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Los siete últimos saludos del emperador japonés

De izquierda a derecha, la princesa Masako, el príncipe Naruhito, el emperador Akihito, la emperatriz Michiko, el príncipe Akishino y las princesas Kiko, Mako y Kako, el 2 de enero en el Palacio Imperial de Tokio.
De izquierda a derecha, la princesa Masako, el príncipe Naruhito, el emperador Akihito, la emperatriz Michiko, el príncipe Akishino y las princesas Kiko, Mako y Kako, el 2 de enero en el Palacio Imperial de Tokio.Asahi Shimbun
Guillermo Altares

El 2 de enero, Akihito tuvo que salir a saludar hasta siete veces a las 140.000 personas concentradas ante el Palacio Imperial de Tokio

Los emperadores no suelen conceder bises en sus escasas apariciones públicas, pero Akihito hizo una excepción en su último saludo de Año Nuevo. La multitud que se concentró ante el Palacio Imperial de Tokio el pasado 2 de enero era tan tremenda —cerca de 140.000 personas— que este emperador, que nació como un dios y se ha convertido en el primer monarca japonés en abdicar en 200 años, no tuvo más remedio que saludar siete veces en vez de las cinco previstas. Lo hizo detrás de un cristal blindado, junto a una parte de los miembros de la familia imperial, mientras miles de seguidores agitaban banderas japonesas. Será la última vez que lo haga porque el próximo 30 de abril Akihito, de 85 años, pasará el relevo a su hijo, Naruhito, el emperador número 126, y con él empezará, literalmente, una nueva era en Japón.

Cada ocupante del Trono del Crisantemo elige el nombre de la era que encarna, y los 30 años del reinado de Akihito recibieron el apelativo de Heisei, que significa “paz universal”. Pero con su marcha comenzará una nueva era. Sobre todo porque nació antes de la Segunda Guerra Mundial, cuando los emperadores japoneses eran todavía seres divinos, y su padre fue Hirohito, uno de los principales responsables del conflicto. La multitud que esperó durante una media de tres horas para asistir a un saludo de apenas unos minutos era seguramente consciente de que aquella luminosa mañana de invierno en Tokio asistía a un momento histórico. Lo hacía, como siempre en Japón, de forma ordenada, sin mostrar signos de impaciencia, mientras se escuchaban las instrucciones de la policía, que solo callaban cuando, a lo lejos, estallaban los vítores al emperador, que aparecía cada hora para repetir el mismo mensaje de paz y concordia. Varias manzanas antes de llegar al palacio ya comenzaba a formarse la fila, silenciosa y tranquila; parecía organizada por la mismísima Marie Kondo, la gurú del orden que triunfa en YouTube.

Una vez ubicados frente al palacio, un par de pantallas gigantes anunciaban los minutos que quedaban para el saludo. La ceremonia consistía en gritos y aplausos del gentío en medio de un gran movimiento de banderas, unas breves palabras del emperador que silenciaban a la multitud y evacuación ordenada, con pequeños pasos, siguiendo carteles que indicaban en japonés y en inglés que no había que darse prisa pero tampoco pararse.

Akihito nació el 23 de diciembre de 1933, cuando el imperialismo japonés se encontraba en pleno apogeo. Como explica Ian Buruma, uno de los grandes expertos en la historia de este país, en La creación de Japón, 1853-1964, “en 1932 se acabó el sistema de partidos, un momento comparable a la toma del poder por parte de los nazis en Alemania en 1933, excepto que en Japón no tenían ni partido nazi ni Führer. El emperador era una figura de autoridad absoluta, pero no era el líder de un partido fascista, ni un dictador militar”. Cuando se plantearon los juicios contra los autores de las atrocidades cometidas por Japón, los aliados hicieron juegos malabares para librar a Hirohito de una responsabilidad indiscutible. Consideraron que procesarle podía llevar al país al caos y decidieron mantenerle en el trono. Akihito ha vivido obsesionado con romper con la idea de Japón que impulsó su padre: comprendió que el poder absoluto había convertido su país en una montaña de ruinas. Y ahora se ha retirado en paz. 

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Sobre la firma

Guillermo Altares
Es redactor jefe de Cultura en EL PAÍS. Ha pasado por las secciones de Internacional, Reportajes e Ideas, viajado como enviado especial a numerosos países –entre ellos Afganistán, Irak y Líbano– y formado parte del equipo de editorialistas. Es autor de ‘Una lección olvidada’, que recibió el premio al mejor ensayo de las librerías de Madrid.

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