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Tuberculosos, los aislados del siglo XXI

El pediatra Iñaki Alegría cuenta la historia de Hamzia, una joven con tuberculosis multiresistente cuya historia ejemplifica la importancia de curar sin estigmatizar a los pacientes

Un paciente recibe la visita de su esposa en el pabellón de tuberculosis del hospital rural de Gambo, en Etiopía, en diciembre de 2014.
Un paciente recibe la visita de su esposa en el pabellón de tuberculosis del hospital rural de Gambo, en Etiopía, en diciembre de 2014.L. H.
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“Si no es por vosotros me muero, pero muero en vida si me ingresáis en esta cárcel”, me dijo Hamzia mirándome a los ojos después de ser diagnosticada de tuberculosis multirresistente y tras visitar el centro de aislamiento. Os quiero contar la historia de esta mujer etíope, el sufrimiento personal que se esconde detrás de una joven enferma y que pone de manifiesto la necesidad de curar sin estigmatizar.

“Sin previa anestesia ni unas palabras de calma, sin pensárselo dos veces, el médico coge la jeringa con la aguja y me la clava en el cuello pinchando el bulto. Grito de dolor y contengo la respiración. El médico aspira y la mueve de arriba abajo, un poco para adentro y un poco para afuera, me duele mucho. Sigue la aguja clavada en mi cuello y, para mi desconsuelo, me dice que no es suficiente muestra y que necesita más, que hay que repetir el mismo procedimiento, el mismo sufrimiento". Así es cómo Hamzia describe el inicio de su pesadilla, cuando fue diagnosticada. 

Tras repetirle el procedimiento, se envió la muestra para que fuese analizada con GenXpert, una máquina que permite confirmar la enfermedad y, además, detectar si presenta resistencias. En ese caso es cuando hablamos de tuberculosis multirresistente o MDR-TB en sus siglas inglesas (Multi Drug Resistant Tuberculosis). Pronto nos informó del resultado: “Positivo, tiene tuberculosis multirresistente MDR-TB.”

Aunque tiene cura, la tuberculosis es la enfermedad infecciosa más mortal del mundo, con alrededor de 1,5 millones de muertes al año. Y esta variedad en concreto es especialmente virulenta y cruel con los pacientes. Pero a pesar de la mala noticia, Hamzia salta de alegría: tras más de dos años de fiebre intermitente, dolor, mal estado general y tratamientos infructuosos, al fin sabe lo que le pasa, puede ponerle un nombre al dolor y tiene la esperanza de recuperarse. “Si no es por vosotros me muero”, me confiesa con alborozo. “Ahora empezaré el tratamiento y me podré curar". Pero nadie la había hablado del aislamiento. Hasta que llega al centro y le cambia la cara.

A las afueras de la ciudad de Adama (capital de la Oromía), alejado, protegido y aislado del resto de la población se encuentra el centro de aislamiento público de MDR-TB. El guarda nos abre una gran valla que sirve como portón de acceso. Al entrar nos encontramos a varias personas, todas con unas grandes mascarillas blancas que les tapan la boca y nariz.

"No hay ningún médico, ni ningún enfermero, ni ningún personal sanitario. Estamos solo nosotros, los enfermos. Nos tienen aquí porque todos tienen miedo a contagiarse y no nos dejan salir, y tampoco casi nadie puede entrar aquí", nos explica uno de los internos a nuestra llegada.

Esta es la realidad. Se supone que este lugar ha sido creado para tratar a las personas con tuberculosis, pero verdaderamente es una cárcel para tenerlas aisladas del resto de la población y evitar que contagien. Allí se encuentran solas y marginadas, la gran parte del tiempo sin personal sanitario y con tan solo un médico que realiza cada día, o no, una breve visita.

Visitamos el centro. Después de la recepción, me encuentro con un pasillo largo, oscuro, sucio y con puertas a ambos lados. Empiezo a caminar por él, abro una de las puertas, me encuentro una pequeña sala desaseada y lóbrega con una cama deshecha al fondo. Es un dormitorio mugriento, triste, fúnebre, tétrico… La habitación del olvido, el centro del horror.

En pleno siglo XXI, seguimos aislando y abandonando a los enfermos en sanatorios inmundos

Sigo por el corredor. Entro en otra estancia. Lo mismo. Otra sala sin luz, con aspecto de abandono y con otra cama.  Y así una habitación tras otra. Esto es la casa del infierno, de los desahuciados, los nuevos leprosos del siglo XXI.

Después de esperar varias horas, al fin llega un enfermero. Lo primero que me dice es que Hamzia tiene que permanecer ingresada en este centro una semana como mínimo. No me lo puedo creer.

Tras dar una vuelta por las instalaciones, no hay duda de que no podemos permitir que pase ni una sola noche en este horror. Seguro que se deprime. Esto es el infierno del olvido, hasta la música es fúnebre, pero el enfermero insiste en que así es el protocolo.

En pleno siglo XXI, seguimos aislando y abandonando a los enfermos en sanatorios inmundos con unas condiciones en las que a ninguno de nosotros nos gustaría estar. Ha llegado el momento de desmontar las grandes estadísticas mundiales con pequeños ejemplos concretos, con nombres propios. Como el de Hamzia. "Dicen que es el paraíso, para mí es más bien el infierno", opina la joven.

Dicen que es el paraíso porque es un lugar en el que te dan tratamiento para la MDR-TB. Para mí es más bien el infierno porque este lugar es en realidad una cárcel en la que no puedes salir, en la que estás privado de libertad y vives en unas condiciones infrahumanas, en una habitación compartida, con una cama vieja, sin intimidad, sin recibir más visitas que la del médico y el enfermero, sin más relación que la de los otros enfermos. Así son los sanatorios del siglo XXI, las cárceles en vida. Así son desterrados hoy los enfermos, cuyo único delito ha sido contagiarse de tuberculosis.

"Bastante tengo con mi enfermedad, mi dolor, mi malestar... Y ahora tengo que ser marginada por esta sociedad y aislada en esta cárcel aprobada por el mundo, no quiero”, reclama Hamzia.

Es muy importante que la medicación para la enfermedad se tome cada día sin excepción para garantizar que no aparecen resistencias. Para ello, las primeras semanas se realiza el tratamiento directamente observado, que consiste en que el paciente se tome la medicación delante de un personal sanitario como testigo. En concreto debe consumir cinco medicamentos distintos con sus correspondientes efectos secundarios. De aquí viene la razón de crear estos centros: garantizar la correcta toma de la medicación y detectar la aparición de efectos secundarios. Pero, tras visitarlo y ver la cara de terror de Hamzia, que me rogaba que no permitiera que la ingresaran ni una sola noche allí, me comprometí a seguir personalmente su caso desde nuestro centro de salud, a cerciorarme de que se tomaba la medicación y a traerla a Adama para que se le realizasen todos los controles que fuesen necesarios.

Ahora, meses después, Hamzia se encuentra mejor, está tomándose de manera correcta las pastillas y no ha desarrollado ningún efecto secundario.  Con esto quiero decir que hay que tener en cuenta también el estigma social que estos centros crean y que, si bien es cierto que es un problema de salud pública importante y hay que evitar el contagio, esto no puede ser a costa de crear un estigma social y convertir la tuberculosis en la lepra del siglo XXI.

Creo que el fin no justifica los medios, no lo puede justificar. Tener que aislar a los pacientes para que no contagien a otras personas no significa encarcelarlos en condiciones infrahumanas sin dejarlos salir. Una cosa es aislar la tuberculosis, y otra muy distinta es estigmatizar a quienes la padecen. Quizá sea momento de retomar los orígenes y centrarnos en cuidar y acompañar. Curar sin estigmatizar.

Iñaki Alegría Coll es pediatra, director médico del Hospital General Rural de Gambo, Etiopía y fundador de la ONG Alegría Sin Fronteras.

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