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¿Por qué crecen tanto las ciudades?

Hacia 2050, Nueva York habrá crecido un 18% mientras que Delhi será por lo menos un 100% más grande

Vista de Tokio.
Vista de Tokio.Getty
Richard Sennett

En Ciudad de México, São Paulo, Lagos, Shanghái y Delhi, la población no aumenta según el crecimiento lento y gradual que Jane Jacobs pensaba que era el bueno para las ciudades, sino que irrumpe como una riada. La mera magnitud de estas ciudades de aluvión señala una quiebra respecto de Europa y Estados Unidos de América. Por ejemplo, los demógrafos de Naciones Unidas calculan la actual población de Delhi en 24 millones. La ciudad más grande del mundo es Tokio, con 37 millones de habitantes. En 1950, como contraste, solo había un puñado de ciudades con 8 millones de habitantes; Londres y Nueva York se mantienen hoy algo por debajo de los 9 millones. Pero la tasa de crecimiento urbano, más que las puras cifras, no ha marcado un abismo entre el Sur y el Norte global. Delhi crece a alrededor del 3%; en el siglo XIX, Nueva York y Londres crecieron a un ritmo similar. La diferencia está en que el motor urbano occidental se está enfriando; hacia 2050, Nueva York y Londres habrán crecido tal vez un 18%, mientras que Delhi será por lo menos un ciento por ciento más grande.

¿Por qué crecen tanto las ciudades? El economista del siglo XVIII Jean-Baptiste Say respondió a esta pregunta con su loi des débouchés (“ley de los mercados”), que postulaba que “el aumento de oferta crea su propia demanda”, lo que significa, por ejemplo, que el incremento de la oferta de leche estimulará su consumo porque la leche será abundante y barata. Para ciudades como Delhi, la ley de Say no funciona tan bien, pues el rápido crecimiento de la población crea una demanda de servicios que la municipalidad no puede proporcionar.

Una “megalópolis” es consecuencia de un modelo de desarrollo, en el que la división del trabajo, las funciones y las formas se intensifican

Una respuesta más convincente es la que se encuentra en los escritos de Adam Smith. Tal como expone en La riqueza de las naciones (1776), mercados más grandes dispararán la división del trabajo en el proceso productivo. Un ejemplo moderno es que la gran demanda de automóviles baratos sustituyó las carrocerías fabricadas a mano antes de la Primera Guerra Mundial, y en los años veinte perfeccionó las diferentes tareas de la línea de montaje. En relación con Smith, la analogía urbana sería que si se destinan 10.000 personas a un área que anteriormente albergaba a 2.000, hasta las casas deberán adecuarse a la división del trabajo, con apartamentos de distintos tamaños y formas, a la vez que dedicar otros espacios a usos especializados, como aparcamientos cavados bajo jardines, etcétera. En otras palabras, la magnitud engendra complejidad.

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Una “megalópolis” es consecuencia de este modelo de desarrollo, en el que la división del trabajo, las funciones y las formas se intensifican a medida que la ciudad se expande. Lo normal es que la expansión esté enmarcada en términos geográficos o regionales. En la actualidad, Pekín está tratando de crear una megalópolis generando una región urbana de centenares de kilómetros, con subciudades conectadas entre sí por un eficiente sistema de transporte.

A diferencia de la mal afamada extensión de Ciudad de México, la idea china consiste en que cada una de estas subciudades se convierta en una ciudad por derecho propio y desempeñe una función especializada en el seno de la gran Pekín. El modelo norteamericano para esto es la megalópolis que se extiende desde Washington hasta Boston y que se desarrolló en el siglo pasado a lo largo de la costa oriental de Estados Unidos, región urbana que analizó el geógrafo Jean Gottmann después de la Segunda Guerra Mundial. Gottmann rechazó el círculo concéntrico que emplearon los urbanistas de Chicago y lo sustituyó por un complicado diagrama de Venn de funciones que se intersecan en un territorio que se extiende a través de 640 kilómetros. Además, sostenía que las economías a gran escala se consiguen con la recíproca vinculación del transporte, la fabricación y los servicios sociales en toda la región.

Una megalópolis no es exactamente lo que Saskia Sassen llama ciudad global. En las ciudades globales, la proximidad entre ciudades dentro de una región metropolitana no importa demasiado. Hay un conjunto de tareas financieras, legales y correspondientes a otros servicios especializados que tiene a su cargo la economía global; estas “funciones globales” se reparten en diferentes ciudades de una red en la que cada ciudad desempeña un papel particular, por lejos que se hallen una de otra. Por ejemplo, alguien está a punto de comprar mil toneladas de cobre para dedicarse al negocio global del cobre. El precio por tonelada puede negociarse en Chicago, donde hay un mercado especializado en materias primas. La financiación puede venirle de bancos de Tokio, sentados como están sobre montañas de dinero en efectivo. El asesoramiento legal necesario podría buscarlo en Londres, donde, dado su pasado imperial, los especialistas tienen gran experiencia en las particularidades nacionales de los diferentes regímenes legales. Para la extracción del cobre puede buscar consejo en Dallas, donde, gracias a sus industrias petroleras, los expertos lo saben todo acerca de equipamientos a gran escala. Por último, puede untar a los funcionarios de La Paz, Bolivia o Johannesburgo, Sudáfrica, donde está realmente el cobre a la espera de que vayan a explotarlo. En conjunto, Chicago, Tokio, Londres, Dallas, La Paz y Johannesburgo se comportan como una molécula de ciudad global.

Entre las ciudades globales hay una enorme conexión física: el buque portacontenedores, que distribuirá el cobre. Los portacontenedores necesitan instalaciones para descargar y transportar a una escala que supera las posibilidades de las dársenas de la era industrial y los almacenes de ciudades como Liverpool, Nueva York y Shanghái, que, más pequeños y entretejidos con la ciudad que los rodea, han quedado en la actualidad reducidos a auténticas reliquias desde el punto de vista funcional. Por ejemplo, era posible recorrer con una carretilla la distancia que separaba las dársenas del río Hudson, en Nueva York, de los pequeños manufactureros que transformaban los fardos de tela egipcia en prendas de vestir norteamericanas; ahora esas prendas, ya confeccionadas en China o Tailandia, son descargadas en Nueva Jersey, que ya prácticamente no tiene industria textil. La nueva infraestructura de puertos gigantescos desconecta estos del resto de la región urbana aun cuando estén integrados en la economía global.

Como consecuencia de la globalización, la vieja manera de concebir la estructura política ha resultado un tanto anticuada. Esta manera de pensar se asemejaba a las matrioskas rusas, que contienen muñecas de diferentes tamaños unas dentro de otras. En efecto, las comunidades anidaban en ciudades, estas en regiones y las regiones, en naciones. Las ciudades globales ya no “anidan”; por el contrario, están cada vez más separadas de las naciones-Estado a las que pertenecen. Los principales socios financieros de Londres están en Fráncfort y Nueva York, no en el resto de la nación británica. Pero las ciudades globales no se han convertido en las ciudades-Estado del modelo weberiano. La ciudad global representa una red internacional de dinero y de poder, difícil de abordar localmente. Hoy Jane Jacobs, antes que vérselas con Robert Moses, un ser humano concreto que vivía realmente en Nueva York, tendría que enviar correos electrónicos de protesta a un comité inversor en Catar.

Richard Sennett es sociólogo y profesor de la London School of Economics y de la Universidad de Nueva York. Este extracto pertenece a su nuevo libro ‘Construir y habitar. Ética para la ciudad’, que ha publicado la editorial Anagrama. Traducción de Marco Aurelio Galmarini.

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