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El filósofo jardinero que protege plantas en peligro de extinción

Ana Nance
Amelia Castilla

Umberto Pasti ha construido un vergel en Rohuna, una aldea del norte de Marruecos, con las plantas que el progreso acelerado amenazaba con extinguir. Ahora, una vez cumplido su sueño, busca una fundación a la que dejar su legado para disfrute de los habitantes de la zona.

SOLO AL DESPERTAR tuvo conciencia de encontrarse en el lugar soñado. Umberto Pasti (Milán, 1957) llegó hasta Rohuna, una localidad de unos 500 habitantes al norte de Marruecos, a lomos de un burro en 1998. Antes de tumbarse bajo la sombra de una higuera a descansar del viaje y del calor polvoriento, contempló el horizonte: la raya azul del Atlántico contrastaba a lo lejos con la típica vegetación mediterránea. Del suelo pedregoso emergían amapolas y chumberas. Entonces desconocía que los espíritus locales poseían a los hombres que duermen bajo los árboles. Tras el sueño reparador, comprendió que había encontrado el trozo de tierra que buscaba para instalar su jardín de especies en peligro de extinción.

Pasti ha necesitado casi 20 años para transformar el pedregal en un vergel donde florecen, entre otras hierbas, 17 tipos de iris, 12 variedades de narcisos y 5 tipos de gladiolos. No ha sido un trabajo sencillo, pero desde el primer momento contó para la puesta en marcha del proyecto con la ayuda de los campesinos de la zona, gente que come su propio pan y vive de lo que produce la tierra que cultivan. Comprar el terreno, unas cinco hectáreas divididas entre un montón de pequeños ­propietarios, “fue una pesadilla”. Mientras se resolvía la burocracia, comenzó con la construcción de una cabaña, a base de piedras, barro y materiales de la zona, en la que poder vivir cuando viajaba hasta Rohuna. “Lo accidentado del lugar dificultó mucho la tarea, pero creo que los campesinos me aceptaron por curiosidad. Entonces no había ni agua ni electricidad y de noche la gente se reunía a contar historias”. Con ellos aprendió sus primeras palabras en árabe.

Filósofo, crítico de arte, anticuario y paisajista, Umberto Pasti vive a caballo entre Tánger y Milán. En la imagen, fotografiado en el jardín de Rohuna (Marruecos).
Filósofo, crítico de arte, anticuario y paisajista, Umberto Pasti vive a caballo entre Tánger y Milán. En la imagen, fotografiado en el jardín de Rohuna (Marruecos).Ana Nance

Para este italiano, licenciado en Filosofía y alma de jardinero, las plantas forman parte de la cultura y, si mueren, desaparece una forma de entender el mundo. “El cambio en el país comenzó con la muerte del viejo rey. Recuerdo que su hijo hizo un discurso por televisión en el que anunciaba que sus súbditos, por nacimiento o elección, estábamos de suerte: se habían destinado grandes inversiones en el norte de Marruecos. La costa desde Tánger hasta Larache sería como la Costa del Sol. Quizás hubiera sido el momento de largarse, pero acababa de descubrir Rohuna y quería salvar todas las plantas que pudiera”, recuerda. La urbanización del litoral avanzaba a marchas forzadas, pero sus elegantes infraestructuras turísticas amenazaban gravemente la flora autóctona de la zona. Clivias, retama, dientes de león, orquídeas e iris, naturales del entorno, morían arrasadas por las excavadoras sin que nadie fuera consciente de su exterminio. Como remate, al concluir las obras, “la vegetación original se suele sustituir por especies exóticas que muchas veces mueren en el proceso”.

Para ser un buen jardinero hay que ser un poco 'pulgarcito' y perderse en los bosques

Pasti sostiene que para ser jardinero hay que ser un poco pulgarcito y perderse en los bosques. A él, los habitantes del norte de Marruecos lo han visto escalar riscos con la ayuda de halconeros o adentrarse en bosques y cementerios en busca de un tipo de narciso que solo crece en el sureste de Tánger y en Gibraltar. Campesinos y pastores lo conocen en la zona como “el cristiano de las flores”. Por eso lo reclaman con urgencia cuando desembarcan las palas y empiezan a remover la tierra dejando las raíces y bulbos al descubierto. Con su ayuda ha crecido su peculiar vergel. Ahora, dos décadas después de aquella reparadora siesta bajo la higuera, puede presumir de poseer un paraíso único de unas 1.200 especies, de las cuales 15 han desaparecido y cerca de un centenar están amenazadas. “Se trata en todos los casos de plantas salvajes que crecen en los campos y al borde de las carreteras. Ni una sola especie procede de un vivero”, añade Pasti, mientras observa su obra, en una tarde infernal de viento y lluvia que dobla las plantas y amenaza con arrasarlo todo. Cuando la tormenta amaine, retomarán la descarga de abono y replantarán la orquídea salvaje que han rescatado al borde de la carretera. Con Pasti colaboran cinco jóvenes del pueblo, a los que ha instruido en el cuidado de las plantas, y un matrimonio que vigila y mantiene la vivienda, en la que amontona, como si de un museo se tratara, antigüedades que compra en los mercadillos u objetos que encuentra en la playa, arrojados por el mar, como el esqueleto de ballena que adorna la pared o la dentadura postiza que guarda en la vitrina. Es en este rincón donde se refugia a escribir. La literatura, dice, es su gran vocación. Su último libro, La felicidad del sapo, ilustrado por Pierre Le-Tan y editado por Elba, recoge nueve cuentos en los que recrea sus aventuras personales en Marruecos o historias de infancia, como la del niño de 14 años que compra una culebra en una tienda de animales y decide vivir con ella como dos amantes clandestinos.

El camino de acceso al jardín de Rohuna sigue siendo pedregoso y de acceso complicado, especialmente en los días de lluvia.
El camino de acceso al jardín de Rohuna sigue siendo pedregoso y de acceso complicado, especialmente en los días de lluvia.

Pasti se ha convertido en un personaje popular en todo el país, pero especialmente en la zona que bordea la costa atlántica. Como muchos europeos, quedó fascinado con el Tánger de los años ochenta, una ciudad fronteriza donde se mezclaba el cosmopolitismo con el exotismo. Llegó en un viejo utilitario, acompañado de su pareja, el diseñador Stephan Janson, y decidieron quedarse, viviendo entre Milán y el norte de África. Entonces se ganaba la vida como traductor, crítico de arte y vendedor de antigüedades. Un par de buenas transacciones le permitieron ahorrar un poco de dinero y comprar el terreno en el que a lo largo de los años ha edificado, piedra a piedra, una elegante mansión y, ¡cómo no!, un jardín autóctono de gran belleza. Su presencia no ha pasado inadvertida en un país de contrastes. Vecino de Pierre Bergé e Yves Saint Laurent, conoció a Paul Bowles, Truman Capote y Goytisolo y, como ellos, dejó la huella de la ciudad en sus libros. Para el Gobierno de turno, Pasti pasa por ser uno de esos personajes molestos que siempre defienden causas perdidas, como cuando hizo público en la prensa extranjera el esquilme de arena de las playas atlánticas para construir edificios nuevos. Se le acusó incluso de pederastia, cargos que logró rebatir en los juzgados. “Marruecos es un país fatalista, mata los nuevos proyectos porque posee una cultura de resignación. Aquí no existe la idea del hombre que construye su destino”, dice.

Ana Nance

Desde la Antigua Grecia hasta nuestros días, poseer un jardín siempre ha sido un signo de estatus. Pasti vive de diseñarlos para las casas de gente adinerada y de decorar escenarios para fiestas u óperas. Sus principales clientes proceden de Marruecos, España e Italia. “Pocos lugares proyectados por el hombre transmiten semejante idea de tranquilidad y esplendor”, añade. “No poseo alma de paisajista ni me dejo llevar por la modas, cada espacio supone un universo distinto. Creo que la belleza del jardín debe vincularse a su funcionalidad. Normalmente, apenas realizo dibujos, me gusta llegar y ocupar el lugar de trabajo y decidir entonces cómo organizarlo. Encinas, tilos o plátanos son árboles que ya no interesan a nadie, la última moda son las plantas orientales, pero, claro, no crecen igual en todas las tierras y climas. Replantarlas fuera de su ámbito natural no suele funcionar. Es una locura”, cuenta con un nuevo cigarrillo entre los dedos. En otro de sus libros, Jardines, los verdaderos y los otros (Elba), se despacha a gusto contra las nuevas hornadas de jardineros y sus obras: desde el jardín del coleccionista más propio de los neuróticos hasta el de los millonarios de obligado cumplimiento o la enfermedad imparable de las rotondas.

En el jardín crecen unas 1.200 especies, de las cuales 15 han desaparecido y un centenar están amenazadas

Pese a su pluriempleo, se las ve y se las desea para mantener económicamente un jardín como el de Rohuna. A sus 61 años, proyecta una jubilación tranquila que le permita seguir escribiendo. Ahora su principal inquietud pasa por encontrar una fundación que mantenga su legado y transforme este espacio de plantas salvajes en una zona pública y gratuita donde los marroquíes descubran especies olvidadas. En estos días negocia con una institución inglesa —“los que mejor se han ocupado históricamente de los jardines”— su cesión. 

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