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Hasta Churchill asumió que estaba equivocado

Cambiar de opinión ha sido habitual en política en momentos cruciales: en busca de un bien mayor que la palabra dada

Winston Churchill, en Downing Street (Londres) en 1943.
Winston Churchill, en Downing Street (Londres) en 1943.Afp / Getty
Guillermo Altares

Uno de los momentos más bellos de la literatura universal relata la historia de un cambio de opinión. Pertenece a la Ilíada, el texto fundacional de nuestra cultura. Para vengarse de la muerte de su amado Patroclo, el griego Aquiles mata en combate al héroe troyano Héctor y luego mancilla su cadáver en vez de darle sepultura. Ayudado por los dioses, el padre de Héctor y rey de Troya, Príamo, logra escabullirse de la ciudad asediada para colarse en el campamento griego con la intención de convencer al héroe iracundo de que le permita enterrar dignamente a su hijo. Homero construye una escena que, casi tres milenios después de su composición, sigue resultando emocionante, durante la que Aquiles, finalmente, cede. Poco antes, cuando los dioses debaten lo que está ocurriendo en la tierra y contemplan el cadáver del enemigo vencido arrastrado detrás de un carro, Apolo exclama: “¡Maldito Aquiles, que no tiene mente sensata ni juicio flexible, y que solo conoce ferocidades!”. Hasta los dioses consideraban el “juicio flexible”, la capacidad para cambiar de opinión, una virtud y no un defecto.

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¿Por qué no cambiamos de opinión aunque nos demuestren que estamos equivocados?

Cambiar de opinión es una actitud vista demasiadas veces como un problema, casi como una traición a los principios, cuando en realidad la historia nos demuestra que, como en el caso de aquella vieja pelea al principio de nuestro mundo, es una virtud. Dudar, preguntarse, rectificar, dar vueltas, renunciar a la seguridad de la verdad, dejarse convencer por los argumentos del otro —o por lo menos sopesarlos seriamente— han evitado que algunos políticos cometan errores catastróficos, aunque hayan tenido que tragarse sus palabras —la propia formulación de esta expresión resulta siempre negativa—.

Por ejemplo, los socialdemócratas alemanes habían prometido que, de ninguna manera, volverían a pactar una gran coalición con los conservadores de Angela Merkel. Sin embargo, el pasado fin de semana dieron marcha atrás. Lograr mejoras en la lucha contra la temporalidad laboral, el reagrupamiento familiar de los refugiados, la estabilidad de Europa o evitar una posible nueva subida de la ultraderecha en unas elecciones repetidas se convirtieron en objetivos políticos mucho más importantes.

Lo mismo se puede decir cuando, en la prehistoria de nuestra democracia, los socialistas de Felipe González pasaron del “OTAN no, bases fuera” a defender la entrada en la organización atlántica, paso previo imprescindible para lograr la adhesión a la entonces Comunidad Europea. No tiene nada que ver con el viejo axioma de Groucho Marx —“Estos son mis principios y, si no le gustan, tengo otros”—. Todo lo contrario: la capacidad de rectificar, de adaptarse a los tiempos, permite que las ideas se conviertan en un impulso, no en un corsé, resulta una forma de defender un bien mayor.

Una película reciente nos muestra otro de esos momentos cruciales. Se trata de El instante más oscuro, que relata las primeras semanas de Winston Churchill como primer ministro de Reino Unido, al principio de la II Guerra Mundial. Los nazis avanzaban a toda velocidad por Europa, ocupando país tras país, mientras las tropas británicas se encontraban arrinconadas en Dunkerque. Churchill, que entonces no era el mítico dirigente, sino un político engorroso para su propio partido, que había tomado una decisión militar desastrosa en la I Guerra Mundial —Galípoli—, debía decidir si negociaba con Hitler. Ante la magnitud de la debacle, con el cataclismo anterior que engulló a varias generaciones de británicos en su mente, decidió negociar… sólo para cambiar de opinión al poco tiempo.

El guionista del filme, Anthony McCarten, que también ha escrito un libro sobre aquellos días de mayo de 1940, declaró a la BBC: “Sometido a grandes presiones, Churchill se pregunta ‘¿Tal vez esté equivocado?’. Decidí escribir el libro, del que luego surgió la película, basándome en esa pregunta. Creo que plantearse esto es un requisito imprescindible para convertirse en un gran líder y Winston se mostró capaz de serlo en ese mismo momento”.

Cuando rectifica, cuando decide que de ninguna manera se puede negociar con un dictador como Hitler, el personaje, interpretado por Gary Oldman, asegura: “Aquellos que no cambian de parecer nunca cambian nada”. Mostró la flexibilidad y el juicio que los dioses pidieron a Aquiles. Y salvó a su país de convertirse en un vasallo de los nazis.

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Sobre la firma

Guillermo Altares
Es redactor jefe de Cultura en EL PAÍS. Ha pasado por las secciones de Internacional, Reportajes e Ideas, viajado como enviado especial a numerosos países –entre ellos Afganistán, Irak y Líbano– y formado parte del equipo de editorialistas. Es autor de ‘Una lección olvidada’, que recibió el premio al mejor ensayo de las librerías de Madrid.

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