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Encadenadas al abuso

Más de 2,5 millones de mujeres indonesias trabajan en el extranjero como empleadas domésticas. Muchas sufren explotación y todo tipo de abusos

Ernawati vive encadenada en el trastero de la casa que ella pagó desde que regresó de Arabia Saudí.
Ernawati vive encadenada en el trastero de la casa que ella pagó desde que regresó de Arabia Saudí.Zigor Aldama
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"Mi tarea es buscar a mujeres que estén dispuestas a viajar al extranjero para trabajar como empleadas domésticas". Isah, que como muchos indonesios solo utiliza su nombre de pila, no tiene ningún inconveniente en describir su labor como reclutadora en las zonas rurales de Sukabumi, un distrito del suroeste de la isla de Java. Es más, ella misma trabajó como sirvienta durante casi 13 años en Arabia Saudí, y ahora se siente orgullosa de ayudar a otras mujeres más jóvenes para que sigan los pasos que ella dio entre los años 2000 y 2013. “Yo ya he cumplido los 42 y soy demasiado mayor para continuar con ese empleo, pero mi experiencia sirve a muchas otras. En el extranjero pueden hacer dinero y ayudar a sus familias”, explica.

También pueden morir. Según estadísticas oficiales, 39 mujeres indonesias fallecieron cuando trabajaban como empleadas domésticas en Oriente Medio y África entre enero y junio del año pasado. Aunque no existen datos al respecto, muchas más fueron víctimas de explotación laboral y de abusos sexuales. Son tantos los casos que, en 2015, el propio Gobierno indonesio se vio obligado a prohibir la migración temporal para desempeñar este tipo de oficio en 21 países de esas regiones.

A pesar de ello, los reclutadores compinchados con agencias sin escrúpulos de la capital, Yakarta, consiguen saltarse la ley y continuar enviando mujeres a los países incluidos en la moratoria. Según una estimación realizada por Naciones Unidas en enero de 2017, medio millón de mujeres indonesias ya trabajan de forma irregular en el país que más casos de abuso concentra: Arabia Saudí. Y un estudio de la ONG local Migrant Care reveló que 2.644 mujeres viajaron a los países vetados desde el aeropuerto de Yakarta entre marzo de 2015 y mayo de 2016.

Estas son, en cualquier caso, cifras minúsculas si se compara con la magnitud que ha adquirido este tipo de empleo: un informe publicado en 2013 por la Organización Internacional del Trabajo estimó en 2,55 millones el número de mujeres indonesias empleadas como sirvientas en todo el mundo. Es una cifra que supone más de un tercio de todos indonesios emigrados y en torno al 2,5% de toda la población activa del archipiélago. Sukabumi, el frondoso distrito en el que Isah recluta mujeres, es uno de los que más asistentas envía al mundo.

Según estadísticas oficiales, 39 mujeres indonesias fallecieron cuando trabajaban como empleadas domésticas en Oriente Medio y África entre enero y junio del año pasado

"Yo nunca trato de saltarme la legalidad. Los destinos que ofrezco están siempre autorizados", subraya, consciente de que el asunto es peliagudo. "Lo que más les importa a las trabajadoras es el salario, pero también afectan otros factores. Taiwán es el país que mejor paga: unos nueve millones de rupias (500 euros) al mes, pero también es el que más exige. Allí, la mayoría es contratada para cuidar de ancianos, lo cual quiere decir que las empleadas deben tener algunas nociones de mandarín, y es también el único territorio que tiene una exigencia física: "Deben medir más de 153 centímetros", explica Isah.

La dificultad para acceder al mercado laboral taiwanés hace que Hong Kong se haya convertido en el principal destino de las empleadas domésticas de Indonesia. Se trata de una región administrativa especial de China en la que un informe de 2016 concluyó que el 95% de sus empleadas domésticas habían sufrido algún tipo de abuso. Dos años antes, EL PAÍS también había dejado al descubierto el sufrimiento de muchas de ellas.

A pesar de ello, Isah asegura que la mayoría regresa satisfecha. "Las condiciones laborales han mejorado bastante en los últimos años. El salario mínimo ha aumentado hasta casi siete millones de rupias (475 euros) al mes, y casos como el de Erwiana —que fue torturada por sus empleadores y ganó un juicio emblemático contra ellos— han concienciado a la población local sobre la necesidad de tratar con humanidad a las sirvientas", apunta la reclutadora.

Jejen Nurjanah, fundadora de la ONG local Serikat Buruh Migran Indonesia, le da la razón. "En Hong Kong la situación ha mejorado. Las autoridades han actuado y ahora las agencias respetan la legalidad. Pero este cambio se ha producido solo después de que se hayan registrado casos de abusos muy graves que han indignado a la sociedad, y se circunscribe únicamente a esta ciudad", apostilla. Su organización da apoyo a cientos de mujeres. "Sus principales problemas son la violencia física, la explotación laboral —muchas ni siquiera tienen un día libre a la semana y están obligadas a trabajar en jornadas de 18 horas—, el pago tardío, el confinamiento, y las dificultades burocráticas relacionadas con visados y permisos", enumera Nurjanah.

Susilawati, de 38 años, es un buen ejemplo de cómo algunos empleadores se aprovechan de la ingenuidad y de la falta de conocimiento de mujeres como ella. Eso último queda patente incluso en su pasaporte: Analfabeta, se lee en el recuadro destinado a la firma. "Nunca supe qué ponía exactamente en el contrato laboral que una mujer de la agencia firmó por mí. Tampoco entiendo de leyes ni de permisos de residencia, pero soy buena trabajadora y, cuando fui a Malasia, solo quería lograr que mi familia llevase una vida digna", cuenta. Susilawati ha trabajado en el extranjero durante 18 años.

Todo fue bien durante la primera época. El hombre que la contrató, malasio de origen chino, incluso le subió el sueldo al cabo de pocos años. "No tenía ningún día libre, pero ahorraba. En 2005 no me dio permiso para volver a casa por la muerte de mi madre, pero me repuse", recuerda. Hasta que, en 2016, fue arrestada por trabajar en el mercado vendiendo pollos —algo a lo que su empleador la obligó— sin tener permiso para ello. "La familia para la que trabajaba se puso muy nerviosa porque debía de haber muchos papeles que no estaban en regla y me compraron un billete de vuelta".

La OIT estima en 2,55 millones el número de mujeres indonesias empleadas como sirvientas en todo el mundo: más de un tercio de todos indonesios emigrados

Lo que no hicieron fue pagarle los ocho meses de sueldo que le debían, equivalentes a un año de renta media en Sukabumi: unos 2.500 euros. "Me dijeron que me abriese una cuenta bancaria en Indonesia para que me transfiriesen el dinero", cuenta Susilawati. Pero nunca cumplieron su promesa. Ya no tiene ninguna intención de volver, y ahora sobrevive con su marido y sus hijos gracias a una pequeña plantación de arroz y a la vaca que ordeña cada día. Ni siquiera se ha planteado poner una denuncia.

Los abusos sexuales y la explotación llaman mucho la atención, pero hay un problema que afecta a más mujeres y del que rara vez se habla: el sacrificio familiar. Yiyin es un buen ejemplo de ello. Sus padres la casaron a los 14 con un joven siete años mayor que ella, y pronto se convirtió en el sustento de la familia. "Me dijeron que fuese a trabajar a Arabia Saudí y no puse inconveniente", recuerda.

En el Golfo Pérsico, Yiyin ganaba una suma de dinero considerable para la media de Sukabumi. Sin embargo, no consiguió ahorrar ni una sola rupia. "Enviaba todo el dinero a mi marido para comprar una casa y un coche, pero desaparecía rápidamente de la cuenta. Al principio no entendía lo que pasaba, pero, al final, mi hermano me lo explicó. Mi marido se había buscado una segunda esposa y lo gastaba todo en ella y en sus amigos", recuerda todavía apenada.

"Desde entonces, decidí ahorrar por mi cuenta y enviar solo 500.000 rupias (30 euros) al mes para los hijos. Cuando volví, regresé con 18 millones (1.060 euros). Pero tuve que gastarlos en el divorcio, un proceso en el que perdí todo lo que había ganado", añade. Yiyin se ha vuelto a casar con un hombre que trabaja en una piscifactoría, ha tenido un hijo más y no alberga ninguna intención de volver a trabajar fuera de su pueblo. "No quiero destruir de nuevo mi familia", justifica.

El caso de Aliyah es todavía más sangrante. Esta mujer, cuya edad estima ella misma entre los 40 y los 50 años, fue a Arabia Saudí por primera vez en 1990. Era una joven huérfana que había abandonado los estudios en tercero de Primaria y que no veía otra salida para sobrevivir. "Con el dinero que hice, a mi regreso logré casarme y tuve un hijo. Incluso me convertí en un ejemplo para otras mujeres que vieron en mí un caso de éxito", cuenta.

Pero Aliyah regresó a Oriente Medio —en la segunda ocasión, a Kuwait— y, dos años después, su vuelta a casa se convirtió en un desastre. "Mi marido se había gastado los ahorros en apuestas y en fiestas y solía ir con prostitutas, así que me divorcié y volví a trabajar como empleada doméstica para sacar a mi hijo adelante". Desafortunadamente, la historia estaba condenada a repetirse una vez más. "En Riad conocí a un hombre filipino que trabajaba en la construcción y, después de una relación breve, nos casamos", recuerda.

Cuando fui a Malasia, solo quería lograr que mi familia llevase una vida digna

Se mudaron a un apartamento, Aliyah dio a luz a una hija y comenzó a trabajar de forma irregular, sin contrato. Aunque tenía que dar esquinazo a las autoridades, asegura que todo fue bien durante cuatro años. Hasta que fue detenida y repatriada el año pasado. A partir de ese momento, su mundo se desmoronó. "Cuando regresé a Indonesia, descubrí que mi hermano había vendido mi casa sin permiso y que se había gastado el dinero". Por si fuese poco, perdió contacto con su marido filipino. "Un día lo llamé y el número había dejado de existir. Desde entonces no he vuelto a saber de él", afirma en la enclenque vivienda de bambú en la que se ve obligada a vivir con su hija.

Pero lo peor estaba todavía por llegar. El pasado mes de junio decidió volver a hacer las pruebas para retomar el trabajo de empleada doméstica. "Fue entonces cuando me dijeron que no podía ir porque era seropositiva. No sé cómo me he infectado, quizá por el hombre filipino", elucubra incapaz de contener las lágrimas. "Ahora no puedo trabajar, me siento enferma; cualquier herida se convierte en un calvario porque no se cura —muestra una con muy mal aspecto en la rodilla—, y no recibo tratamiento porque el hospital queda demasiado lejos y no tengo dinero para ir hasta allí. Lo único que me consuela es saber que mi hija no tiene el VIH".

El caso de Aliyah es extremo, pero no único. De hecho, no es necesario ir muy lejos para encontrar otros igual de descorazonadores en Sukabumi. Como el de Ernawati, una joven de 23 años que primero fue víctima de un matrimonio infantil y que ahora vive encadenada en el trastero de la casa que ella misma pagó con su trabajo como empleada doméstica en Arabia Saudí. Precisamente, todo apunta a que fueron los abusos que pudo haber sufrido con su último empleador los que provocaron un trastorno psicológico que los médicos han diagnosticado como esquizofrenia. "¿Cómo es posible que hasta los 21 años se haya comportado como una persona totalmente normal?", pregunta escéptica su madre, Abtyah.

Todo cambió durante el tercer ciclo laboral de Ernawati en el reino saudí. Después de haber trabajado allí durante cuatro años, en 2016 solo aguantó un mes. Las autoridades informaron a su madre de que la iban a repatriar a Indonesia y, cuando llegó a Sukabumi, se volvió violenta. Abtyah recuerda cómo comenzó a encararse a los vecinos y a provocar problemas, lo cual les llevó a encadenarla. Es una decisión extrema e inhumana, pero que en Indonesia se toma habitualmente con los enfermos mentales. No obstante, incluso el médico que la trató en un principio cree que todo se debe a algún trauma que sufrió en Arabia Saudí. Ella, sin embargo, afirma que no recuerda absolutamente nada.

Nurjanah está convencida de que estos ejemplos son solo la punta de un profundo iceberg. "Se está poniendo en peligro las vidas de niñas de 14 y 15 años. Agentes sin escrúpulos, con la ayuda de funcionarios corruptos, emiten documentos de identidad en los que se falsea su edad para que aparenten ser mayores. Se ha probado en varios casos de Singapur. Y luego están los que logran saltarse la moratoria que afecta a Oriente Medio enviando a mujeres desde aeropuertos secundarios o con documentos falsos", explica.

Isah, sin embargo, asegura que la mayoría de los reclutadores y de los agentes son gente honesta que contribuye al bienestar de la población. "La gran mayoría de las mujeres logra ahorrar dinero y regresa satisfecha. Por eso hay tantas que quieren trabajar en el extranjero. Yo les ayudo a obtener los documentos necesarios y la remito al agente, pero solo cobro si pasan todas las pruebas y únicamente un millón de rupias (60 euros) por cada una de ellas", explica mientras muestra lo espartano de su casa para demostrar que no se ha enriquecido con este negocio. "Luego, los agentes de Yakarta les dan formación y las preparan para que tengan éxito", completa. Ninguna de las cinco agencias de colocación para empleadas domésticas contactadas por EL PAÍS ha aceptado las entrevistas y las visitas propuestas.

"Es cierto que las empleadas domésticas son de gran ayuda para la economía local. Sus trabajos son el sustento de miles de familias y, en cierta manera, sirven para empoderar a la mujer", reconoce Nurjanah, que también fue víctima de abusos sexuales durante su etapa como empleada en el servicio doméstico. "El problema está en que se trabaja muy poco con los empleadores. La mayoría son familias normales que necesitan alguien que las ayude y que no buscan dañar a nadie. Pero tienen que entender que estas mujeres también son seres humanos con familias, y que se merecen un trato digno", sentencia la activista.

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