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La ideología pronazi de Le Corbusier que pone en peligro su legado en Francia

Le Corbusier, leyendo en su casa en una imagen sin datar.
Le Corbusier, leyendo en su casa en una imagen sin datar.Nina Leen (Getty)
Álex Vicente

El supuesto nexo del gran arquitecto con las ideas de Hitler y Mussolini reabre en Francia una controversia nunca agotada

Dejar de subvencionar con dinero público a la fundación que vela por preservar su legado. Renunciar a la próxima creación de un museo dedicado a su vida y obra. Y luego derribar la estatua erigida en su honor en Poissy, donde levantó su Villa Savoye. Son tres de las exigencias formuladas por una incendiaria petición publicada en Le Monde a comienzos de abril que aspira a que Le Corbusier pague por sus pecados ideológicos y deje de ser percibido como un intocable de la arquitectura moderna. Sus nueve firmantes, encabezados por el cineasta Jean-Louis Comolli, la historiadora Michelle Perrot y el arquitecto Marc Perelman, quieren que el Estado deje de ser “cómplice de la rehabilitación” de un autor que tuvo filias fascistoides. “El antisemita Le Corbusier no debe beneficiarse de ningún apoyo público”, dicen.

Los hechos son conocidos desde hace décadas, pero resurgen cada vez que una efeméride o una nueva exposición colocan en la agenda mediática al arquitecto, nacido con el nombre de Charles-Édouard Jeanneret en la Suiza de 1887 y nacionalizado francés a comienzos de los años treinta. La publicación de sus cartas privadas dejó al descubierto su antisemitismo e incluso su admiración por Mussolini y por Hitler. En 1940 se alegró de la derrota francesa y la consiguiente ocupación nazi. “Si hubiéramos ganado, la podredumbre habría triunfado”, escribió en una carta a su madre. Después se mudó a Vichy, donde estuvo a sueldo de Pétain, participando en un comité para la construcción y el urbanismo. Le Corbusier no dudó en llamar “detritos” a los pobres. Se obsesionó con la noción de “limpieza”, que aplicó también a las personas. Comparó las escuelas con “acaballaderos” para niños. Habló de crear “una raza sólida y bella, sana”.

¿Impiden los capítulos más incómodos de su biografía que su arquitectura sea un tesoro nacional? No es la opinión del ministro de Cultura francés, Franck Riester, que ha recordado el “carácter excepcional” de su obra y ha preferido dejar el debate en manos de los historiadores. Desde Le Monde, el editorialista Michel Guerrin acusó a los firmantes de obviar “la complejidad del periodo de entreguerras” y la fluctuación política del arquitecto, que terminó simpatizando con militantes comunistas y miembros de la Resistencia francesa. Por su parte, la Fundación Le Corbusier ha asegurado que su motor fue solo económico: “Como todos los arquitectos, Le Corbusier buscó los encargos públicos cerca del poder”. Entre ser tratado de oportunista y de filonazi, siempre es mejor lo primero.

Lejos de las lecturas hagiográficas, pero también de los autos de fe arquitectónicos, la solución podría estar en los tonos grises del hormigón bruto. En algún punto entre la celebración acrítica y la enmienda a la totalidad. En literatura existe el aparato crítico, que permite reeditar las páginas más negras de la historia con contexto (como la propia Francia se dispone a hacer con Mein Kampf en 2020). Se debería inventar algo parecido para las catedrales modernas de un arquitecto con tics demasiado recurrentes para pasar por un picor esporádico.

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Sobre la firma

Álex Vicente
Es periodista cultural. Forma parte del equipo de Babelia desde 2020.

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