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Tribuna
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La federación es la única salida

Si la política del palo no tiene sentido ante Cataluña, la del avestruz tampoco

Antonio Elorza
El presidente de la Generalitat, Quim Torra.
El presidente de la Generalitat, Quim Torra.Nando Galindo (EFE)

En Porta a porta, el programa político de más audiencia en la RAI, se debatió el día 12 sobre la suerte del Aquarius. El fondo italiano del tema fue cuidadosamente evitado por los portavoces políticos. Solo el del Partido Democrático aludió positivamente al gesto de Sánchez; los demás se entregaban a la crítica de Europa. No reparaban en las muertes que el diktatde Salvini hubiera provocado ni en lo que su extremismo xenófobo, ahora probado, puede suponer para la democracia en Italia.

Algo similar, la desviación de la mirada, está sucediendo con el reto político que representan, de un lado la recuperación del Gobierno catalán por el más duro independentismo, y de otro, las perspectivas y los obstáculos que se alzan ante la nueva política socialista de diálogo (como negociación) y apertura hacia una reforma constitucional. En este último aspecto, despuntan ya los primeros síntomas de wishful thinking, al tomar por moneda contante la táctica del disimulo ahora utilizada por Torra, mientras la recuperación de la senda del 1-O reemprende su marcha bajo la superficie. Alarma por ello la declaración del PSC confiando en que el relanzamiento de la acción diplomática puede limitarse a la promoción de la marca Catalunya. Si el palo no tiene sentido, la política del avestruz tampoco. Los puentes pierden sentido si desde la otra orilla es alzado un muro. El encuentro Sánchez-Torra deberá aclarar las cosas.

Por otra parte, ante la difícil perspectiva de afirmación del proyecto federal, según acaba de concretar lúcidamente el manifiesto de Alternativas, se suceden las cortinas de humo en vez de aportaciones positivas. Pueden verse favorecidas además por una cierta confusión que preside el discurso socialista, al hablar de plurinacionalidad, sin concretar en qué sentido es utilizado el concepto. Si plurinacionalidad implica la existencia de varias naciones ya consolidadas en un Estado, el español, tal y como piensan muchos catalanistas y los nacionalistas vascos, no cabe la federación, sino relaciones bilaterales de soberanía en una confederación destinada al fracaso inmediato, como todas las confederaciones. Otra cosa es si nos atenemos a la realidad histórica, cultural y política, que nos lleva a la antipática expresión “nación de naciones”, reconociendo que los estrangulamientos experimentados por la construcción nacional que sirvió históricamente de eje, propiciaron en España, a diferencia de la también plural Francia desde 1789, la supervivencia y la afirmación de las nacionalidades periféricas, singularmente Catalunya y Euskadi. Vinculadas no obstante al tronco español por el predominio de identidades duales. En tanto que realidad sociopolítica, España no es Yugoslavia ni el Imperio austrohúngaro, y son los ciudadanos catalanes y vascos quienes mantienen este vínculo. A pesar de la presión ideológica de los independentistas, quienes invocando al “pueblo” —catalán o vasco— se presentan como titulares exclusivos y excluyentes de su nación.

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Porque las naciones, sujetos colectivos portadores en la edad contemporánea de una identidad basada en la historia y de una dimensión política, no necesariamente estatal, distan de ser simples mitos o fábulas. Aunque la mitología, lo que Anderson llamó “la invención de la nación” pueda intervenir en su forja y proyección por los nacionalismos. Suplanta entonces eficazmente a la historia, según vemos en la fe independentista fundada sobre las interpretaciones míticas del 1714 catalán o en la sabiniana de los fueros como independencia.

Pero la especificidad derivada de la estructura foral vasca o de la evolución catalana, tanto en el Antiguo Régimen como siendo luego vanguardia industrial de un país atrasado, no son invenciones. Y tampoco lo fue la larga marcha de una identidad española, que tiene un antecedente tan lejano como la alusión a la ruina “Spaniae” de la crónica mozárabe, y que cobra forma en la Edad Moderna. Claro que el de los Reyes Católicos no era el Estado español, pero sí fue la plataforma para un desarrollo histórico, con identidad común expresada por las elites durante el Antiguo Régimen, y culminado en 1812. En ese punto de inflexión de la guerra de Independencia, cuya depreciación como mito, celebrada por los nacionalismos, surge de una ceguera voluntaria. Las causas de su ulterior entrada en crisis hasta el “país moribundo” del 98, primero, y por el franquismo después, son materiales, nada míticas, viniendo a plasmarse en una construcción nacional agónica, ante la cual emergen los nacionalismos periféricos. Y en su estado actual la federación es la única salida.

Antonio Elorza es profesor de Ciencia Política.

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