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Los llaman los ‘kony’

Los hijos de las mujeres violadas por rebeldes en Congo, Uganda o Sudán del Sur también sufren el rechazo de su comunidad

 Una niña se dirige a su escula en el campo de protección de civiles de la ONU en Bentiu, Sudán del Sur, en octubre de 2016.
Una niña se dirige a su escula en el campo de protección de civiles de la ONU en Bentiu, Sudán del Sur, en octubre de 2016. Kate Holt (Unicef)
José Naranjo
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“Tengo dos hijos, uno de 17 y otra de 15. Aún no saben quiénes son sus padres. Los miro y pienso que por qué voy a compartir con ellos todo mi sufrimiento. Trato de protegerlos, es normal, ¿no? Soy su madre. Pero también sé que algún día tendré que contarles”. La ugandesa Victoria Nyanjura fue secuestrada con 14 años, usada como esclava sexual y obligada a contraer matrimonio con uno de sus captores. Las decenas de miles de violaciones como arma de guerra en la República Democrática del Congo, Uganda o Sudán del Sur dejan tras de sí un reguero de dolor y sufrimiento que llega hasta los hijos nacidos de ellas, muchos rechazados por sus comunidades que los bautizan de manera despectiva con el nombre de los rebeldes, los "Kony” por el líder terrorista Joseph Kony, los “FDLR” o los “Mui Mui”.

Nyanjura habla alto. Ya no se esconde ni agacha la cabeza. “Era una niña feliz, quería tener un futuro como cualquier otra niña”, asegura. Pero en 1996 varios hombres entraron a su dormitorio y se la llevaron. Ocho años estuvo dando tumbos, de campamento en campamento, por las tierras de Sudán del Sur. Ocho años de violaciones, esclavitud, lágrimas y pesadilla. “Rezaba todos los días, pensaba que Dios me iba a rescatar. Hasta que dejé de hacerlo”, explica. Cuando nació su primer hijo en una tienda sin ninguna ayuda médica y le vio la cara y escuchó su respiración se reconcilió con ese mismo Dios. “A mi segunda hija le puse Hope (esperanza). Había vuelto a rezar”, añade.

Sin embargo, su liberación y vuelta a casa no fue exactamente lo que había soñado. “Vi el rechazo en los ojos de los míos, llegué a pensar que hubiera sido mejor morir allí. Me costó reconocer lo que había pasado, pasaba las horas encerrada en casa, no quería ver a nadie. Entonces decidí volver a la escuela que había tenido que dejar. Esto me salvó, me mantuvo ocupada, me permitió hacer nuevos amigos a quienes ocultaba mi historia como un secreto”, explica. Hasta que decidió hablar, liberar todo el dolor. Hoy, Nyanjura coordina 15 grupos de diálogo de mujeres violadas y recorre el mundo contando lo que tanto tiempo negó. “Es muy difícil empezar a hacerlo, pero es necesario, es la única medicina”.

Los niños no lo saben. Durante todos estos años ha intentado mantenerlos separados de todo aquello, ajenos a la historia, a su propia historia. Pero no será por mucho tiempo. “He visto cómo los hijos nacidos de violaciones son estigmatizados, rechazados. No quería eso para los míos, no quería que pasaran por mi sufrimiento”, asegura. Muchos de ellos reciben apodos sangrantes, la comunidad los bautiza con el nombre de conocidos grupos rebeldes o de líderes guerrilleros, “los Kony”, “los FDLR”, las siglas del Frente Democrático de Liberación de Ruanda, o “los Mui Mui”.

La congolesa Justine Mashika conoce muy bien esta historia. Un día estaba en su Goma natal, al noreste del país, y se enteró del caso de una mujer de 80 años había sido violada por siete hombres. “La llevamos al hospital y no quisieron atenderla porque no tenía dinero. Murió pocas horas después”, recuerda. Desde entonces, Mashika trabaja por los derechos de las mujeres víctimas de violencia sexual y por los de sus hijos. “También de algunos hombres y niños, pero de estos abusos se habla mucho menos porque son aún más tabú”, añade. En la actualidad lidera una plataforma de 35 organizaciones ciudadanas con base en Goma.

El trabajo de Justine Mashika y su grupo de colaboradoras es hacer entender a la madre que su hijo es inocente y también es una víctima

Las cifras que pone sobre la mesa dan vértigo. En los últimos 15 años sólo en la región del Kivu del Norte han sido violadas más de 17.000 mujeres. “Es de una dimensión más allá de toda comprensión, es el cuerpo de la mujer como campo de batalla. Y se convierten en víctimas una y otra vez, con cada mirada, con cada rechazo, con cada comentario en voz baja cuando se cruza con alguien por la calle”. Y luego están los niños. “Muchos son rechazados por sus propias madres, hemos tenido hasta 800 en todo este tiempo”, explica.

El trabajo de Justine Mashika y su nutrido grupo de colaboradoras es hacer entender a la madre que su hijo es inocente y también es una víctima. “Tratamos de sostenerla para que sea autónoma y pueda alimentarlo, porque de ahí vienen también muchos problemas. Pagamos los gastos de escolarización, las ayudamos a criar. Si no es posible, buscamos familias de acogida o una persona del entorno que esté dispuesta a quedarse con el pequeño”, comenta. Victoria Nyanjura, que se ha convertido en una flamante licenciada en Sociología del Desarrollo, está de acuerdo: “Lo que necesitan estas madres es apoyo”.

Mashika y Nyanjura enmudecieron al público con su testimonio en el congreso Mujeres en Marcha celebrado hace un mes en la Universidad de Deusto en Bilbao y organizado por la ONG Alboan. Durante este acto se presentó el diagnóstico del programa Mieza para el empoderamiento de mujeres y niñas africanas sobrevivientes de violencia sexual en contextos de migración, refugio y desplazamiento interno que ponía el foco en cinco regiones africanas. El trabajo, en el que se entrevistó a 317 personas, de las que 152 eran mujeres y niñas, supuso un “enorme ejercicio de escucha” y es la piedra angular sobre la que Alboan pretende diseñar intervenciones en el futuro, según explicó la investigadora Sabina Barone.

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Sobre la firma

José Naranjo
Colaborador de EL PAÍS en África occidental, reside en Senegal desde 2011. Ha cubierto la guerra de Malí, las epidemias de ébola en Guinea, Sierra Leona, Liberia y Congo, el terrorismo en el Sahel y las rutas migratorias africanas. Sus últimos libros son 'Los Invisibles de Kolda' (Península, 2009) y 'El río que desafía al desierto' (Azulia, 2019).

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