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No es violencia intrafamiliar: las palabras importan

Estamos en un momento en el que no tendríamos que cuestionar el concepto de violencia de género si no fuera para ampliarlo y definirlo

Manifestación feminista en apoyo a las mujeres de Andalucía y contra las propuestas de Vox en materia de género, en diciembre de 2018, en la Plaça de Sant Jaume de Barcelona.
Manifestación feminista en apoyo a las mujeres de Andalucía y contra las propuestas de Vox en materia de género, en diciembre de 2018, en la Plaça de Sant Jaume de Barcelona.Joan Sánchez

El feminismo, además de un movimiento social y de una estrategia política, y de por supuesto una ética y un modo de vida, es un marco de análisis desde el que nos enfrentamos a la realidad y tratamos de encontrar respuestas a determinadas preguntas. Justamente por eso, en las reflexiones que se hacen desde el feminismo son tan importantes las palabras y los conceptos. Porque justamente desde ellos enfocamos la vida con una determinada perspectiva, la que nos ofrece el género, y buscamos soluciones a injusticias que hoy por hoy siguen teniendo como principales víctimas a las mujeres.

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Por ello desde el feminismo reclamamos con tanta insistencia no solo un lenguaje inclusivo, sino también una terminología que nos dibuje con precisión de qué estamos hablando, cuáles son las prioridades de lucha y sobre qué parte de la realidad hemos de incidir para construir otro mundo. Conceptualizar es politizar, sentenció hace ya años la sabia Celia Amorós. Y es justo es nivel de compromiso ético y epistemológico el que nos sitúa ante la evidencia de que no todo vale y que las ceremonias de la confusión, sobre todo cuando estamos hablando de igualdad, son sin duda un enemigo a batir.

Desde que en 2004 se aprobara la muy necesaria y pionera Ley contra la violencia de género, han sido insistentes los debates, políticos y jurídicos, en torno a la denominación usada por la norma y sobre la misma definición de ese tipo específico de violencia. Todo ello enmarcado además en un contexto en el que son muchos los sectores que se resisten a reconocer el género como categoría de análisis, por más que esté más que consolidada en el ámbito de las Ciencias Sociales.

Con independencia de que podamos discutir, desde el compromiso con la erradicación de la violencia machista y no desde los intereses partidistas, las luces y sombras de dicho instrumento, lo que nadie puede negar es que, entre otras consecuencias positivas, ha permitido en poco más de una década hacer visible lo que no lo estaba, crear una conciencia social que no existía y consolidar todo un argumentario jurídico en torno a la desigualdad de género absolutamente novedoso y necesario. De hecho, la sentencia del Tribunal Constitucional que en 2008 avaló la constitucionalidad de la ley es prácticamente la única de dicha instancia que introduce una perspectiva de género en el análisis de la desigualdad entre mujeres y hombres.

No nos queda más remedio que transformar la ira feminista en herramienta de transformación política

Sin embargo, a pesar de la ley, y de las políticas públicas desarrolladas posteriormente, los asesinatos machistas se siguen produciendo, las denuncias no dejan de crecer y, de manera alarmante, los más jóvenes se suman a prácticas machistas que alimentan la violencia. Lo cual nos pone en evidencia no tanto las carencias de la norma, sino la hondura de una desigualdad y de la cultura patriarcal que la genera.

Precisamente por todo lo anterior, resulta tan peligroso que un partido político como Vox, y todos los que de manera cómplice le siguen la corriente, incida tanto en cuestionar el concepto de violencia de género y que incluso haya puesto como condición de su apoyo a los presupuestos andaluces que se incluya una partida para atender la que ellos llaman violencia intrafamiliar. Una violencia que, como no podía ser de otra manera, está prevista en el Código Penal, tiene sus cauces procesales oportunos y no es, como a veces parecen defender la ultraderecha, una especie de agujero negro.

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Es incuestionable que el marco jurídico de un Estado de Derecho debe proteger a sus ciudadanos y a sus ciudadanas, frente a todo tipo de violencias e inseguridades. Esa es una de las bases del pacto. De hecho, podríamos pensar en los alarmantes datos que nos muestran la cada vez mayor violencia que sufren las personas mayores. Lo que ocurre es que justamente las violencias que padecen las mujeres tienen una singularidad que nos permite individualizarla, dotarla de un marco específico y convertirla en prioridad política.

No solo, que también, por razones meramente estadísticas, sino porque sus orígenes tienen que ver con una desigualdad estructural y con un contexto que no es otro que el eje dominio masculino/subordinación femenina, o lo que es lo mismo, el patriarcado como estructura de poder que se mantiene y reproduce a través de las múltiples violencias, incluida la simbólica, que se ejercen sobre algo más de la mitad de la Humanidad. Una mitad que, a su vez, es atravesada de manera interseccional por otras circunstancias personales y sociales. De ahí que, por ejemplo, las mujeres mayores sean más vulnerables que los hombres mayores, y que por tanto la perspectiva de género deba ser la crucial para abordar cualquier política pública que pretenda prevenir y/o sancionar las discriminaciones que continúan sufriendo ellas.

Escribo estas líneas justo cuando en Córdoba estamos consternados por lo que parece ser el último, de momento, crimen machista. Horrorizados ante las historias que hay detrás del presunto asesino y de las mujeres, porque son varias en su currículum, que han perdido la vida en sus manos. Conscientes de que este es solo el penúltimo caso, al que tendríamos que sumar las crecientes agresiones sexuales múltiples que están sufriendo las chicas jóvenes, los siempre y hasta hace poco invisibles acosos que tanto en el ámbito público como en el privado sufren nuestras compañeras, o las violencias que derivan de la explotación de los cuerpos y capacidades femeninas.

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En consecuencia, estamos en un momento en el que no tendríamos que cuestionar el concepto de violencia de género si no fuera para ampliarlo y definirlo tal y como nos lo exige el Convenio de Estambul. Un Convenio que, recordemos, España ratificó en 2014 y que por tanto obliga, como cualquier otra norma de nuestro ordenamiento, a ciudadanos y poderes públicos. Incluidos aquellos que, como los representantes de Vox y de los gobiernos a los que apoyan, no parecen estar nada de acuerdo con dicho tratado.

De ahí que la clave no sería en la actualidad eludir el concepto bajo otros como el que Vox y cómplices han elevado a rango legal sino más bien hacerlo más ancho para incluir todas las violencias machistas que inciden en la dignidad, en la integridad física y moral y, en fin, en el estatus de ciudadanía de las mujeres. Todo lo que no vaya en esa dirección no es más que una estrategia para mantener el orden establecido, o sea, el patriarcal, y para generar una confusión en la ciudadanía que necesita, ahora más que nunca, mucha pedagogía para contrarrestar los insostenibles discursos de los jerarcas.

Y, recordemos, frente a tanto machito enfadado y reaccionario, no nos queda más remedio que transformar la ira feminista en herramienta de transformación política. Empezando por nosotros, la parte privilegiada del pacto, que ahora más que nunca tenemos que abandonar nuestros silencios cómplices.

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