, obras hidráulicas anegando pueblos y paisajes y naturalmente expulsando a las poblaciones sin ninguna contrapartida, ni siquiera la rebaja energética; de ahí nació un género literario de los pueblos muertos que encabezó Julio Llamazares con La lluvia amarilla. También están las expropiaciones forzosas con fines de repoblación forestal obligatoria de delimitación bastante indiscriminada y ambiente de cruzada. Muchos de los expulsados de aquellos primeros decenios de la emigración en masa no podrían hoy localizar ni su pueblo ni su casa.

Sin irnos tan lejos, mi opinión es que las denominaciones genéricas se tragan la historia y la geografía y la antropología y, por ello, impiden plantear políticas realistas y pensar en soluciones viables. En un estudio sobre la sostenibilidad demográfica del Centro d’Estudis Demogràfics de la UAB se distingue con series temporales entre municipios resilientes, los muy envejecidos y los irreversibles.

Habría que establecer la conversación social y el debate político sobre consensos de partida, que no pueden basarse en una añoranza melancólica de un pasado que no fue, que al menos no fue como ahora se le idealiza. La historia de las ayudas a las regiones desfavorecidas y en decrecimiento es ya larga en la política europea y española. Pero yo creo que está falta de comprobación de los resultados reales de las políticas que han sido sobre todo sectoriales, subvenciones agrícolas, forestales, ganaderas.

Las zonas menos pobladas están desasistidas en servicios, infraestructuras y equipamientos

Llegados al tercer decenio del siglo XXI, lo que parece inaplazable es que las políticas de apoyo rural no se vinculen en exclusiva al sector primario, sean sobre todo subvenciones a la producción agrícola, porque está más que demostrado que a veces derivan en rentismo de propietarios absentistas. Hay que prescindir de políticas y ayudas sectoriales y estancas, y optar por planificación territorial integradora del medio rural, a las escalas variables necesarias. Y sobre todo, en mi opinión, debe romperse la separación entre políticas productivas y medio ambiente, se debe reconocer a la conservación y a los usos sostenibles su valor económico y de oportunidad y se deben aprender a gestionar los nuevos riesgos.

En las últimas manifestaciones se ha pedido un pacto de Estado para el medio rural. Bienvenido sea, siempre que se eviten maniobras. Recuérdese cómo trató de compensar la Constitución española de 1978 a las provincias de menos población con una sobreestimación del voto y del número de diputados, y cómo juegan con ello los partidos. A la velocidad en la que se producen los cambios, casi correspondería un nuevo contrato social.

A veces las metáforas son muy útiles, y ya lo he dicho, movilizadoras, pero corren el peligro de hacerse proliferantes. Lo sabemos muy bien los españoles de tanto dolernos España. Después de la “España vacía”, han venido los últimos de la Laponia española, los vientos derruidos, la España que se desvanece, el desierto demográfico europeo, etcétera. O en la forma que padecemos ahora de oposición y Gobierno el echarse a la cara mutuamente cifras de personas que se van por día, mes o año, de pueblos en riesgos de desaparecer en fechas impredecibles, de inmigrantes, cuando debían ser bienvenidos, como dijo en estas páginas Guillermo de la Dehesa.

Tampoco olvidemos a los neorrurales. Si Pontevedra se ha convertido en un icono del urbanismo europeo, como acaban de contarme, en el que por lo visto muchos querrían vivir por su tamaño y la regulación muy limitativa de los coches que permiten que todos los recorridos sean a pie, por qué no lograr hacer del medio rural o de partes de él un lugar apetecido para vivir. Lo importante es mejorar las condiciones de vida de los habitantes de los medios rurales despoblados y atraer nuevos residentes con voluntad de permanecer: para ellos se necesita, lo sabemos de sobra, accesos, sobre todo el digital, servicios, emprendimiento y tamaño territorial adecuado.

Josefina Gómez Mendoza es catedrática emérita de Geografía de la Universidad Autónoma de Madrid.

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