_
_
_
_
_
Tribuna
Artículos estrictamente de opinión que responden al estilo propio del autor. Estos textos de opinión han de basarse en datos verificados y ser respetuosos con las personas aunque se critiquen sus actos. Todas las tribunas de opinión de personas ajenas a la Redacción de EL PAÍS llevarán, tras la última línea, un pie de autor —por conocido que éste sea— donde se indique el cargo, título, militancia política (en su caso) u ocupación principal, o la que esté o estuvo relacionada con el tema abordado

Una década de matrimonio tóxico

La alianza entre el Tea Party y el Partido Republicano ha supuesto el entierro de una histórica formación política institucional y respetable y su inclusión en una ola de extremismo que azota el mundo

Raquel Marín

El 2 de septiembre del 2018 fue el funeral de John McCain. Exactamente una década y un día después de que fuera investido candidato para la presidencia por el Partido Republicano. A su funeral acudieron tres de los cinco expresidentes estadounidenses aún vivos. Barack Obama adquirió un papel protagonista con un discurso elegiaco en el que reivindicó a su exrival como un gran estadista. Todas las figuras prominentes de la clase política norteamericana se encontraban reunidas para la ocasión, salvo por dos notables excepciones: el actual presidente, Donald Trump, de su propio partido, con quien McCain mantuvo una fiera rivalidad en calidad de guardián de las esencias institucionales republicanas, y Sarah Palin, quien fuera su compañera de ticket como candidata a la vicepresidencia. El tono solemne del encuentro parecía indicar que se estaba enterrando algo más que a un hombre, se estaba dando sepultura a un símbolo.

De qué símbolo se trate es cuestión de perspectiva. Desde mi punto de vista lo que se estaba enterrando ese día era a la última presencia viva de un mito, el de un Partido Republicano institucional y respetable. Pero ese partido mítico no murió con McCain. Los neoconservadores que gobernaron antes que él fuera candidato lo habían dinamitado parcialmente con sus aventuras imperiales por Oriente Próximo y mediante recortes a las libertades en nombre de “la lucha contra el terrorismo”.

En 2018, la extrema derecha es un problema global, y esta verdad incómoda no puede enterrarse
Cuando un tema da mucho que hablar, lee todo lo que haya que decir.
Suscríbete aquí

La implosión del neoconservadurismo al final de la era Bush dio una oportunidad a McCain para ser presidente. Pero su candidatura no terminaba de despegar, y como gesto hacia las bases republicanas más fundamentalistas contribuyó también a que su partido saltara un poco por los aires al escoger como compañera de campaña a Sarah Palin. El Tea Party aún no existía, pero tuvo su concepción durante la campaña presidencial de 2008. El movimiento surgió dinamizado por la candidatura del congresista libertario Ron Paul, que defendía un programa de radical austeridad fiscal, y terminó de eclosionar con los discursos incendiarios de Palin, cuyo protagonismo durante la campaña eclipsó a la del propio McCain, hasta el punto de parecer que ella era la rival de Obama.

McCain perdió las elecciones y para muchos de los votantes republicanos la imagen que su partido había creado de Obama como un “presidente negro socialista” explotó muchos de los miedos más arraigados en la América profunda, cuyos habitantes vivieron la victoria de Obama en términos muy similares a como han vivido los estadounidenses de las costas la victoria de Trump.

De esta manera el Tea Party echó a andar a partir de febrero del 2009, experimentando su momento álgido el 12 de septiembre de ese mismo año con una marcha sobre Washington para protestar contra la política económica del presidente. El Tea Party se mostró muy exitoso a la hora de condicionar qué candidatos republicanos salían ganadores durante las primarias de la era Obama, lo que llevó al partido a ser muy dócil con ellos. En último término, esta alianza entre el movimiento y el partido acabó pasándole factura a ambos. Los miembros del Tea Party escogían a los republicanos más radicales para que defendieran en Washington una agenda de estricta austeridad fiscal y de defensa de los valores familiares. A los políticos que se mantuvieron fieles al mandato les fue muy difícil negociar inversiones para sus distritos y muchos perdieron sus escaños por no conseguir resultados tangibles. Aquellos que negociaron con el resto de representantes fueron tachados de traidores.

El momento álgido llegó en 2013, cuando la Cámara bloqueó los presupuestos de la Administración de Obama

El momento álgido de este matrimonio tóxico entre el Partido Republicano y el Tea Party llegó en 2013. John Boehner, el anterior líder de la Cámara de Representantes, a pesar de no ser un candidato del Tea Party, acabó cediendo a las presiones de sus compañeros, y en 2013 la Cámara de Representantes bloqueó los presupuestos de la Administración de Obama, lo que obligó durante dos semanas a un cierre de muchos servicios públicos y oficinas gubernamentales por la incapacidad de la Administración de pagar a sus funcionarios. La medida generó una enorme crisis en el país que obligó a los republicanos a ceder, terminando de destruir la credibilidad gubernamental del partido y desmoralizando al Tea Party por su incapacidad de llevar su programa y presiones a término.

El Tea Party terminó por desvanecerse en las elecciones presidenciales de 2016. El movimiento murió de éxito cuando paradójicamente enfrentaba sus limitaciones de influir en la política institucional por medio de sus candidatos republicanos. En esas elecciones, el Tea Party no contaba con un candidato de consenso. Los evangélicos apoyaron a Ted Cruz, y Ron Paul no se presentó por primera vez en décadas, lo que provocó que los libertarios abandonaran en masa a los republicanos. Pero fue Trump quien capitalizó lo que quedaba del movimiento y no porque representase las ideas de libertarios o evangélicos, sino porque representaba todo lo que les unía. Con Trump el Tea Party dejo de ser un movimiento social para convertirse en una base electoral incondicional y acrítica. Junto a la Alt Right y al voto obrero desencantado con los demócratas ha pasado a ser uno de los tres pilares de su victoria.

Lo más llamativo del Tea Party una década después de su surgimiento es que muestra que la crisis económica no ha pasado en balde. Si a inicios de la era Obama la derecha radical americana se movilizaba por la reducción de impuestos, la defensa de los valores familiares y por una visión extrema del individualismo y del libre mercado, en la era Trump estas reivindicaciones se han visto acompañadas e incluso eclipsadas por un nacionalismo económico y proteccionista. Si bien el musulmán sigue estando en el punto de mira, la prioridad ahora se desplaza hacia el inmigrante latino, y el miedo de buena parte de los americanos ya no se centra en un hipotético presidente socialista, sino en los estragos de la globalización. Esto muestra que la gestión de la crisis y el hacer recaer el precio de la recuperación sobre las clases populares ha trasformado las reivindicaciones y el alcance de la derecha radical.

En la actualidad impera un discurso que intenta dibujar dos campos políticos enfrentados y sin relación entre sí. Por una parte, las fuerzas políticas tradicionales, defensoras del orden social, la apertura y la globalización. Por otra parte, las fuerzas populistas, sean de izquierdas o de derechas, que desean cerrar los Estados sobre sí mismos entorpeciendo el progreso y alentando la intolerancia. El problema de este tipo de explicaciones dicotómicas es que solo pueden sostenerse ignorando que muchos políticos institucionales han cimentado su carrera alentando un discurso político que en la actualidad enarbolan de manera aún más radicalizada la nueva extrema derecha europea y estadounidense.

Lo que el funeral de McCain no puede esconder es que fue en su decisión de visibilizar a Sarah Palin que el Tea Party encontrara su posibilidad histórica. Esto no convierte a McCain en el responsable de Trump, pero decisiones como la suya han conducido a esta nueva ola de extrema derecha a ambos lados del Atlántico. En 2008 el Tea Party era un problema americano que desde Europa observábamos con incredulidad. En 2018 la extrema derecha es un problema global, y esta verdad incómoda no puede enterrarse.

Marcos Reguera es investigador de la Universidad del País Vasco.

Regístrate gratis para seguir leyendo

Si tienes cuenta en EL PAÍS, puedes utilizarla para identificarte
_

Archivado En

Recomendaciones EL PAÍS
Recomendaciones EL PAÍS
Recomendaciones EL PAÍS
_
_