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En busca del pelo perdido | Una odisea capilar

Cómo se diseña un implante de pelo para no acabar como Berlusconi

Capítulo 4: Con regla y rotulador en mano, y la cabeza rapada, la doctora empieza a hacer dibujos en el cuero cabelludo

“Sí, afirmo que si tu cabello está mal, toda tu vida está mal”. Morrissey

En capítulos anteriores de En busca del pelo perdido — Una odisea capilar hemos tenido confesiones, emociones, ambiciones, extracciones, inyecciones... Todo bien. Pero no dejaban de ser preámbulos, preliminares, prolegómenos, el numerito telonero, meros aperitivos antes del plato principal. Ahora toca, por fin, la razón de ser de esta epopeya, por lo que hemos venido, el tema fundamental, la raíz, el núcleo, lo que importa: el dichoso (de dicha, esperemos) TRASPLANTE CAPILAR, ¡TRIPLE OÉ!

Ha llegado el Día P a la Hora P.

NOTA: El Sujeto 1 y el Sujeto 2 no se van a operar a la vez. Primero lo hará uno, en dos días consecutivos, e, inmediatamente después y durante otras tantas jornadas, el otro. Decidir quién iba primero fue fácil. Además de que el Sujeto 1 es más viejo, resulta que se ofreció voluntario. En cualquier caso, a efectos narrativos sanitarios el Sujeto 1 y el Sujeto 2 son intercambiables, una entidad bicéfala, siameses unidos por la cabeza. Escriben esto a cuatro manos, son los Dominique Lapierre y Larry Collins del periodismo gonzo capilar, tanto montan, montan tanto (menos de lo que quisieran, seguro; no e ntre ellos, ojo). Es por ello que, en los siguientes párrafos, tal vez cambien del plural al singular y viceversa según convenga al relato y también a lo loco.

Lo que nos van a hacer es un injerto capilar mediante técnica FUE (siglas de Extracción de Unidades Foliculares), hoy por hoy el procedimiento más avanzado quirúrgica y estéticamente ya que no deja cicatrices. Además, es un nombre estupendo teniendo en cuenta que gracias a él vamos a recuperar el pelo que se FUE. La técnica consiste en extraer las unidades foliculares (que pueden ser de uno, dos, tres y hasta cuatro pelos) acompañadas de las estructuras perifoliculares (vasos capilares, glándulas sebáceas, músculo erector), que posteriormente se injertan en las zonas despobladas. Cuando el injerto se irriga otra vez en su nuevo emplazamiento el pelo vuelve a crecer con vigor. Asombroso, ¿que no? En el próximo post abundaremos en este tema de manera más detallada, cuando entrevistemos a la doctora Lourdes Linzoain, en cuyas —fabulosas— manos estamos.

Días antes, desde la clínica nos envían un correo electrónico con recomendaciones —que acabaremos leyendo a posteriori por aquello de los puñeteros spoilers— y una lista de los fármacos que tenemos que tomar antes, durante y después de la intervención y que, a priori, impresiona:

OMEPRAZOL / ENANTYUM / NOLOTIL / SPRAY AGUA TERMAL / SPRAY DERMO ACCION / GEL DE ALOE VERA / CEFALEXINA 500 mg / ORFIDAL / ARNICA MONTANA 9CH / STAPHYSAGRIA 9CH / PHOSPHORUS 9CH / SELENIUM 15CH

El Orfidal, suponemos, es para los nervios de la noche antes pero servidores dormimos habitualmente como lirones exhaustos narcotizados y renunciamos a tomarlo.

Llega el día e, idioteces que solemos hacer, nos levantamos a las seis de la mañana, ligeramente excitados (y no nos referimos a la tienda de campaña). No podemos dejar de pensar que en un rato entramos en un quirófano para que nos trasplanten pelo, que hemos convenido contarlo en una revista de máximo prestigio y audiencia y que nos habíamos dejado la luz de la cocina encendida. Enfrentados a esta tesitura, es duro no poder tomarse los dos mejores cafés del día; para compensar, y suponiendo que en breve nos van a pedir que bajemos la cantidad, nos ponemos morados de cigarrillos. No solemos desayunar sólido, pero sabiendo que no vamos a comer nada hasta bien entrada la tarde, cuando el Sujeto 1 le prepara el bocadillo de chorizo a su hijo pequeño se le salta una lágrima.

Toca medir la cabeza

Llegamos a la consulta. Firmamos en recepción los preceptivos consentimientos (que no hemos leído, ¡hemos venido a jugar!) y nos metemos en un pequeño habitáculo que hace de antesala de la sala de operaciones. Allí nos dan un camisón azul klein de esos que se abren por la espalda y unas zapatillas, todo de papel. Nos dicen que nos quitemos la ropa, aunque podemos dejarnos puestos los calzoncillos y los calcetines. Los calcetines nos los quitamos, buscando un ápice de dignidad. Los calzoncillos se quedan, tenemos los traseros taaaan peludos que si los ven lo mismo nos toman muestras para estudiarlos. Guardamos la ropa y los efectos personales en un armario y nos sentamos en una silla. El Sujeto 2 aprovecha para hacerle unas fotos al Sujeto 1 y, también, claro, reírse a mandíbula batiente de su aspecto.

Se asoma la doctora anestesista y nos hace un montón de preguntas, ninguna indiscreta.

Una enfermera llega y nos hace fotos desde todos los ángulos posibles de nuestra cabellera. Luego aparece la doctora y, con un lápiz graso, nos empieza a hacer dibujos en el cuero cabelludo, diagramas de la silueta que va a tener la zona implantada y para marcar las áreas donantes. "Aquí hay calidad", dice al escrutar los laterales. Bien. Después nos rapa al cero, la tía.

—Nos estás nada mal rapado, el que es guapo...

—No fastidie Doctora, ¡para esto no vengo!

Nos miramos en el espejo de pared del cuartito, calvos —como Yul Brinner, como Kojak, como Don Limpio, como el Dr. Maligno, como Paquirrín— y nos ratificamos (antes nos asustamos): Mmmmmmm, ¡definitivamente queremos pelo!

Por cierto, ¿desde cuándo tenemos esas orejas de soplillo?

La doctora vuelve, esta vez esgrimiendo un rotulador; saca una reglita del bolsillo y mide distancias entre boca y nariz, entre nariz y cejas, entre cejas y el nacimiento del pelo... "¿Hay alguna fórmula, Doctora?". "Bueno, cada maestrillo tiene su librillo, a mí me gusta hacer estos cálculos, se pillan las proporciones... No somos simétricos", dice la doctora, "se trata de dar naturalidad". Nos vienen a la cabeza Berlusconi, Travolta y otros tipos que lucen pelo de Madelman o de muñeca. Bendita sea, Doc.

La enfermera, una vez rapados, detecta que en la zona donante hay muchas canas (además de una verruga y varias cicatrices de antiguos impactos, probablemente pedradas); toca tirar de Just for men, sustancia parduzca parecida al humus, para teñirlas; se hace para facilitar la labor de extracción, un puntito negro se ve con más facilidad que uno albino.

Ahora tenemos la cabeza hecha un mapa del reparto de África, con la cordillera del Atlas y todo.

Después del quirófano no hay dolor, solo hambre

Entramos al quirófano. Nos subimos a la camilla. Nos colocan la vía con la medicación en la mano izquierda y en el dedo índice de la otra una pinza de monitorización. Antes nos han pinchado la anestesia y nos han puesto un tensómetro en el tobillo. Nos piden que nos pongamos boca abajo y apoyemos el rostro en una especie de agujero. Nos preguntan si estamos cómodos, decimos que "Sí" y lo próximo que recordamos es despertarnos seis horas después boca arriba. ¿Cómo nos hemos dado la vuelta? Cuando recuperamos la consciencia, el equipo sigue trabajando. Dos enfermeras charlan, a escasos centímetros de nuestras (por lo visto grandes) orejas de sus cosas, algo de una boda. Antes de que podamos preguntarles si tienen ya modelito escogido nos injertan las últimas unidades foliculares del día.

No nos duele absolutamente nada. Nos levantamos, no nos tambaleamos. Todo parece en orden. Todo lo en orden que puede uno estar con un camisón de papel arrugado y la cabeza afeitada, pintarrajeada y salpicada de motitas de un rojo intenso. Podríamos ser un extra de Mad Max, un cristiano atribulado de Quo Vadis o un habitual del Burning Man pasado de rosca.

Volvemos a la antesala. Llevamos 18 horas sin comer ni beber nada que no sea agua, ¡AGUA! En una banqueta nos está esperanzo un zumito Don Simón que succionamos de un sorbo. También hay un yogur Danone de fresa y un paquetito con cuatro galletas Oreo. Lo devoramos todo de forma grosera y veloz. No recordamos una merendilla más feliz desde aquella excursión escolar a la fábrica de Panrico (la visita a la destilería DYC tampoco estuvo mal, qué años locos los ochenta). Intentamos no mirarnos en el espejo.

La vuelta a casa sin pelo

Al salir nos dan un pañuelito como de pirata, o de señora de la limpieza más bien, pero de gasa. También nos han dado un "empapador", nombre siniestro para una especie de mantel/cambiador infantil acolchado que debemos poner en los cojines o la almohada para no mancharlo. El cogote, las zona donante, supura. Nos calzamos el gorro-pañuelo de lunares verde hospital y también las gafas de sol, con las que aún damos más el cante. De esta guisa vamos andando hasta casa, apenas a cuatro manzanas. NOTA PARA UNO MISMO: "Mañana lleva sudadera con capucha". Al llegar a casa, el portero, que es preguntón, para variar, aúlla:

—¿QUÉ T'A PASAO?

—Nah, que vengo de una operación...

—¡¡¿AY, TE VAS A MORIR?!!

Antes de que esparza el rumor de que un tumor cerebral está devorando a ese vecino tan majo del ático, el que deja las bicicletas aunque esté prohibido en el rellano de las escaleras, decido confesar:

—Me han quitado pelo de la colleja y me lo han puesto en el tupé, le digo a toda velocidad y gesticulando mientras abro apresuradamente la puerta del ascensor.

—JA, JA, JA, JA, AY, MADREEEE!!!!

En cuestión de minutos todo el bloque está al tanto.

Abro la puerta de casa. Mi hijo pequeño se tapa los ojos, apenas puede mirarme, pero eso no cuenta, es bastante aprensivo, para él 'Bambi' es ultraviolencia. Mi hijo adolescente tampoco me mira, pero es lo normal. Mi mujer está preocupada por lo aparatoso de mi cráneo, así que mira por mí: me echa espray refrescante por la cabeza y me riñe por abrirme una cerveza. Mientras asalto la nevera pongo algo de música. Me conjuro para no hacer headbanging, aunque con JD McPherson a todo trapo es jodido. No pienso permitir que mis nuevos pelos se conviertan en mártires del rock.

Me toco la cabeza. La tengo dormida, acartonada, como cuando vas al dentista y a la salida no sientes la boca. ¡No siento la cabeza! No, si al final mi padre iba a tener razón.

Después de (re)cenar nos tomamos la medicación. Seis granulitos blancos homeopáticos que tengo que ingerir, en tandas de tres separadas por media hora, disueltos bajo la lengua, más el antibiótico y el Enantyum y el Omeprazol. Nuestra palma de la mano extendida nos recuerda a una redadas de la Ruta del Bakalao. El Nolotil ampollas es para los dolores, pero apenas tenemos un pequeño ardor en el cogote y renunciamos.

Damos el parte y compartimos alguna foto por WhatsApp con familiares, socios e íntimos (disculpen la filtración, lectores, había mucha expectación), quienes hacen lo que se hace en los grupos de WhatsApp: envían ánimos, hacen coñas, aportan memes... Aquí estamos, con una toalla enrollada al pescuezo y el sofá cubierto por un empapador. Se recomienda dormir recostado y con algo alrededor del cuello (lo ideal sería una de esas almohadillas que lleva la gente en los aviones) que impida que retoces como tienes por costumbre, no sea que dejes una excelente cosecha de pelo en las sábanas. Creo que vamos a quedarnos dormidos recostado en el sofá viendo el canal Historia. Y nuestra pareja no tendrá oportunidad de regañarnos. ¡Es por prescripción medica!

Canción sugerida

Hoy pinchamos Give me back my wig (devuélveme mi peluca), del titán del blues Hound Dog Taylor.

ANEXO — Seis peinados que nos haremos en cuanto podamos

EL POMPADOUR

LA MULLET

EL PELO PAJE

EL CEPILLO

EL SEMBRADO

EL AFRO

Este peinado, básicamente una desafiante y altiva torre capilar que corona la testa, debe su nombre a Madame de Pompadour, cortesana de Luis XV, quien lo puso de moda en el siglo XVIII. Más tarde sería habitual en muchas starletts y pin ups de los años 40. En versión masculina, nadie ha estado a la altura del extravagante Esquerita (1935-1986), pionerísimo y salvaje pianista de rocanrol y una de las inspiraciones musicales y estéticas del gran Little Richard, además de un hacha poniéndose nombres: se rebautizaría como The Magnificent Malochi primero y Fabulash después. Fuera de los focos mainstream, sería un habitual del circuito gay y acabaría muriendo de SIDA a los 50 años. Pompadours de tronío han lucido Eraserhead, Don King y Vainilla Ice, por citar algunos ejemplos. Una variante light (cercana al tupé) la han lucido tipos tan dispares como Ronald Reagan, James Dean o Pepe da Rosa. Y hemos visto la perversa versión fashion de nuestros días a no pocos futbolistas, modelos y pop idols. ¡Ay!

Corto por delante y largo por detrás. Esa es la pauta de este legendario y celebrado corte de pelo –favorito de futbolistas, borrokas, calorros, rednecks y modernos del Este– que vivió su momento de gloria en los 80, aunque se ha llevado antes (los etruscos ya gastaban una suerte de mullet y McCartney y Bowie lo lucieron en los 70) y después (de vez en cuando experimenta un revival fashion). Debe su nombre a un tipo de pez, de la familia de las lisas y los salmonetes, que según los Beastie Boys —fanáticos de este macarrónico peinado, al que dedicaron un sesudo y cachondo artículo en su revista Grand Royal— tiene poco cuello (?).

Flequillazo por delante, largo por los lados cubriendo las orejas, un poco largo por detrás. Es el mop-top, la versión masculina del bob, también conocido como pelo paje o pelo casco. Nunca pelo tazón, que es otra cosa, muy fea, por cierto. El pelo paje está tan ligado al rock and roll que salvo los niños, mogollón de asiáticos y Bernie Ecclestone, sólo los músicos lo gastan. Lo popularizan los Beatles; Brian Jones de los Stones y los Byrds lo llevaron al extremo; Patty Smith y Bárbara Rey lo lucieron con descaro y se asocia a personajes inadaptados como Howard Wolowitz, de The Big Bang Theory.

El flat top (“por arriba plano”, según nuestra traductora simultánea jurada brasileña), es un corte de pelo eminentemente gringo que aquí, vaya usted a saber por qué, hemos dado en llamar “a cepillo”. Aunque ya lo usaba a principios del XIX el general alemán Hindenburg, su uso se popularizó en los años 50 y 60 en EE.UU, haciendo furor –tal vez por su rigor geométrico– entre militares, deportistas y estudiantes. Los hay de diversas alturas y acabados, según el gusto y la calidad capilar del “cabeza cuadrada”. En España lo gastaba el Padre Mundina, cura botánico televisivo, pero apenas existen evidencias gráficas en Google; una pena.

La verdad es que no tenemos ni idea de cómo se llama en castellano –¿trencitas?–este complicado y extravagante peinado de origen africano (hemos llamado a una amiga peluquera pero daba comunicando, la tía). Así que hemos hecho una traducción libre de su nombre en inglés: corn row (surcos de maíz). Se llame como se llame –y salvo que seas negro y juegues en la NBA o vendas crack en las calles de Baltimore o te acabes de hacer unos injertos capilares– el sembrado es un BIG NO NO, como viene a refrendar el hecho de haber sido lucido en cabezas tan volátiles como las de Axl Rose y Sergio Ramos. En Inglaterra llegó a prohibirse su uso –de forma polémica– en algunas escuelas.

Aunque ya en el siglo XIX PT Barnum enseñaba en su circo a unas señoras con una bola gigantesca de pelo en la cabeza, las conocidas como Circassian Beauties, el afro (pelo rizado en formato pelota, más o menos largo) explota de forma oficial en las testas de los hermanos y hermanas negros de EE.UU a finales de los años 60, como forma de reivindicar de manera ostentosa su orgullo de raza (a los blancos, qué se le va a hacer, no les queda tan bien, salvo que uno sea Iván Campo). De aquella época son los afros más famosos de la Historia Universal de los Pelazos. Desde entonces, el afro va y viene según dictan las modas capilares.

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