_
_
_
_
_
La memoria del sabor
Columna
Artículos estrictamente de opinión que responden al estilo propio del autor. Estos textos de opinión han de basarse en datos verificados y ser respetuosos con las personas aunque se critiquen sus actos. Todas las columnas de opinión de personas ajenas a la Redacción de EL PAÍS llevarán, tras la última línea, un pie de autor —por conocido que éste sea— donde se indique el cargo, título, militancia política (en su caso) u ocupación principal, o la que esté o estuvo relacionada con el tema abordado

Insectos

Comer chapulines es una experiencia excitante, una aventura con un sabor acre, crujiente y salado

Chapulines en Oaxaca, México.
Chapulines en Oaxaca, México. Getty

El primer chapulín de mi vida lo comí en Don Chon. Fue una experiencia excitante, toda una aventura. Aquel bocado de sabor acre, crujiente y sobre todo salado también me pareció divertido. No recuerdo bien la fecha, pero guardo en la memoria el espacio umbrío y venido a menos, poco más que un garaje en el centro de la Ciudad de México, sin licencia de venta de alcohol, aunque lo servían en tazas de café con leche. Traía la referencia apuntada en mi agenda desde antes de salir de España, pero no había manera de dar con ella; nadie daba razón. Al final, necesité dos viajes a México y varios días de preguntas para conseguir señal de su existencia. Cuando llegó, vino acompañada por una mirada reprobatoria, como vergonzante, y una frase que describía el trasfondo: “señor, esa es cocina del campo”. Han pasado casi treinta años y todo ha dado un vuelco monumental, pero entonces los insectos y lo que representaban eran vistos con un mohín asquiento y considerables dosis de desprecio por las gentes y las cocinas de la capital.

En aquella descubierta por la lista de platos del Don Chon cayeron las primeras hormigas, algún gusano del maguey, un alacrán y un insecto trapezoidal, crujiente y sabroso, que entonces asocié a una variedad descomunal de chinche y con el tiempo aprendí a conocer como torito, compañero habitual en los cultivos de aguacate. Junto a ellos, algunas carnes extrañas como la del armadillo y la serpiente. Puede que llegara fuera de la temporada de los escamoles o de las huevas de mosco, y tuve que esperarlos unos años más; tal vez no tuvieran la popularidad de que gozan hoy. Su atractivo es innegable, pero hace tiempo que dejé de pedirlos. No los rechazo, pero tampoco los busco. Se me plantean algunas dudas morales sobre la supervivencia del hormiguero al que han privado de su próxima generación.

Más información
El vino de la vida eterna
Una voz diferente para la cocina peruana
Mucho más que un congreso de cocina
La curiosidad perdida

Las larvas de la hormiga güijera pasaron de ser una golosina para iniciados, o en todo caso una aventura exótica, a inundar los restaurantes del país y exportarse muy lejos de allí. Cada día me hace pensar con más fuerza en la ruptura del equilibrio natural. Lo tuve mucho más claro años después, cuando Nelson Méndez me sirvió una araña mona durante una comida en Caracas. El cocinero de Puerto Ayacucho se trajo hasta la capital una maleta con productos de la Amazonía. Hormigas de buen tamaño con un intenso sabor alimonado llamadas babachos, gusanos de moriche, carne de chiguire -un descomunal roedor de la selva- y frutas sobre las que nunca había escuchado. Y allí, en medio de todo, una especie de tarántula negra y peluda del tamaño de la palma de la mano que habían cocinado directamente sobre el fuego.

Era un bocado increíble. La estructura interna reproducía la de la nécora, ese cangrejo de mar tan apreciado en el Atlántico europeo, y el sabor no se quedaba atrás. Un marisco marino crecido en el corazón de la selva más grande del mundo. Para entonces ya me planteaba algunas cuestiones éticas sobre el origen de lo que comía y las dudas surgieron al mismo ritmo que crecía la sorpresa. Nelson me confirmó que la araña mona no se cría, como hacemos con los caracoles en algunos lugares de Europa, sino que se recolecta, como la mayoría de los insectos que comemos. Hablamos entonces de lo que supondría el traslado de la araña a las cocinas europeas y sobre las consecuencias para la selva de la captura indiscriminada de este descomunal depredador.

He comido insectos en muchos lugres del mundo. En la selva peruana sobre todo. Allí le dicen suri al moriche venezolano. Es un gusano que coloniza el extremo mas tierno de determinadas palmeras, que llaman chonta y se come tierno, a menudo crudo, deshilachado en tiras finas, suaves y aromáticas, parecidas a una tagliatella. Grande, sabroso y mantecoso, el suri proporciona un bocado fascinante, solo posible cuando se quiere comer chonta. Como el resto de los insectos, proporciona una considerable fuente de proteínas a culturas tradicionales que las han comido sin romper el equilibrio. Su traslado como ingrediente exótico a otras cocinas tendría consecuencias para el medio en el que vive.

Regístrate gratis para seguir leyendo

Si tienes cuenta en EL PAÍS, puedes utilizarla para identificarte
_

Más información

Archivado En

Recomendaciones EL PAÍS
Recomendaciones EL PAÍS
Recomendaciones EL PAÍS
_
_