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IDEAS
Perfil
Texto con interpretación sobre una persona, que incluye declaraciones

Adolfo Suárez Illana, el dolor y la gloria del número dos

Activista contra el aborto, vuelve a la política con el PP de Pablo Casado como depositario de las esencias y linaje de la Transición

LUIS GRAÑENA

Número dos por Madrid. El regreso de Adolfo Suárez Illana (Madrid, 1964) a la política consolida o sacraliza su trayectoria subordinada. Porque ha estado subordinado a la figura totémica de su padre, Adolfo Suárez González. Y porque Pablo Casado, su número uno, lo incorpora ahora a la lista de Madrid no tanto por su eventual cualificación parlamentaria como por la superstición del linaje y del apellido.

El problema es que la entronización de Suárez Illana se ha resentido de su dogmatismo antiabortista. Ha tenido que disculparse por haber dicho, en una entrevista en Onda Cero con Carlos Alsina, que en Nueva York se podía abortar después de que los niños hubieran nacido.

Era una boutade, un ejemplo de fake news que pretendía alertar contra la “cultura de la muerte”, pero el desliz o el error no hacían sino redundar en una delirante reflexión antropológica que aspiraba a concienciar sobre la brutalidad del aborto: los neandertales decapitaban a sus hijos en las horas posteriores al parto.

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La controversia ha alterado el énfasis pedagógico con que lo había fichado Casado: invocar el espíritu de la Transición y promover el credo constitucionalista en el mismo espacio donde lo ofició Adolfo Suárez I. El apellido pesa en el hemiciclo porque el líder de UCD lo desempeñó hasta 1991. Porque inauguró la bancada azul de la democracia. Y porque significó la resistencia al golpe de Estado de 1981.

Tenía Suárez Illana entonces 17 años. Y ya militaba en las juventudes de UCD, pero no puede decirse que su adolescencia entre La Moncloa y el colegio Retamar fuera equivalente a la de cualquier otro compañero o coetáneo. Hubiera preferido dedicarse a la tauromaquia, tal como hace siempre que puede en los tentaderos y faenas de campo, pero el carisma y la telegenia del padre sobrentendían la inauguración de una dinastía ibérica. Los Suárez iban a ser nuestros Kennedy, en la salud y en la enfermedad, en la riqueza y en la desdicha, la pulsión creativa de la política y la pulsión destructiva del cáncer. “Ser un Suárez y no tener cáncer”, bromeaba hace cinco años el propio Adolfo II, “es como un huevo sin sal”.

Su entronización se ha resentido de su dogmatismo antiabortista. Tuvo que disculparse

Suárez Illana superó el que le diagnosticaron en 2014, igual que lo han remontado sus hermanas Sonsoles y Laura, pero no tuvieron la misma suerte ni su madre, Amparo, ni la niña preferida de papá, Mariam, heredera del ducado con que el rey Juan Carlos quiso otorgar al apellido Suárez el rango aristocrático que la familia ya se había granjeado en las revistas del corazón.

Sobrio, contenido, lacónico, distinguido, Suárez Illana, abogado de profesión, laureado en Harvard, es caza mayor de la prensa people por la sugestión del linaje, por la recurrencia del malditismo y porque desposó a la hija del ilustre ganadero Samuel Flores, Isabel. Tiene dos hijos con ella. Uno se llama Adolfo, como su padre. El otro se llama Pablo… como Casado.

El líder del PP ha conseguido convencerlo o reciclarlo después de la efímera trayectoria política que había emprendido en 2002, cuando José María Aznar lo ungió como candidato a la presidencia de Castilla-La Mancha, y cuando lo introdujo en el órgano ejecutivo de Génova a semejanza de un revulsivo generacional. Llevaba Aznar una década tratando de involucrarlo —“el único que me falta de UCD eres tú”, ya predijo en 1991—, pero no puede decirse que el fichaje del hijo de Suárez fuera una operación clarividente ni acertada. José Bono (PSOE) arrasó a Suárez Illana como adalid del pueblo frente al señorito. Tan grande fue la derrota que el candidato popular renunció a su plaza en el Parlamento autonómico y retomó su trayectoria en la abogacía.

La campaña también puso en evidencia el deterioro de su padre. Quiso ayudar al candidato en un mitin de Albacete, pero trascendieron en público los primeros síntomas del alzhéi­mer. Adolfo Suárez el Grande titubeaba, perdía el hilo, ocultaba con rubor la dolorosa decadencia.

La misión del heredero consistió en asistirlo y custodiarlo durante los años siguientes. Suárez Illana ejercía de portavoz familiar. Y concedía a la opinión pública una maravillosa fotografía que expone al expresidente del Gobierno paseando de espaldas con Juan Carlos I.

Exactamente diez años después de aquella imagen —julio de 2008—, Pablo Casado ganaba las primarias y emprendía la seducción del hijísimo.

De hecho, Casado tuvo la ocurrencia preparatoria de nombrarlo en 2018 presidente de la afín Fundación Concordia y Libertad. Era la manera de allanar el regreso del apellido Suárez al Parlamento, pero también la coyuntura de una reflexión que arrastró la conveniente polémica: “La democracia que disfrutamos hoy día en parte se le debe a Santiago Carrillo, pero en parte se le debe a Franco. Si a Franco no le hubiera dado la gana, la Transición no habría sido así, porque a las dos personas —­Suárez o el rey Juan Carlos— que son las responsables últimas y los protagonistas de la Transición las puso él”.

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