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Columna
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Elogio de la diferencia

El verdadero reto reside en estar abierto a dejarnos seducir por los argumentos del otro

Máriam Martínez-Bascuñán
Diego Mir

¿Por qué reivindicar la comunicación como valor democrático? La pregunta apareció al revisar el discurso de Navidad del presidente alemán, Frank-Walter Steinmeier, y su llamada sosegada al diálogo y la comunicación tras reconocer que “los alemanes hablamos cada vez menos los unos con los otros. Y todavía menos escuchamos al otro”. Es obvio que podría estar hablando de nosotros los españoles, así que reformularé la pregunta: ¿cómo y por qué reivindicar el diálogo cuando todos clamamos por el respeto de aquella o esta línea roja? Porque lo curioso de la intervención de Steinmeier es que no apelaba al consenso o la unidad nacional como generadores de entendimiento, sino precisamente a las diferencias específicas de sus conciudadanos.

La conversación pública evoca siempre un mundo común sin el cual no es posible dilucidar nuestro futuro, y para ello es imprescindible, como señaló Steinmeier, “reaprender el arte de la discusión y aceptar nuestras diferencias”. Para que una conversación se produzca, parecía decirnos, es necesario reconocer al otro y hacerse cargo de él, porque es precisamente ese reconocimiento el fundamento indispensable de las relaciones éticas que establecemos con nuestros semejantes. Y se trata de un ejercicio desinteresado, o gratuito si lo prefieren, un acto de generosidad que deberíamos hacer sin esperar nada a cambio. Porque en algún momento hemos olvidado que conversar es hacer un regalo: al entregarlo, no esperas que quien lo recibe te ofrezca algo a cambio, pues convertiríamos el gesto hermoso de la dádiva en un mero y frío intercambio mercantil. Y sin embargo, al regalar algo, siempre se genera un vínculo cálido, de compromiso y acercamiento.

Lo mismo sucede con una conversación genuina: no buscamos encontrar cosas en común con nuestro interlocutor, no es un juego de reciprocidad. El verdadero reto reside en estar abierto a escuchar algo distinto a nuestros puntos de vista, a dejarnos seducir por los argumentos del otro. Pero la arquitectura comunicativa de nuestras sociedades nos aísla cada vez más en nichos o burbujas, agrupados como bolas de billar; lejos de persuadirnos, reconocernos e interactuar, chocamos frontalmente o rodamos en el gran tablero cada una por nuestro lado. Perdemos así eso que Rorty llamaba “el poder de conversar y tolerar, de considerar las posturas de otra gente”. Y es esto, antes que cualquier idea de interés nacional, lo que hace posible construir un mundo común. Y por eso hemos de elogiar lo distinto, aunque compartir nos exponga y nos sintamos incompletos. Porque sin diferencias, no habrá nada que compartir. @MariamMartinezB

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