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Cuento de Navidad: El combinado verde

Una barra de bar y una visión premonitoria. Una noche de carne y hueso y el poder de la ensoñación. Soledad en la oscuridad, luces navideñas y extraños personajes. Lo que fue y lo que pareció ser… ¿Realidad o ficción?

Ilustración de Manuel Marsol

LO DE SIEMPRE, señor? —me dijo el barman sin apenas abrir la boca.

Debía tratarse de un error, puesto que yo nunca había entrado a ese bar y, en consecuencia, no podía conocer a ese tipo que tan amablemente me había sonreído y que tanto me recordaba a Hikaru.

Hikaru, un hombre siempre impecablemente vestido y de unos 40 años, forma parte de mi grupo de meditación. Si bien nos vemos semanalmente desde hace poco más de un año, apenas habremos intercambiado un par de palabras. Los meditadores —hombres de negocios en su mayoría— llegamos al zendo cada miércoles poco antes de la hora convenida. Sin mediar palabra, nos descalzamos y ponemos los kimonos en los vestuarios para, cumplido el ritual de reverencias y campanas, sentarnos durante una hora cara a la pared en un mutismo y una quietud totales.

—¿Cómo dice? —le pregunté al barman con la intención de asegurarme de que le había oído bien.

Por un momento —debo admitirlo—, dudé si no se trataría verdaderamente del Hikaru de mi sangha, quien muy bien podría trabajar como barman además de meditar.

—¿Lo de siempre, señor? —repitió aquel tipo que tanto se parecía al verdadero Hikaru, sin abrir la boca más que poco antes.

Sus facciones eran correctas. Quizá tanto que, en cuanto uno dejaba de mirarle, había olvidado por completo cómo era.

Decidí seguirle el juego y ver qué pasaba.

—Lo de siempre —respondí, y, tras hacer un breve silencio de no más de cinco segundos, añadí—, Hikaru.

Era una prueba. Necesitaba comprobar si aquel individuo era el Hikaru que yo conocía.

Sentí que estaba vivo y que eso, la vida, era lo que me estaba sucediendo en aquel preciso instante

Admito haberme dirigido a él abriendo la boca lo menos posible, imitando su forma de hablar; y, durante algunos segundos, noté en él un titubeo que revelaba cierta vacilación. Como si le maravillase la sorprendente familiaridad con que le había abordado o, todo lo contrario, como si me agradeciera que recordara cómo se llamaba. Se tratara o no del verdadero Hikaru, aquel individuo me dio entonces la espalda para, acto seguido, quitar el precinto de una botella de alcohol de alta graduación de bonita forma ovalada. Observé sin perder detalle cómo cogía de un estante un vaso de cristal tallado muy grueso, y cómo vertía en él un generoso chorro de aquella bebida, que luego mezclaba con otra, aunque esta segunda en menor proporción. Poco después, vertió hielo en el combinado, pero no en forma de cubitos, que era lo que yo había esperado, sino picado. Reparé en cómo removió el cóctel con una barrita metálica, quizá demasiado larga para el uso al que se la había destinado, de forma que el alcohol se mezclase adecuadamente. Para terminar, Hikaru, fuera o no mi compañero de meditación, cortó una rodaja de limón y la dejó caer en el vaso tallado con incuestionable profesionalidad. Antes de servírmelo, pinchó en el limón una sombrillita de colores que daba a su preparado un agradable toque exótico, casi necesario.

—¡Feliz Navidad! —me dijo entonces, deslizando el cóctel por el mostrador, tras colocarlo sobre un posavasos en el que podía leerse el nombre del local: El Loto Azul.

El Loto Azul: aquel nombre me sonaba, aunque no recordaba de qué. Quizá yo había estado ahí en alguna otra de mis vidas —¡quién puede saberlo!—, e Hikaru me recordaba de entonces; o quizá todos menos yo supieran que aquel hombre solitario, apostado en la barra y tan parecido a mí, era un cliente habitual de El Loto Azul.

—¡Feliz Navidad! —respondí al fin, llevándome el vaso a los labios.

Me bastó un sorbo para saber que contenía Cointreau. El enigma de la botella de bonita forma ovalada había quedado resuelto. A todo esto, Hikaru se había quedado frente a mí, tras la barra, con los brazos abiertos y las manos apoyadas en el mostrador. Me fijé en sus uñas, muy bien recortadas y de un extraño color rosa, como si se las hubiera pintado y, poco después, se las hubiera lavado con agua y jabón, intentando borrar el tinte.

—Muy bueno —exclamé, chasqueando la lengua y pensando que Hikaru esperaba mi aprobación; dejando pasar de nuevo unos cinco segundos, no pude contenerme y agregué—, como siempre.

Eso pareció bastarle, pues Hikaru se retiró al extremo opuesto de la barra. El local estaba adornado con farolillos de colores y una pareja conversaba en una de las mesas del fondo.

—Poca gente —me atreví a decir, confiando en que pudiera oírme.

—En una noche como esta… —me respondió él sin darse la vuelta, al parecer muy concentrado en secar a conciencia una larga hilera de vasos de cristal muy grueso y tallado.

Apuré la bebida de un trago y la dejé ruidosamente sobre la barra, algo que no recuerdo haber hecho nunca hasta entonces.

—¡Quédese el resto! —dije en un tono de voz mucho más alto de lo necesario, como si efectivamente fuera ese cliente habitual con quien Hikaru, no había duda, me había confundido.

El barman se limitó a, con ojos brillantes, alzar la barbilla en un gesto que en él debía de ser muy frecuente. Al volverme, ya en la puerta, vi cómo recogía mi vaso y cómo alzaba la mano en un gesto que me pareció extremadamente cordial.

Aún no era medianoche y en el exterior sonaba una melodía navideña. Fuera porque aquel delicioso combinado había templado mis nervios o por lo mucho que me había gustado el ademán con que Hikaru se había despedido de mí, decidí que regresaría pronto a ese bar y, en lo posible, a esa misma hora, en la confianza de encontrarme de nuevo con Hikaru, quien ni de lejos había sido tan atento conmigo en nuestros encuentros de meditación.

Pocos minutos después subía por la escalera de mi edificio, arrimándome lo más posible a la pared, en el mayor de los sigilos. Que yo recuerde, para entrar en mi casa nunca antes había actuado así, de una forma tan rara. Aquel comportamiento mío habría sido calificado probablemente de sospechoso por un eventual espectador. 

NO ES infrecuente que, concluida la jornada laboral, entre en alguno de los muchos locales de mi barrio para pedirme alguna copa y beberla tranquilamente, antes de recogerme en mi apartamento; pero no tengo por costumbre prepararme combinados al llegar a casa. Aquella noche, sin embargo, fuera por emular a Hikaru o porque era Navidad y estaba solo, me preparé uno, disfrutando del sonido de los cubitos de hielo al golpear contra el cristal.

Con el vaso frío en la mano, me senté a oscuras en el sofá y, aunque dudé si poner música, decidí disfrutar del silencio nocturno y, por supuesto, de aquella plácida y reconfortante soledad. Pensé en mi mujer y en mi hija, quienes sin duda estarían reunidas con la familia, celebrando las fiestas; pero este pensamiento, de no más de tres segundos, se lo llevó consigo el estruendo de un coche y, poco después, un electrodoméstico que zumbaba en el apartamento de al lado: una lavadora, un lavavajillas, un secador… ¡Quién puede saberlo! También aprecié el sonido de mi propia saliva al tragar; y el ir y venir de mi respiración, y hasta los acompasados latidos de mi corazón, que en aquella tibia oscuridad en que me había sumido resonaba más fuerte de lo habitual. Es lo que tiene la práctica meditativa: que se descubre que el mundo está poblado de sonidos. Así que, durante algunos minutos, como durante mi sentada de meditación matutina, sentí que estaba vivo y que eso, la vida, era lo que me estaba sucediendo en aquel preciso instante.

Posé la mirada en los objetos y muebles de mi salón, cuyas formas se confundían con las sombras: la mecedora que heredé de mi familia, la cesta con las piñas —en el centro de la mesa—, el cubo donde apilo la leña para la chimenea… Los objetos, de contornos imprecisos, parecían ser devorados por la oscuridad. Si forzaba la vista, podía hacerme una idea bastante ajustada de sus formas y volúmenes; pero si la desenfocaba, como efectivamente hice, esas formas y esos volúmenes se perdían, mezclándose en un todo único e indiferenciado. Supe entonces que esa visión —la del fondo, no la de las formas— era la más justa y real, la más exacta. Pero luego — quién sabe por qué— di al interruptor y, con esa luz artificial que se encendió, como por ensalmo se disipó toda la luz interior que lentamente se había hecho en mí durante la oscuridad.

Aquella noche soñé con muchos de los hombres y mujeres que de un modo u otro han poblado mis días

Caminé por mi apartamento muy despacio, como si fuera un ladrón: una vez más mi comportamiento habría despertado las sospechas de un eventual espectador. Pronto experimenté un intenso y repentino cansancio y, a sabiendas de que la segunda copa había empezado a hacerme efecto, me tuve que sentar. Puse entonces mis manos sobre las rodillas y doblé la espalda. Pasé largo rato con la mirada puesta en unos abrigos y en una chaqueta que colgaban de un perchero tras la puerta. Aquellas prendas resumían lo que yo había sido, eso fue lo que pensé; y pensé de igual modo que eso que yo había sido podría dejar de ser en cualquier momento. Quise incorporarme, pero seguía muy cansado —probablemente achispado—, así que, como me había sentado en el borde de la cama, me dejé deslizar hacia atrás. En el techo había una grieta.

AQUELLA NOCHE soñé con muchos de los hombres y mujeres que, de un modo u otro, han ido poblando mis días. Primero apareció el profesor Akemi, que aseguraba haber visitado todos los desiertos del planeta. No me sorprendió que caminara ahora por un extenso desierto de dunas anaranjadas en el que también me encontraba yo, vestido con una camiseta a rayas. Quise acercarme hasta él para preguntarle por lo que ambos hacíamos allí, en medio de aquel paraje tan inhóspito como extrañamente acogedor, cuando apareció Nao, un vigilante de museo a quien había conocido pocas semanas antes. Mantuvimos entonces una larga conversación sobre el expresionismo, mi pintura favorita, y en ella él llegó a confesarme que durante su trabajo se entretenía escuchando los comentarios de los visitantes, así como comparando los tipos de blanco que, según él, existen en las paredes de su museo. Pues bien, también aquel hombre apareció de repente en mi sueño, pero tampoco a él pude abordarle, pues enseguida se hizo presente Ichiro, uno de mis estudiantes de doctorado, que lleva años redactando una tesis sobre el vínculo entre locura y creación. Poco más tarde —y con ninguna de todas aquellas apariciones pude conversar, puesto que se fueron sucediendo una tras otra cada vez a mayor velocidad—, llegó Akiyama, un antiguo compañero de colegio que tenía la costumbre de abrazarse a los árboles, pues aseguraba que en su interior era capaz de escuchar música y palabras. Fue con la aparición de Akiyama cuando comprendí que aquello era una reunión, una especie de asamblea. No tardaría en averiguar la razón por la que se habían congregado en mi sueño, estaba seguro. En efecto, ahí estaba también Katsuo, por ejemplo, a quien no había vuelto a ver desde que su empresa le envió a Praga para abrir una sucursal; y Ryozo, a quien tanto entusiasmó la meditación que decidió entrar en un monasterio para hacerse monje; y Ba, en fin, la única mujer a la que he amado verdaderamente, con sus brazos desnudos y bronceados amorosamente extendidos hacia mí.

Al cabo —y eso fue lo que esclareció el misterio de aquel sueño tan concurrido— apareció el propio Hikaru, el barman de El Loto Azul. Hikaru, quien me brindó una sonrisa de oreja a oreja al percatarse de que le había reconocido, no vagaba por el desierto más o menos perdido o familiarizado con el ambiente, como todos los demás. No. Él estaba tras una barra de bar, sólo que infinitamente más larga que la de su local. Ignorando al resto de mis conocidos y colegas, miré a Hikaru como si fuera ese gran amigo o hermano entrañable que nunca tuve. Él, sin embargo, totalmente absorto y atento a lo que tenía entre manos, se afanaba en preparar combinados con extrema profesionalidad, uno tras otro, y siempre con el mismo procedimiento: cogía de un estante un vaso de cristal tallado muy grueso, vertía en él un generoso chorro de una bebida que luego, de forma rápida y segura, mezclaba con otra en menor cantidad. Sólo entonces vertía hielo picado para, enseguida, remover el combinado con una barrita metálica, cortar una rodaja de limón y pinchar en ella una sombrillita de colores. Finalmente, cuando daba su servicio por terminado, deslizaba cada uno de aquellos vasos gruesos y tallados por aquella larga barra, al tiempo que decía, a cada uno de los invitados: ¡feliz Navidad!

—Hikaru —dije yo entonces en voz alta, como si no estuviera en un sueño, sino en mi apartamento y él pudiera oírme perfectamente—. Hikaru —repetí, sorprendido por la belleza de aquel nombre o, mejor aún, por lo bien que se ajustaba a un hombre como él.

—Es una fiesta —me dijo él, apuntando a la gente que charlaba y reía en pequeños grupos en medio de aquel inmenso desierto naranja. Todos y cada uno de ellos tenían un combinado verde entre las manos y, cuando los miraba, alzaban el vaso hacia mí, deseándome una feliz Navidad. Miré a todos y a cada uno o, al menos, a la mayoría, puesto que eran multitud.

Todos reaccionaban igual: levantaban el vaso y asentían, como si aquello fuera el papel que se les había asignado y que ellos cumplían con exactitud. Luego me volví a Hikaru, a quien vi con la mano en alto, despidiéndose de mí como lo había hecho la noche anterior, cuando me había bebido una copa en su local. Y sentí por aquel desconocido un amor dulce y arrebatador a un tiempo, un amor tan cálido como irracional. 

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