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Los 1.997 presos de la llamada ciudad libre

En la hacinada prisión de Pademba, la más grande e impopular de Freetown (Sierra Leona), un 60% de los reos está infectado de tuberculosis. Y hay hasta menores huérfanos condenados por vagar sin rumbo

Un joven espera su turno para ser atendido en el centro hospitalario de la prisión de Pademba, en Freetown, Sierra Leona.
Un joven espera su turno para ser atendido en el centro hospitalario de la prisión de Pademba, en Freetown, Sierra Leona.Oto Marabel
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Un portalón de metal se yergue en el trecho central de Pademba Road, la céntrica vía de Freetown donde se encuentra la cárcel más grande e impopular de Sierra Leona y que la gente conoce por el nombre de la calle en la que se ubica. En el exterior resulta común el trajín de policías uniformados, de sucios y viejos camiones que transportan presos y, los viernes, de familiares que acuden a visitar a los internos. Dentro, un guarda custodia la gran puerta metálica y solo la abre, en un movimiento que parece realizar de manera mecánica, cuando un mando se lo ordena desde dentro o alguien llama desde fuera. Escucha, retira el candado, corre el pestillo, la empuja levemente, espera hasta que pasan todos y la cierra después.

En la primera sala, tras el portalón, tres guardas se encargan de registrar a los visitantes y de recoger sus documentos. Enfrente, en una alargada pizarra escrita con tiza blanca, los funcionarios responsables cuentan los presos encerrados y los clasifican según las penas a las que han sido sentenciados. Hoy el número asciende hasta los 1.997. Un número 9 ocupa la casilla que contabiliza a los condenados a pena de muerte. El lugar, en realidad, solo dispone de plazas para unos 300 prisioneros, por lo que el hacinamiento y las condiciones de los internos se pueden presuponer solo con ver ese 1.997, antes de entrar a cualquier rincón de la cárcel.

Hay que cruzar hasta dos verjas de barrotes más para llegar al primer patio, un suelo de tierra y piedra desde donde se accede a las demás estancias. A modo de presentación, un mensaje escrito con pintura en la entrada al patio número tres, el central, no deja lugar a interpretaciones. “No te fíes de nadie. Ni siquiera te fíes de ti mismo”.

En la cárcel de Pademba viven menores condenados a años de prisión por vagar sin rumbo por las noches (un delito tipificado como frequency por la legislación sierraleonesa), en un país en el que el 5% de la población —algo más de 300.000— son niños huérfanos según el Informe Estado Mundial de la Infancia de Unicef), por fumar marihuana o por robar un teléfono móvil.

A muchos de ellos los empuja la pobreza. Como indica el Programa de las Naciones Unidas para el Desarrollo, el 60% de la población en Sierra Leona vive bajo el umbral nacional de la pobreza y el 70% de los jóvenes no tiene empleo. Los chicos permanecen encerrados junto a violadores o asesinos en una jungla de insectos, miseria y enfermedades donde manda quien tiene dinero para comprar más comida, para sobornar a los policías de turno y conseguir beneficios como camas individuales o para pagar los favores sexuales de otros reos.

Un nido de enfermedades

En el patio número tres, una fila de presos, cada uno con un cubo de plástico vacío, se agolpa en una desordenada hilera vigilada por cuatro guardas y que empieza en el único grifo visible, ahora abierto. “Antes no teníamos ni uno, pero la situación con el agua aquí dentro ha mejorado en los últimos tiempos”, explica uno de los policías. Cuando se distancia unos pasos se acerca Alfred J., un reo delgado de unos 25 años. “Por favor, necesitamos jabón, más agua potable, medicinas… Mira”, pide con una voz gris y desesperada bajándose la parte superior del pantalón y dejando ver sus testículos, visiblemente enfermos, de un descomunal tamaño. “Estamos así, a todos nos pasa algo… Necesitamos medicinas, por favor”, insiste. Mientras, otros presidiarios se lavan, otros esperan su turno para hacerlo, algunos secundan las palabras de Alfred y otros solo permanecen sentados, mirando a ninguna parte, impasibles.

Según Naciones Unidas, el 2,2% de los presos en Sierra Leona son portadores de VIH

En las distintas estancias de la cárcel de Pademba es usual que los presos fumen y se pasen los cigarrillos. Los bloques de dormitorios, además, casi no cuentan con ventilación y, por seguridad (o al menos esa es la razón que esgrimen los vigilantes) las luces no se apagan nunca. Informes de la ONG Don Bosco Fambul realizados en las instalaciones penitenciarias durante el desarrollo de algunos programas de ayuda a reclusos muestran que alrededor del 60% de los reos está infectado de tuberculosis, un 35% sufre problemas de visión y alrededor de un 5% murió cada año entre 2013 y 2017, según las misiones salesianas. Indican también que las hernias, las úlceras, la sarna y las enfermedades bucales, así como los traumatismos provocados por el hacinamiento y la ausencia de cualquier tipo de ejercicio físico son el pan de cada día dentro de los muros y barrotes de la prisión. Naciones Unidas dice, además, que el 2,2% de los presos en Sierra Leona son portadores de VIH.

Muy pocas de estas infecciones pueden tratarse en el centro hospitalario de dentro de la cárcel, una pequeña sala amueblada con 20 camastros protegidos por mosquiteras de tela y con una mesa situada en el extremo sur, cerca de unas estrechas escalerillas por las que se accede desde el patio. Un funcionario enfundado en una bata médica lee sentado unos documentos frente a ella, pero se levanta para hablar. “Las infecciones son muy corrientes, sobre todo las dentales, pero también por heridas, y muchas veces no tenemos medicinas para curarlas”, dice. En una de las camas yace aquejado de unos fuertes dolores en la cabeza Muret. K, un ciudadano turco que lleva seis meses dentro de la prisión.

— ¿Por qué te condenaron?

— Me detuvieron por entrada ilegal en el país. ¡Pero fue un error! ¡Yo creo que fue culpa de ellos, mi pasaporte estaba bien! Llevaba ya un mes viviendo en Freetown…

— ¿Cómo estás?

— Bueno… Aquí estoy mal, todos estamos mal. Lo peor es el agua, que no solemos tener. Hace falta más agua potable. Y medicinas. No hay nada para mi problema aquí. No me dan lo que necesito, solo lo que hay cuando lo hay.

Vivir en prisión

A la escalera de salida del hospital llega el único olor agradable de todos los que desprende la cárcel de Pademba. Huele a pan recién hecho. Proviene de otro pequeño pabellón, provisto con un horno de piedra, que sirve de panadería para los internos. Hace mucho calor, pero trabajar allí es un lujo al que muchos presos no pueden acceder. La tarea es supervisada por un guarda que se quita la camiseta y comienza a amasar harina cuando ve la cámara. “Nosotros siempre nos ponemos al lado de los presos, hacemos lo mismo que ellos para fomentar la integración y hacer la labor más rápido”, afirma enérgico. A su lado, un grupo de cinco condenados asiente, pero sus semblantes lucen serios y ninguno dice nada.

“Yo estuve en la cárcel un año y cuatro meses. Entonces vivía en la calle, yo soy un niño de la calle porque mi madre me maltrataba y mi tío, el encargado de cuidar de mí, murió. A los 12 años robé un móvil y fui sentenciado a dos años de cárcel. Me enviaron a Pademba”, dice Lamin Tejan Kann, un joven de 22 años que todavía no ha olvidado aquellos días de miedo y horror. “Recuerdo que lo peor eran las noches, sobre todo por los insectos. Picaban mucho. Me tenía que rascar todo el rato. Tenía las piernas llenas de postillas. Picaban, me dejaban el veneno dentro y ni siquiera tenía agua para echarme. Solo podía rascarme hasta que me salía sangre y se me iba la ponzoña”, afirma. Y se señala la piel, llena de pequeñas cicatrices que son legado de meses y meses de sufrimiento pasado.

A todos nos pasa algo. Necesitamos jabón, agua y medicinas, por favor...

Alfred J., preso de Pademba

Lamin critica también la comida de la prisión y su escasez y habla de su funcionamiento interno, de las jerarquías y de las leyes no escritas. “Yo no tenía a nadie que me llevara dinero a la cárcel, así que tampoco podía comprar dentro agua o alimentos. A mí solo me daban de comer una vez al día”, cuenta. Y prosigue. “Algunos prisioneros también pagan por acceder a la panadería, a los talleres o a la biblioteca. O por comprar una celda y decidir dónde dormir. Si no la pagas tienes que acostarte en la misma habitación con otras 15, 20 o 30 personas, dependiendo del día. Hay hombres que ofrecen su cuerpo para conseguir dinero. Los abusos sexuales también son frecuentes allí”, concluye.

Aunque con ciertos reparos y siempre que los vigilantes no husmean cerca, los presidiarios de Pademba cuentan historias que se parecen a las de Lamin. Momodu B, A. K. Tullah e I. Kamara han sido condenados por intento de asesinato, violación y robo con violencia. Ellos pertenecían a diferentes cliks, las bandas callejeras de los diferentes barrios chabolistas de Freetown, camino que toman muchos chavales, empujados por la pobreza y el ambiente perfecto para aprender a delinquir. “Necesitamos la libertad, pero no nos arrepentimos de lo que hicimos”, afirman fanfarrones. Repite la petición V. Vincent, un hombre que aparenta 50 años, que fue condenado hace 15 y que ahora pinta y realiza otras manualidades en un taller donde unos 20 presos intentan aprender un oficio para desenvolverse mejor cuando salgan libres.

La panadería, el taller de manualidades y una pequeña biblioteca que cuenta también con una docena de ordenadores son las únicas vías para lograr una redención que parece una quimera. “No, los bloques donde duermen los presos no se pueden ver. La visita ya ha terminado”, dice con hostil amabilidad uno de los guardas mientras abre la puerta de salida. Fuera, en la calle, entre coches, motos y niños que salen de los colegios, el sol parece brillar con más fuerza que nunca.

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