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La memoria del Sabor
Columna
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Una cococha de 300 gramos

Pudo ser mucho mayor si el ejemplar de paiche, de 70 kilos de peso, hubiera alcanzado los 200, como era normal hasta hace bien poco en los ríos de la cuenca amazónica

La cococha que tengo delante pesa 300 gramos. Acaban de separarla de la cabeza de un paiche de 70 kilos y cubre la mano y la muñeca de Gustavo Montestruque, jefe de cocina de La Mar, donde hoy afrontan el despiece del primer paiche que les llega. Me han dejado participar y estoy como un niño con zapatos nuevos. Nunca había visto una cococha tan grande, veinte veces mayor que las del bacalao o la merluza, tan populares en España. La cococha es una pieza en forma de punta de flecha, localizada en el vértice de la cabeza, por debajo de la mandíbula, resulta gelatinosa, delicada y suave. Es un corte único; una por animal. La de una merluza de dos kilos apenas da para un pincho, pero la de este paiche es de ración. Pudo ser mucho mayor si el ejemplar hubiera alcanzado los 200 kilos de peso, como era normal hasta hace bien poco en los ríos de la cuenca amazónica.

Hace tiempo que la carne del aripaima gigas (paiche en Perú, pirarucú en Brasil) desapareció de los restaurantes limeños de referencia. Llegó hace diez años para desvanecerse dos o tres años después. Solo servían los lomos, tratados para eliminar la grasa y la sangre antes de congelarlos, y provocaban más curiosidad que interés culinario. Las cosas han cambiado. Este ejemplar y un compañero de viaje llegaron ayer frescos a La Mar desde las cochas de Bretaña, en la Reserva Nacional de Pacaya Samiria. Es el resultado del trabajo del cocinero limeño Pedro Miguel Schiaffino con los pescadores de la zona para obtener valor añadido, trasladándolos en apenas dos días hasta Lima.

El paiche es una especie sobreexplotada y por lo tanto protegida. El cupo de los pescadores de Bretaña es de 350 paiches que solo puede capturarse entre julio y agosto. El destino tradicional de la carne es el mercado de Iquitos y se limita a los lomos, salados y enrollados en pacas. La ceremonia que he presenciado propone la puesta en valor de todo el animal, pieza por pieza. Nunca había visto nada así desde la primera vez que asistí al ronqueo de un atún rojo, y eso fue cuando este fenómeno del mar se mostraba a lo grande, con ejemplares de 300 y hasta 400 kilos por pieza. El tamaño condiciona, pero me vuelven a la memoria algunos de aquellos cortes: morro, morrillo, descargamento, parpatana, galete... En el paiche tienen nombres nuevos y la morfología del animal propone piezas diferentes.

Me quedo fascinado con la cabeza del paiche. Veo trabajar al equipo de Gustavo y no dejan de aparecer cortes. Después de la cococha cae el labio inferior, los cachetes traseros, la lengua y las agallas, enormes, carnosas y prometedoras. Luego retiran el pecho (ventresca o ijada, según los mercados), graso y de unos dos dedos de grosor, cortan la cola, que pesa casi quince kilos, y la separan en tranchas de poco más de un kilo, como chuletones de vaca. Sigue el costillar, que dividen en chuletillas de unos 200 gramos, como las de cabrito pero a lo grande, y finalmente los lomos, que acaban siendo lo menos interesante. Faltan los interiores. El hígado, demasiado oscuro, anuncia un sabor extremo, pero llaman la atención el estómago -parece panceta- y los intestinos, gruesos y carnosos.

Los cortes van pasando uno a uno por la parrilla de La Mar y disfruto las chuletas del costillar, la ventresca, suave y grasa, y la descomunal tranca que han cortado de la cola. Increíble. Las tripas, troceadas y condimentadas como si fueran anticuchos, son la primera gran sorpresa; me comería una fuente. El estómago tiene la textura del de la vaca y dará un buen mondongo. Solo es el principio de un festival que culmina en la cabeza del animal. Llega el labio, carnoso y untuoso, como el hocico de la ternera, y tras él la lengua y la cococha, cubierta con una consistente película gelatinosa. Solo falta el armazón de la cabeza, asado entero, proporcionando el milagro de los cachetes, protegidos por dos placas óseas que convierten la pieza en una especie de cofre del tesoro. Levantas las tapas con las manos y queda al descubierto el mejor plato del día.

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