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Elogio de la amabilidad (o en qué momento perdimos la cortesía)

La individualización de la vida social reduce los espacios compartidos, pero la crisis nos ha demostrado que el sentimiento colectivo y la afectividad permanecen

Cuando uno visita el Palacio Real de Madrid puede dejarse sorprender con el contenido de sus salones (el edificio tiene más de 3.400 habitaciones), pero es inevitable acabar reparando en una particularidad: la ausencia casi absoluta de pasillos. Las estancias se conectan unas con otras, de modo que la manera más habitual de ir de una habitación a otra cinco estancias más alejada es atravesando todas y cada una de las cámaras interpuestas entre ambas.

El Palacio Real es una construcción del siglo XVIII, una época en la que la intimidad, que hoy es todo un derecho, no era ni siquiera un valor. Por eso no existen los pasillos: porque las habitaciones no eran tanto espacios privados como estancias de tránsito donde socializar y ser amable. Y con la corte como modelo de comportamiento, los hábitos de la corte —la cortesía— no eran tanto un trámite como una forma de hacer.

En el mundo actual —donde la conciencia individual es dominante— la cortesía, entendida como la amabilidad en las formas entre personas, se ha perdido. Encontrarse con un "buenos días", con un "que pase una buena tarde" o con un saludo casual pero cortés entre desconocidos es una rareza, particularmente en las ciudades ¿Hemos perdido la capacidad de ser amables unos con otros? ¿Vivimos, de alguna manera, enfrentados a los demás?

Los individuos se distancian de las instituciones

"Es evidente que en la sociedad hay una búsqueda de espacios individuales", explica el profesor de Sociología de la Universidad Complutense de Madrid, José Antonio Santiago. "No solo de espacios sino de tiempos. Cada vez se reivindican más los momentos de intimidad, bien para estar con uno mismo o simplemente para no hacer nada".

La sensación del tiempo propio como un valor conlleva incluso que el rato de ocio, generalmente empleado para la vida social, derive en una especie de cadena de montaje: una tarde de distensión es una tarde de planes consecutivos y cerrados, dibujados en una agenda. "Las personas quieren rentabilizar su tiempo, lo que provoca una sensación de estrés", sostiene Santiago. Es así: a veces, relacionarse con otras personas se convierte en una actividad para la que no tenemos tiempo.

Santiago añade que "hemos pasado de ser sociedades donde las instituciones ejercían un poder muy fuerte sobre los individuos a sociedades donde los individuos marcan distancias y pueden elegir y tomar decisiones que antes les venían dadas por las instituciones". Un ejemplo está en el cambio del modelo familiar: se ha pasado de la familia nuclear normativa y de la presión que ejercía ("a ver cuándo te casas", "¿para cuándo los hijos?") a un modelo que acepta lo que antes estaba estigmatizado, como puede ser el de las parejas que no se casan, las madres solteras, las parejas del mismo sexo o, incluso, la soltería elegida.

El Estado del Bienestar y el "atrévete"

No obstante, el profesor de la UCM opina que hoy en día no existe una sociedad más egoísta, sino que es la propia sociedad la que fomenta la individualidad. "Hay un cambio de relación entre la sociedad y el individuo. Porque es el propio entorno el que impone a las personas un discurso individual: sé tú mismo, sé responsable, atrévete, busca la realización personal".

A la sociedad individual que habitamos se le suman las contradicciones del beneficio que supone el Estado del Bienestar, al menos antes de la crisis económica. En su libro, Un individualismo placentero y protegido (Deusto, 2010), los profesores Javier Elzo y María Silvestre señalan una paradoja que se manifiesta en la sociedad española: "La protección viene de la mano de una concepción del Estado de bienestar protector y prácticamente omnipresente (…) El individuo se afirma en su principio de libertad individual, pero se protege desde una concepción universalista del papel del Estado social". Esto es, como sociedad individualista anteponemos nuestros deseos a los de los demás, pero sustentamos esa libertad en las obligaciones de un Estado que, en ocasiones, damos por supuesto y del que no nos sentimos obligados a participar.

El trabajo de Elzo y Silvestre señala además que la evolución del grado de satisfacción de la sociedad española entre 1981 y 2008, fundamentado en el Estado del Bienestar, no alimentó la confianza entre las personas: si en 1981 el 61% de la población afirmaba ser prudente a la hora de confiar en la gente, en 2008 esa cifra aumentaba tres puntos, hasta el 64%. ¿Cómo se puede ser amable con alguien en quien no confías?

La vuelta a la afectividad tras la crisis

La crisis económica que detonó en 2008 cambió el sentido del estudio de Elzo y Silvestre, al punto que en 2014, dentro del Informe sobre exclusión y desarrollo social en España de la Fundación Foessa (Fomento de Estudios Sociales y de Sociología Aplicada) redefinía el estado del individualismo placentero y protegido como individualismo no placentero y desprotegido. Este nuevo estudio recoge que el 52% de la población sentía que había descendido de clase social económica durante la crisis.

Ante el fallo del Estado del Bienestar se estableció un discurso de la queja, de la protesta, que de alguna forma renovó la confianza en las personas. La amabilidad, entendida como la afectividad entre iguales, regresó cuando nos sentimos individuos, sí, pero desprotegidos, cuando empatizamos de nuevo con los problemas colectivos. Movimientos como el 15-M, o el posicionamiento del feminismo como valor en las sucesivas manifestaciones del 8 de marzo o ante la sentencia del caso de La Manada muestran que la afectividad, que la amabilidad, permanece. De no existir sería imposible que hubieran surgido lemas como "yo te creo, hermana".

"Vivimos en sociedades de individuos, pero con una fuerte implicación afectiva", subraya José Antonio Santiago, que apostilla: "El problema es cómo canalizarlos en acciones colectivas". Para el profesor de Sociología estamos lejos de ser "una sociedad atomizada", y pone como ejemplo la actitud ante los mayores en situación de dependencia: "Todo lo que tiene que ver con los cuidados todavía es una cuestión que se vive muy de puertas para adentro", en un núcleo de afecto y amabilidad. Es la consecuencia, explica, de que el Estado del Bienestar español se nutra del modelo de familia mediterráneo. Del clan, dicho en lenguaje plano.

Del individualismo a la singularidad

La pérdida de la sociedad cortés, amable en las muchas situaciones sociales de ocio o de obligación compartidas, y la defensa del individualismo no son el punto final de nuestra relación con los demás. El sociólogo francés Danilo Martuccelli defiende la existencia de una sociedad singularista, que sostiene que las singularidades del individuo le distinguen ante la idea de que nuestras vidas están estandarizadas y que con una vida social más compleja es más difícil encontrarnos con iguales. Dicho de otro modo: por estadística, una persona con una afición muy concreta —coleccionar sellos prusianos del XIX, por ejemplo— difícilmente encontrará en su entorno próximo individuos que compartan su afición, pero se aferrará a esa particularidad, a esa singularidad, como factor diferencial del resto.

La de Martuccelli es una idea que comparte Santiago, que pone como ejemplo los objetos de consumo: cada vez son más singulares. "Pensemos en la música: antes, cuando querías escuchar una canción tenías que comprarte el disco, todo el disco. Ahora, creas tu propia lista, canción a canción en Spotify, y la compartes, sin necesidad de comprar el disco". Sucede lo mismo con determinada alimentación. El chocolate ya no es solo chocolate: hay diferentes tipos, tamaños, mezclas y texturas para atender, precisamente, a las demandas singulares.

"La vida social —prosigue el profesor Santiago— lleva consigo este proceso de singularización, que es paralelo al de estandarización. Estamos rodeados de singularidades que dificultan encontrarse con iguales en la misma situación que uno. Contrariamente, para los obreros de fábrica del XIX era fácil encontrarse entre sí: compartían sueldos, trabajo, horarios y procedencia". Y es precisamente en el XIX cuando emergen los movimientos sociales de corte obrero. En el siglo XXI, al reducirse esas tareas colectivas y extenderse las individuales y, posteriormente, las singulares, es más complejo empatizar con situaciones ajenas y ser amables. Y en consecuencia se multiplica la actitud de ver al otro como un ser ajeno: "Es tu problema, no el mío".

La ventana digital

Cualquier mirada a las relaciones asociales actuales tiene que pasar por la ventana digital: internet y las diversas redes sociales. En la sociedad singularista de Martuccelli, es el entorno digital el que permite establecer relaciones entre individuos singulares. En primer lugar, porque dan una voz. No hace mucho, antes de la revolución digital, las voces públicas estaban limitadas a las instituciones: llámense partidos políticos, instituciones, portavoces religiosos o sindicales. Hoy, cada persona con acceso a conexión a internet tiene, si lo desea, una voz pública, y capacidad de encontrar a quien comparte sus intereses. La construcción de nuestro entorno social no es ya por proximidad física o por las circunstancias vitales. La proximidad se produce en una dimensión digital. Nos buscamos más que encontrarnos en canales diferentes de los tradicionales, y con códigos afectivos distintos.

Así que pese a todo seguimos siendo una sociedad amable, aunque de un modo distinto: menos formal en las distancias cortas. Tal vez se ha perdido la costumbre de saludarnos cada mañana, pero la fuerza de los movimientos colectivos demuestra que los lazos afectivos sociales mantienen su vigor. No somos una sociedad amable en el sentido cortés, porque nos hemos construido como una sociedad de la urgencia, de la falta de tiempo, del estrés. Y quizá por eso no nos queda tiempo para darnos los buenos días. O eso creemos.

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