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ideas / en portada

Tiempos de excelencia entre los pensadores

Max Weber, Carl Schmitt y Hans Kelsen acunaron ideas que deslumbraron en aquellos años. La creación de una clase política que antepusiera el interés general al de partido fue una de ellas

Fernando Vallespín
El pensador alemán Max Weber en 1917.
El pensador alemán Max Weber en 1917. archiv gerstenberg / ullstein bild / getty images

El grado de excelencia que encontramos en Weimar en el mundo de las artes y la cultura se extiende también a la producción de las ciencias sociales. Mucha de esta literatura hay que entenderla como una respuesta a la pregunta fundamental relativa a cómo defender la democracia, cómo evitar su derrumbe. Y dado que la república cobró su identidad política fundamental a partir de la nueva Constitución, el debate se concentró en gran medida en torno a este texto y al modelo político que planteaba. Quizá por eso mismo, los grandes teóricos del momento fueron teóricos constitucionalistas, muchos de ellos convertidos ya en verdaderos clásicos, como Hermann Heller, Rudolf Smend, Hans Kelsen o Carl Schmitt.

El contexto en el que operan, no hace falta decirlo, estaba marcado por la sensación de ingobernabilidad y la insatisfacción ciudadana con la democracia parlamentaria y el Estado de partidos. Por decirlo con el título de un trabajo de Kelsen, el tema fundamental giró en torno al “problema del parlamentarismo”. La mejor defensa de la democracia pasaba, pues, por ser capaces de aportar razones por las cuales el parlamentarismo, por decirlo de nuevo con Kelsen, se ha demostrado como “la única forma posible en la que dentro del actual mundo social es realizable la democracia” —dentro de las garantías del Estado de derecho, se entiende—. Todo movimiento en contra del parlamentarismo, del principio de representación, habría que interpretarlo como un ataque a la democracia. Y eso es precisamente lo que Schmitt, quien luego acabaría siendo —al principio, al menos— el “jurista del III Reich”, hizo con eficacia.

La obsesión de Schmitt fue la superación del pluralismo liberal, al que atribuía una total incapacidad para la acción, estando como estaba sujeto a la permanente búsqueda del compromiso y el apaño político entre intereses heterogéneos. Con esta actitud ignoraría la esencia de la política, la clara definición del enemigo y la necesidad de recurrir a decisiones existenciales en un momento de permanente crisis nacional. Frente al débil Estado de partidos de políticos irresolutos —la “clase discutidora”— se propone el Estado total. Y frente a la representación liberal reivindica la democracia identitaria y homogeneizadora, que no tenía por qué oponerse a una dictadura a la que se accede por aclamación de las masas. Ya saben a qué suena esto.

Con todo, el análisis más sutil de cuanto estaba aconteciendo fue el que nos encontramos en el más grande, Max Weber, cuya temprana muerte en 1920 le impedirá ejercer en Weimar la inmensa autoridad de la que gozó en la época anterior. Todo lo que ocurrió después se corresponde con los grandes temores que ya había manifestado, la dificultad por convertir el “Estado de funcionarios” prusiano en un verdadero Estado moderno; o la creación de una nueva clase política liberal con capacitación para anteponer los intereses del Estado a los del partido o a la búsqueda del poder como fin en sí mismo. Contemplando los movimientos políticos en el Reichstag, no pudo menos que expresar: “Ninguna de las fuerzas políticas que allí actúan se plantean en ningún momento que existe algo así como un interés general por encima del propio interés de partido”. Supongo que esto también les suena familiar.

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Fernando Vallespín
Es Catedrático de Ciencia Política en la Universidad Autónoma de Madrid y miembro de número de la Real Academia de Ciencias Morales y Políticas.

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