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LA MEMORIA DEL SABOR
Opinión
Texto en el que el autor aboga por ideas y saca conclusiones basadas en su interpretación de hechos y datos

Una molleja prodigiosa y el superbife

Aquella molleja grande como un puño del animal terciado que se estila en la región llegaba a la parrilla tibia y relajada

Mollejas asadas servidas al plato.
Mollejas asadas servidas al plato.

Llego a Buenos Aires persiguiendo una promesa. Pablo Rivero me habla desde hace meses de la molleja de corazón que despachan en Don Julio y todo lo que hay tras ella, y me tiene intrigado con la historia. Había leído y me habían contado de las viejas ceremonias de parrillas camperas, arrancadas con la res recién sacrificada, y de esa molleja que se acostaba directamente en la parrilla un par de minutos después de separarla del cuerpo, guardando todavía el último calor del animal. A base de escucharlo tenía el relato bien aprendido. Aquella molleja grande como un puño del animal terciado que se estila en la región —imposible en el ganado adulto; se atrofia con la edad— llegaba a la parrilla tibia y relajada. El calor ayudaba a licuar y eliminar la grasa que contiene, proporcionando un bocado distinguido y único. Una referencia extraordinaria para una ceremonia singular.

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Nada se parece cuando el animal cambia de medio y cierra el ciclo en el matadero. Desvanecida la inmediatez de la parrilla campestre, la molleja se somete a un tratamiento de choque. Primero la bañan en agua y luego la entierran en hielo para alargar la vida útil del corte. El gesto tiene consecuencias, como todos los que se repiten en los mataderos, y la molleja paga un precio. Por lo pronto, el golpe de frío contrae el tejido, encerrando la grasa que contiene, además de cauterizar el exterior de la molleja. Aunque de otra manera, el frío quema tanto como el fuego.

Pablo Rivero se empeñó un día en perseguir un proceso que ofreciera resultados parecidos a los que definen las tradiciones del campo, hasta que consiguió cambiar el recorrido. Sus mollejas siguen en el matadero un camino diferente. Eliminan el baño en agua y pasan directamente a una caja de poliespán, donde van perdiendo la temperatura. Sustituyen el hielo por bolsas de gel y a las 9 de la mañana, pocas horas después del sacrificio, llegan a la puerta del restaurante, donde las instalan sin más escalas en la rejilla que hay metro y medio por encima de la parrilla. Allí recuperan la tranquilidad y la temperatura mientras se preparan para el servicio. Es un proceso largo y pausado que se prolonga unas horas. Para cuando Pepe Sotelo, el maestro asador de Don Julio, la pase al fondo de la parrilla, bien pegada al muro, la molleja estará prácticamente confitada y la grasa se habrá licuado.

El resultado de todo este tejemaneje es difícil de olvidar. La ligereza del corte que llega a la boca no se parece a nada de lo que haya probado antes. Es leve y sutil, como si fuera un hojaldre de carne. La grasa se ha retirado dejando intacta la estructura de la pieza. Nada que ver con la textura densa y elástica de las mollejas que he comido hasta ahora. Me ha impactado tanto que sigo pidiendo mollejas de corazón en otros asadores de Buenos Aires y no hay forma de encontrar el menor parecido con el modelo.

Pablo Rivero guarda otra sorpresa. Le dicen “superbife los olvidados” y es otra pieza que hace la diferencia. Es un bife ancho de tamaño algo mayor al habitual, aunque muestra formas y hechuras que indican un origen diferente. El sabor es mucho más profundo, intenso y envolvente. Me recuerda a las vacas cuatreñas criadas en libertad que he comido en España. Viene de animales que han quedado aislados, a veces durante dos o tres años, por las inundaciones que cada vez con más frecuencia sufre la zona oeste de la pampa húmeda. Cuando baja el agua y los pueden sacar, van al matadero como producto marginal. Don Julio los compra y trabaja el bife ancho para la parrilla, dándole hasta un mes y medio de maduración, más larga de lo habitual pero necesaria para dejar la fibra a punto. El lomo de un “olvidado” viene a pesar casi el doble que el de una res convencional. El resto del animal sigue el mismo proceso de aprovechamiento integral que se aplica en esta casa, y se dedica a la producción de alguno de los embutidos —salames y chorizos— que sirven en el restaurante.

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