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Madre e inmigrante: la burocracia es el siguiente alambre

En el reciente Festival Internacional de Cine de Mujeres de Salé, en Marruecos, se premió la valentía de una realizadora que cuenta lo que se sufre en el camino de la ‘green card’

Analía Iglesias

Decir hoy que algo es una “doble discriminación” suena a poco. Mujer e inmigrante son dos términos perforados de significaciones que van desde la evocación de las travesías de miles de kilómetros de hostigamientos (o fronteras-púas) hasta la burocracia angustiante del primer mundo. De esto último habla el filme Lemonade de la rumana Ioana Uricaru, producido por Cristian Mungiu, nombre grande de la nueva ola de cine rumano y, a la sazón, compañero de facultad de Ioana. Una película certera, directa al blanco, para el premio mayor de la 12º edición del Festival International du Film de Femmes (Festival Internacional de Cine de Mujeres) de Salé, en Marruecos, hace unas semanas.

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Lemonade no refiere, claro está, el álbum de Beyoncé, sino la limonada que se puede hacer con los frutos agrios que te da la vida, según el refrán. Eso es lo que procura el personaje de Mara, que exprime sus circunstancias de inmigrante en Estados Unidos, sedienta de una existencia amable que, sin embargo, nunca termina de dar jugo. La añorada green card no es para gente con principios ni para los que se rinden en el camino, sino para todos los que soportan el circuito completo de humillaciones que la Administración y los feroces funcionarios estén dispuestos a hacerles sufrir. El sexo y el consentimiento como monedas de cambio, porque decir "no" es volver a perder (incluso la ilusión por el porvenir). Y esto vale junto al muro chicano del gran país de las oportunidades, en el desierto del Sahara y, muy probablemente, en algunos de nuestros centros de internamiento.

“This is a great country”, se oye decir al administrativo que menciona el sacrificio de sus abuelos como una razón para amedrentar a todo aquel, especialmente aquella, que crea que vivir dignamente en cualquier lugar del mundo es un simple derecho humano. Tan grandioso es “este país” que te vamos a hacer sufrir para que te merezcas un lugarcito en nuestra ordenada comunidad, podrían repetir a coro los agentes que usan el arsenal jurídico para seguir martirizando a la incauta y a su hijo, un niño que crece en la impotencia de no poder salvar a su madre de la burocracia que lo usa de pretexto.

Parece que ser mujer, rumana, emigrante, y madre inmigrante significara la última de las estaciones del calvario, cuando todas las escalas del dolor han sido cumplidas. Ioana Uricaru, la realizadora y hoy profesora en la Universidad de Vermont (EE UU), confiesa que ella misma está en el origen de esta historia de deudas que nunca se saldan: “¿Quién sabe si no habrá un funcionario de migraciones en esta sala que considere que mentí en alguna fase del proceso de obtención de la tarjeta de residencia?”

Lacónica y firme, Uricaru rasca y rasca para dejar al aire las pruebas de lo arbitrario que es el poder; para muestra, la espiral de artilugios inhumanos que son capaces de esgrimir los empleados de cualquier oficina de extranjería.

Su cine integra con honores esta suerte de neorrealismo rumano, que viene hablando crudamente de los problemas de nuestro presente, con menos lírica que el italiano de los cincuenta, pero con la misma contundencia. Provistos de poesía pero también del suspense y el timing del cine made in USA, estos realizadores rumanos nos meten a padecer la rumanidad en la Bucarest de Ceausescu, en la jaula de vidrio de una oficina de migraciones y hasta en cualquier motel de carretera norteamericano. Sentimos con sus protagonistas la ansiedad con la que se vive para siempre, tras constatar que, incluso para poner un sello sobre un papel, las autoridades pueden ser así de crueles en cualquier geografía.

Lemonade coronó una semana de excelente cine hecho por mujeres, en la que también destacó el largo documental Mil mujeres como yo, de la afgana Sahra Mani, ganador del premio en la categoría documental. Mani habla del extendido incesto (mejor dicho, el abuso sexual intrafamiliar) y su improbable persecución en una sociedad golpeada como la de Afganistán, donde ”tantos años de guerra impiden casi todo, siquiera pensar en el olor de la lluvia”, en palabras de su directora. Un valioso registro actual de la vida cotidiana en Kabul.

El abuso infantil también es el tema central de otra excelente película, en este caso, china, y que ganó el premio al mejor guion: Los ángeles visten de blanco, de Vivian Qu. Y, por fin, una comunidad silenciada, minoritaria dentro de la minoría de etnia gitana, se presentaba ante los ojos del público a través de una historia de amor entre dos chicas, la película española Carmen y Lola, de Arantxa Echevarría, que en Salé ganó el premio del jurado. Esto, mientras otra joven mujer gitana, la estupenda actriz Alina Serban, se hacía con la distinción a la mejor interpretación femenina por Sola en mi boda, la película de la realizadora belga Marta Bergman.

De la pantalla del cine Hollywood del popular barrio de Hay Karima, en la ciudad junto a la capital marroquí, salen otra vez un grupo de realizadoras de todas partes de mundo, en busca de pantallas para sus obras de ojos de mujer.

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Sobre la firma

Analía Iglesias
Colaboradora habitual en Planeta Futuro y El Viajero. Periodista y escritora argentina con dos décadas en España. Antes vivió en Alemania y en Marruecos, país que le inspiró el libro ‘Machi mushkil. Aproximaciones al destino magrebí’. Ha publicado dos ensayos en coautoría. Su primera novela es ‘Si los narcisos florecen, es revolución’.

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