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Leyenda de una estatua inquietante

La reconocida clasicista Mary Beard recupera la historia de la primera estatua femenina desnuda para invitar a una reflexión sobre el consentimiento

Copia ubicada en el Museo Nazionale de Roma de la Afrodita de Cnido que hizo Praxíteles. 
Copia ubicada en el Museo Nazionale de Roma de la Afrodita de Cnido que hizo Praxíteles. alamy

Los escritores griegos y romanos analizaron una y otra vez la idea de que la forma culminante de arte era una ilusión perfecta de la realidad, o, dicho de otro modo, que el logro artístico más elevado consistía en eliminar toda diferencia visible entre la imagen y su prototipo. En este sentido, hay una famosa anécdota que hace referencia a dos pintores rivales de finales del siglo V a. e. c. (antes de la era común), Zeuxis y Parrasio, que compitieron para decidir cuál de los dos era más hábil. Zeuxis pintó un racimo de uvas con tal realismo que los pájaros acudieron a picotear. Aquella ilusión prometía alzarse con la victoria. Sin embargo, Parrasio pintó una cortina, y Zeuxis, envalentonado con su éxito, exigió que se corriese para mostrar la pintura que había debajo. Según Plinio, que fue quien narró la historia en su enciclopedia, Zeuxis enseguida se percató de su error y reconoció la victoria de su contrincante con estas palabras: “Yo engañé a los pájaros, pero Parrasio me engañó a mí”.

No ha quedado rastro de estas pinturas si es que alguna vez existieron más allá de la anécdota, pero sí que tenemos el testimonio de una estatua de mármol que fue objeto de una historia similar, aunque bastante más inquietante. Se trata de una escultura de Praxíteles realizada en torno a 330 a. e. c., una obra hoy comúnmente conocida como la Afrodita de Cnido, en alusión a la ciudad griega de la costa oeste de la moderna Turquía, que fue su primer hogar. En la Antigüedad se la consideró un hito del arte, porque era la primera estatua de una figura femenina desnuda de tamaño natural (técnicamente, en este caso, una diosa de apariencia humana), tras siglos en los que las esculturas de mujeres, como Frasiclea, se habían representado completamente vestidas. La original de Praxíteles se perdió hace tiempo; según relata una historia, fue llevada finalmente a Constantinopla, donde sucumbió pasto del fuego en el siglo V e. c. Pero era tan famosa que se hicieron centenares de versiones y réplicas a lo largo y ancho del mundo antiguo, de tamaño natural y en miniatura, incluso dibujada en monedas. Muchas de estas copias se han conservado.

En la actualidad resulta difícil ver más allá de la ubicuidad de estas imágenes de desnudos femeninos y recuperar el carácter osado y peligroso que debieron tener para los espectadores del siglo IV a. e. c., que no estaban en absoluto habituados a la exhibición pública de la carne femenina (en algunos lugares del mundo griego, las mujeres de verdad, por lo menos las de clase alta, iban cubiertas con un velo). Incluso la expresión “primer desnudo femenino” minimiza el impacto porque parece implicar una esperada evolución estética o estilística en ciernes. De hecho, fuera lo que fuese lo que impulsase el experimento de Praxíteles (que es otra “revolución del arte griego” cuyas causas no comprendemos del todo), lo que hacía era destruir los supuestos convencionales sobre arte y género del mismo modo en que después lo harían Marcel Duchamp o Tracey Emin, convirtiendo un orinal en una obra de arte en el caso de Duchamp, o en el de Emin, creando una tienda de campaña titulada Everyone I Have Ever Slept With. Por consiguiente, no es de extrañar que la ciudad griega de Cos, sita en una isla frente a la costa turca —el primer cliente al que Praxíteles ofreció su nueva Afrodita— dijera: “No, gracias”, y eligiera en su lugar una versión vestida exenta de riesgos.

El relato pone de manifiesto hasta qué punto puede el arte actuar de coartada ante lo que fue —reconozcámoslo— una violación
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No obstante, la desnudez no era más que una parte de la cuestión. Aquella Afrodita era diferente desde un punto de vista decididamente erótico. Solamente las manos son ya una señal reveladora. ¿Están tratando recatadamente de tapar sus partes? ¿Acaso apuntan en dirección a lo que el espectador desea ver más que nada? ¿O son simplemente una provocación? Cualquiera que sea la respuesta, Praxíteles estableció esa tensa relación entre una estatua femenina y un supuesto espectador masculino, que ya nunca se ha desvinculado de la historia del arte europeo, una relación de la que eran muy conscientes algunos antiguos espectadores griegos, puesto que este aspecto de la escultura constituía el tema central de un relato memorable sobre un hombre que trataba a la diosa de mármol como si fuera una mujer de carne y hueso. Esta historia se narra de forma completa en un curioso ensayo escrito en torno a 300 e. c.

El autor cuenta lo que casi con toda seguridad es una discusión imaginaria entre tres hombres —­un célibe, un heterosexual y un homosexual— inmersos en una prolongada y resbaladiza polémica sobre qué clase de sexo es mejor. En plena disputa, llegan a Cnido y se encaminan hacia la mayor atracción de la ciudad, la famosa estatua de Afrodita en su templo. Mientras el heterosexual mira con lascivia su rostro y parte frontal, y el hombre que prefiere el amor de los muchachos escruta su parte trasera, descubren ambos una pequeña marca en el mármol en la parte superior del muslo de la estatua, en el interior cerca de las nalgas.

En calidad de conocedor de arte, el célibe empieza a alabar las virtudes de Praxíteles, que logró ocultar lo que parece una imperfección del mármol en un lugar tan discreto, pero la dama encargada de la custodia del templo lo interrumpe para señalar que detrás de aquella marca había algo mucho más siniestro. Explica que, una vez, un muchacho perdidamente enamorado de la estatua consiguió permanecer toda la noche encerrado con ella, y que la manchita es el único resto visible de su lujuria. El heterosexual y el homosexual declaran con júbilo que aquello demuestra su argumentación (uno señala que incluso una mujer de piedra podía levantar pasiones, mientras que el otro hace hincapié en que la ubicación de la mancha muestra que fue poseída por detrás, como si fuera un chico). Pero la vigilante insiste en la trágica secuela: el joven enloqueció y se arrojó por un acantilado.

Esta historia contiene varias lecciones incómodas: es un recordatorio de lo inquietantes que podían llegar a ser algunas de las implicaciones de la revolución del arte griego; de lo atractivo que resultaba difuminar los límites entre el mármol dotado de vida y la carne realmente viva; y, al mismo tiempo, del peligro y la locura que suponían. El relato pone de manifiesto hasta qué punto puede una estatua femenina volver loco a un hombre, pero también hasta qué punto puede el arte actuar de coartada ante lo que fue —reconozcámoslo— una violación. No olvidemos que Afrodita nunca consintió.

Mary Beard es catedrática de Estudios Clásicos en la Universidad de Cambridge y autora de ‘SPQR: Una historia de la antigua Roma’ (Crítica). Recibió en 2016 el Premio Princesa de Asturias de Ciencias Sociales. Su último libro, ‘La civilización en la mirada’ (Crítica), se publica en España el 5 de febrero.

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