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La memoria del sabor
Tribuna
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Crear es no copiar

Las fórmulas vuelan y se difunden a tal velocidad que algunos restaurantes imponen contratos de confidencialidad a practicantes y empleados

La creación es un acto transgresor. Implica la ruptura con lo cotidiano, que siempre es lo que nos resulta más familiar y conforma la costumbre, y a veces abre la puerta a nuevos trayectos que con el tiempo acabarán siendo cotidianos. Incluso podrán ser parte de eso que llamamos tradiciones y pocos saben definir con exactitud. ¿Cuánto tiempo, generaciones o repeticiones hacen falta para construir una tradición? Me lo preguntó una vez Andoni Luis Adúriz, dejando en evidencia mi ignorancia sobre el significado de una de las dos palabras más repetidas del vocabulario culinario; la otra es crear. No es fácil definir la naturaleza de lo tradicional en un marco tan dinámico y cambiante como el nuestro. La cocina está lejos de ser una disciplina estática y tampoco se rige por leyes inmutables. Los platos nacen a partir de un genial destello creativo, se desarrollan, acaban decayendo, y en ningún momento del trayecto son iguales.

Me fascina la capacidad de la cocina para adaptarse al tiempo que le toca vivir y asegurarse la supervivencia. Apenas hay relación entre dos cebiches preparados con veinte años de diferencia: ni en los pescados usados, ni en la proporción de los ingredientes, ni en el tipo de corte aplicado, ni mucho menos en el tiempo de maceración. Todos son cebiches, pero ninguno se parece al otro. Todos son tradicionales y nacen del mismo acto creativo, concretado el día que una cocinera popular decidió macerar un pescado en jugo de limón y condimentarlo. Los demás cebiches son hijos de aquel, incluidos los que han descartado de su fórmula el limón y el propio pescado o los mariscos, pero ninguno es igual al otro. El sustento de la tradición está más en el concepto que en la propia fórmula.

No crea quien añade un ingrediente más al cebiche sino el que transforma su naturaleza. El primero que aplicó la fórmula a un producto vegetal −los cebiches de mango, espárragos o champiñones son ya piezas tradicionales... nacidas anteayer−, el cocinero que eliminó la curación en limón para servirlo al momento, o el que decidió aplicar calor a una fórmula que hasta entonces se había cocinado en frío. Más allá de eso solo hay adaptaciones. Confundimos creación con evolución.

Crear es no copiar. Lo sentenció Jacques Maximin en pleno festival culinario de los 90, cuando las cocinas hervían ideas, sueños y ese tipo de locura que unas veces lleva a la genialidad y otras al disparate. Ferran Adrià se encargó de lanzar la máxima al mundo respetando la autoría: Maximin dixit. Crear es innovar, imaginar y concretar lo que nunca nadie hizo antes, y además llevarlo al comedor del restaurante. Sin ese gesto definitivo la creación no pasa de farol. La máxima llega con otras implícitas bajo el brazo. La primera, crear no es versionar. No crea el primero que le pone chorizo, langostinos o pimientos a la tortilla de patatas; ya estaba creada y acostumbrada desde el primer día a recibir elementos ajenos a esa dicotomía básica, huevo y patata, que alimenta la leyenda. El gesto más transgresor que haya vivido nunca fue el cambio de texturas que propuso la deconstrucción ideada por Marc Single para El Bulli.

 El hecho creativo se consolida hoy como un acto tan publico y abierto como lo son las grandes cocinas de nuestro tiempo. La volatilidad de plantillas que cambian casi al completo en cada temporada, asociada al fenómeno de los practicantes, la normalización de los intercambios entre cocinas y cocineros, unidas a la imperiosa necesidad de airear sus logros que impulsa el ego del cocinero, convierten las cocinas en un patio de vecinas. Todo se airea, se detalla y se comenta. Las fórmulas vuelan y se difunden a tal velocidad que algunos restaurantes imponen contratos de confidencialidad a practicantes y empleados. Se trata de no encontrar tu última creación en otro restaurante antes de que salga al comedor del tuyo. Pasado ese periodo de gracia, las fórmulas son tan libres como las cocinas. No hay códigos de exclusividad ni lugar para las patentes pretendidas por quienes reclaman la regulación del trabajo culinario. Es un discurso recurrente que reaparece cada vez que la banalidad y la rutina se adueñan de las cocinas.

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