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Tribuna
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Practicar la escasez

Conforme aumente el número de personas que rechazan el consumo en masa, los productos de usar y tirar irán desapareciendo. ¿Sucederá esto con la rapidez necesaria para mitigar el cambio climático?

Olivia Muñoz-Rojas
EVA VÁZQUEZ

Son cada vez más los consumidores que se rebelan contra la lógica dominante de consumo orientada a comprar más y con mayor frecuencia. No es sólo que no haya planeta B para soportar los actuales niveles de producción y consumo, sino que muchas personas descubren que consumir y acumular no les hace más felices. Si bien la preocupación por nuestro modo de vida no es nueva, y en la última década han proliferado los libros y documentales sobre cómo ser feliz con menos, se percibe un interés creciente de los medios y la opinión pública por prácticas de consumo responsable, sostenible u orientado al decrecimiento. Al mismo tiempo, surgen algunas preguntas que convendría incorporar al debate sobre este incipiente cambio en nuestros patrones de consumo.

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Hasta ahora, la lógica de consumo imperante se resume en que, si te lo puedes permitir, si hay una oferta o, sencillamente, por si acaso, compra. Reflexionaba sobre este texto mientras esperaba mi turno para pagar en las cajas de un hipermercado cuando se acercó una mujer a la cola, cargando en su regazo tres enormes latas de conserva en oferta y otros tantos paquetes en un precario equilibrio. Varias personas tuvimos la misma reacción: acercarle una cesta para liberarla del peso y evitar un potencial accidente. La mujer, entre agradecida y avergonzada, se explicó: “Es que no pensaba comprar tanto cuando entré. Si no, hubiera cogido una cesta”. Hemos naturalizado la premisa de que no debemos desaprovechar una buena oferta; ¿cómo no obtener más por nuestro dinero? Entre conseguir un descuento en el precio de un producto y obtener más cantidad del producto por el precio habitual, la mayoría prefiere lo segundo. Prima la cantidad sobre al ahorro. En términos evolutivos, la habilidad para acumular recursos que desarrollamos como recolectores y, seguidamente, agricultores, explicaría, en parte, la primacía de la especie humana sobre otras y su supervivencia en territorios inhóspitos. ¿En qué momento nuestra capacidad para acopiar se vuelve excesiva?

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Los países desarrollados deben apoyar a los países en desarrollo en sus transiciones ecológicas

Según el antropólogo Jason Hickel, “la extracción y el consumo material global creció un 94% entre 1980 y 2010, acelerándose en la última década y alcanzando los 70.000 millones de toneladas anuales”. Sigue creciendo y “para 2030 se prevé que rompamos la barrera de los 100.000 millones de toneladas anuales”, lo que implica que “para 2100 generaremos tres veces más basura de lo que generamos en la actualidad”. Esta acumulación material se traduce, por ejemplo, en que el hogar medio en Estados Unidos contenga nada menos que 300.000 objetos.

Si bien se debate la correlación exacta entre bienestar material y felicidad —o satisfacción con la vida—, parece existir consenso en torno a que, una vez alcanzado cierto nivel material, un aumento en este no incrementa significativamente la felicidad. De acuerdo con Hickel, Europa posee índices de desarrollo humano superiores a Estados Unidos pese a tener un 40% menos de PIB per capita y generar un 60% menos de emisiones per capita. No es casualidad quizá que entre los defensores más incisivos del consumo minimalista se encuentren colectivos estadounidenses como The Minimalists, que desde hace una década promueven una vida “con sentido teniendo menos”, haciendo suya la vieja máxima modernista de “menos es más”. Love people, use things (ama a las personas, usa las cosas) —y no a la inversa— claman.

Deshacerse del impulso consumista en una sociedad construida en torno al acto de comprar no es, necesariamente, fácil. Las razones de la adicción consumista son tanto neuropsicológicas como sociales. Comprar nos proporciona una gratificación inmediata. Y, en realidad, como apuntaba ya el sociólogo estadounidense Thorstein Veblen hace un siglo, no consumimos objetos, sino el valor simbólico asociado a esos objetos. En nuestra sociedad, somos lo que compramos. Incluso los consumidores responsables y minimalistas acaban distinguiéndose, en términos de Pierre Bourdieu, formando categorías propias a las que el mercado busca atender. Es esta atención permanente que nos presta el mercado la que brinda ahora mismo la oportunidad a los consumidores de reorientar la oferta y, en último término, alterar nuestro modelo productivo. Conforme aumente el número de consumidores que rechazan el consumo en masa y los productos de usar y tirar, éstos irán desapareciendo del mercado. ¿Sucederá esto con la rapidez necesaria para mitigar el impacto sobre nuestro ecosistema del cambio climático y la acumulación de vertidos? ¿Sucederá en todo el mundo por igual?

Hay que evitar que las nuevas exigencias de una esfera doméstica sostenible recaigan sólo sobre las mujeres

Una de las cuestiones incómodas que surge en cualquier discusión sobre consumo decreciente es si los países desarrollados tenemos derecho a impedir que los países en desarrollo alcancen niveles de producción y consumo equivalentes a los que nosotros hemos disfrutado. Una situación paralela a la que se plantea en el mundo desarrollado entre los que se pueden “permitir” un consumo más responsable y aquellos que se ven forzados a contaminar porque su bolsillo no les da para más. Las consecuencias de los desajustes del ecosistema provocados por la acción del ser humano las pagan todas las sociedades por igual, pero no todas han contribuido lo mismo. Los países desarrollados —y, dentro de éstos, las industrias contaminantes— tienen una parte de responsabilidad considerablemente mayor. Deben no sólo dar ejemplo, sino apoyar decidida y concretamente a los países en desarrollo en sus transiciones ecológicas.

Otra cuestión en el debate sobre el consumo responsable tiene que ver con el protagonismo de las mujeres. Keynes ya identificó el papel esencial de las amas de casa, en tanto tomadoras de decisiones de consumo, para salir de la Gran Depresión en los años 1930. Hoy, ellas siguen siendo las mayores consumidoras. Dado que subyace un reparto tradicional de responsabilidades domésticas en nuestras sociedades, es fácil concluir que, en la práctica, el consumo sostenible supone una carga superior para ellas. Planificar nuestras compras, reciclar, arreglar, producir en casa, etcétera, exigen tiempo y dedicación. Los electrodomésticos, los envases y utensilios de usar y tirar, los platos precocinados —elementos todos que contribuyen a la insostenibilidad— fueron la respuesta del mercado al hueco que dejaron las mujeres en el hogar al incorporarse a la vida pública y laboral. Es importante asegurarnos que la responsabilidad de un consumo reducido y comprometido sea por igual de mujeres y hombres. Hay que evitar que las nuevas exigencias de una esfera doméstica sostenible recaigan sólo sobre ellas.

Frente a la magnitud de los retos medioambientales que nos acechan, habrá quien diga que resulta fútil teorizar sobre quién debe practicar más o menos la escasez. Pero si no queremos convertir la transición ecológica en fuente de conflicto —como ya está pasando— es imprescindible intentar, al menos, un reparto justo de la acción y los costes de consumir menos y mejor.

Olivia Muñoz-Rojas es doctora en Sociología por la London School of Economics e investigadora independiente. www.oliviamunozrojasblog.com

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