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Columna
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Plan Molins: la ocasión perdida de Cataluña

Partía del mandato básico de todo negociador: no pisotear jamás las líneas rojas de la otra parte contratante, bucear en el resto y darse tiempo y períodos de ejecución

Xavier Vidal-Folch
Joaquim Molins, en 2013.
Joaquim Molins, en 2013. Massimiliano Minocri

El Plan Molins fue una gran ocasión perdida para reenderezar la cuestión catalana, muy poco antes del desastroso otoño levantisco de 2017.

Lo esbozó en primavera un grupo de trabajo sobre un esquema de Joaquim Molins, el exdiputado roquista, melómano y centrado, que moriría poco después, en julio. Lo organizó el conseller de Cultura, Santi Vila, quien lo presentó detalladamente en La Moncloa a la vice, Soraya Sáenz de Santamaría.

Era un esquema sencillo, pero hábil, porque partía del mandato básico de todo negociador: no pisotear jamás las líneas rojas de la otra parte contratante, bucear en el resto y darse tiempo y periodos de ejecución. Para el Gobierno, la raya infranqueable era la soberanía nacional, residente en el pueblo español. No se violó. Para el Govern, que la solución al embrollo debía pasar por un voto de la ciudadanía catalana. También se respetó.

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Así que el programa incluía la puesta en marcha de unos “ajustes” constitucionales y estatutarios, plausiblemente sobre la base de la fórmula Herrero de Miñón. Este padre de la Constitución viene propugnando para Cataluña una sencilla enmienda constitucional a la vasca, por la vía rápida, para colgar de ella blindajes competenciales y una ampliación del autogobierno sin romper ninguna baraja legal.

Esos ajustes se completarían con un estricto cumplimiento del espíritu del Estatut de 2006, particularmente en el aspecto financiero (compromiso de inversiones referenciado al peso de la economía catalana en el PIB global), siempre violado.

Al cabo de cinco años de la firma, los ciudadanos catalanes serían llamados a votar, no sobre la soberanía en general, ni siquiera sobre un autogobierno genérico, sino sobre si creían que esos acuerdos habían sido efectivamente llevados a la práctica. Claro que el voto podría albergar metalecturas, aunque siempre encajaría en el estricto marco constitucional de 1978.

Pero el Gobierno Rajoy dilapidó la ocasión. A las pocas semanas respondía que: “No se dan las condiciones necesarias de confianza” para emprenderlo.

Fue una pena. No estaríamos donde estamos. Al poco surgió otro plan, el del lendakariIñigo Urkullu, que en octubre propondría el binomio elecciones autonómicas-descarte del 155. La brutal tensión conspiró en contra. Y esta vez quien se apeó —incluso de lo ya acordado— fue el president, Carles Puigdemont, para darse a la fuga. La última ocasión perdida. De momento.

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