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Columna
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El suicidio de Ciudadanos

El salto de Rivera a la política española desde la plataforma de la defensa del unionismo en Cataluña se hizo desde la radicalización tanto del discurso como de las formas

Josep Ramoneda
Rueda de prensa del presidente de Ciudadanos, Albert Rivera, en el Congreso, el pasado 9 de julio de 2019.
Rueda de prensa del presidente de Ciudadanos, Albert Rivera, en el Congreso, el pasado 9 de julio de 2019. ULY MARTIN (EL PAÍS)

Si Ciudadanos fuera lo que un día dijo ser —un partido liberal con vocación centrista— hoy tendría una oportunidad excepcional para hacerse con importantes cuotas de poder en el ámbito institucional. Podría compartir con el PSOE el Gobierno de España y podría participar en otras muchas instancias de poder autonómico y local incluso con alianzas de perímetro variable. De momento tiene que contentarse con un papel de complemento del poder del PP, en vergonzante asociación con Vox. Rivera y Ciudadanos se lo han ganado a pulso.

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De hecho, el desencadenante de la situación actual está en su origen. Ciudadanos irrumpe en el Parlamento de Cataluña como un partido monotemático: la defensa del castellano frente a las políticas lingüísticas de la Generalitat. En la dificultad de la lucha contra un tema de amplio consenso en Cataluña desarrollará una estrategia típicamente reactiva. Actitud que elevará al estado de bronca permanente cuando, a medida que el proceso independentista catalán va tomando fuerza, Ciudadanos apueste por el liderazgo de la lucha contra el soberanismo en Cataluña, de la que obtendrá rédito al quedar en primer lugar en las elecciones autonómicas del 21-D. El estilo quedó definido y los líderes de Ciudadanos lo llevan puesto en el rostro: siempre enfadados, siempre en la dinámica de la polarización y la rabia, centrados en la batalla identitaria, mientras van decayendo otros rasgos ideológicos del grupo.

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El salto de Rivera a la política española desde la plataforma de la defensa del unionismo en Cataluña se hizo desde la radicalización tanto del discurso como de las formas. Y fue entonces, ante el perfil plano del Gobierno de Rajoy, acorralado por la cuestión catalana y por los grandes juicios de la corrupción del PP, que Rivera entró en la fantasía de que tenía la presidencia del Gobierno al alcance de la mano. Si la polarización ideológica tiene efectos destructivos, la pérdida de sentido de la realidad es letal en política. Y, con la sentencia de la Gürtel, Pedro Sánchez pilló a Rivera distraído saboreando ya su sueño y le robó la cartera. Presentó la moción de censura. Y el presidente fue él. Después, el fracaso en el sorpasso cerró definitivamente el ciclo triunfal de Ciudadanos.

Firme en sus dos líneas estratégicas: polarización y recurso permanente a los juzgados; atrapado en el bloque de la derecha, con ridículos episodios de negación de lo evidente (la alianza con Vox); y celebrando su estrategia de provocaciones a los enemigos para presentarse como víctima, para obtener réditos en los medios y en las redes, el partido de Rivera ha entrado en el extravío. Es víctima de su carácter. Que si, en su día, le convirtió en la esperanza blanca, hoy genera achicamiento de su espacio político, pérdida de horizonte de futuro, un reguero de fugas y un líder ensimismado que impone el cierre de filas.

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