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Blogs / Cultura
Del tirador a la ciudad
Coordinado por Anatxu Zabalbeascoa
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De la plaga del adosado al gueto de las urbanizaciones

Muchas inmobiliarias venden cada reinvención del estilo de vida doméstico como progreso, como aumento del bienestar y la seguridad y con frecuencia eluden la responsabilidad individual que existe a la hora de construir la ciudad

Anatxu Zabalbeascoa
Imagen promocional de Residencia Princesa en Madrid de la empresa Q21.
Imagen promocional de Residencia Princesa en Madrid de la empresa Q21.

Muchas inmobiliarias venden cada reinvención del estilo de vida doméstico como progreso, como aumento del bienestar y la seguridad y en realidad construyen con frecuencia guetos e islas. Eluden la responsabilidad individual que existe a la hora de construir la ciudad, la ciudad para los ciudadanos y no la ciudad para la especulación y el negocio inmobiliario.

Cuando, en los años 90, alguien compraba una vivienda a las afueras de su ciudad, compraba en realidad la fantasía de convertirse en un burgués moderno: alguien que llegaba a su casa en coche para poder disfrutar de la tranquilidad de los barrios residenciales y de las bondades de la naturaleza. No hay que ser muy listo para darse cuenta de que la naturaleza se la termina cargando todo ese transporte en coche. Pero rara vez nos paramos a pensar en las consecuencias de lo que nos ilusiona. La clave en el comportamiento de las últimas décadas no ha sido tanto la medida de las consecuencias de nuestras decisiones como el hecho de poder pagar nuestras ambiciones. Para poder pagar una vivienda había un truco: cuánto más lejos más barata. O lo que es lo mismo: cuánto más lejos, más grande podía ser la casa de nuestros sueños.

Los atascos, que no la contaminación, sembraron la duda sobre ese modelo de crecimiento –el sprawl norteamericano en la densa Europa-. El sprawl ya había fracasado en muchos otros lugares y estaba desaconsejado por el urbanismo de ciudades como Londres -que limitaron la urbanización de la ciudad con un cinturón verde que rodeaba las afueras-. Apareció entonces otro modelo de hogar que dejaba atrás la individualidad para crear la fantasía de un barrio –también seguro y protegido – y, de nuevo, de residentes muy similares. Era la llamada urbanización urbana: una comunidad de varios edificios que comparten zona ajardinada, piscina, pista de pádel –perpetuamente reservada- y, atención, vigilancia las 24 horas y gastos de seguridad.

Además de esos servicios, las urbanizaciones comparten vistas al espacio interior y la ausencia de comercios en los bajos de las manzanas que ocupan. Es decir, se convierten por su relación fronteriza con la calle en islas urbanas cuyos habitantes menores, acostumbrados a la seguridad del seno interno, pueden sentirse desprotegidos en la calle –tantas veces desierta por falta de comercios-. Un parque al lado de este tipo de urbanizaciones es un error urbanístico y un despropósito económico. Pero en las zonas de crecimiento urbano se repite ese error. De modo que he terminado por pensar que esos parques públicos junto a urbanizaciones con jardines privados son también una bendición educativa: ofrecen la posibilidad dudar, de plantearse qué hay de parque en la zona ajardinada del interior de la urbanización.

Un parque público urbano, cojamos el mejor de cada ciudad, ofrece aislamiento, reposo y distracción, variedad de vegetación, naturaleza cuidada –laboriosa y por lo tanto costosa de mantener- y ofrece pluralidad en todos los sentidos, no sólo en lo referente a la flora. El mejor parque no sólo cambia con las estaciones del año. Cambia con las horas del día, cambia en cada uno de sus rincones.

Un jardín público es la construcción más rentable que se puede levantar. Permite la convivencia de actividades contrapuestas. Por las mañanas es de los deportistas. También de quienes tienen un perro que necesita corretear y terminan por hacerse amigos de tanto contemplarlos correr tras la pelotita. A esa hora el parque es también de quien se ha visto obligado a dormir en él porque no tiene a dónde ir o porque ha perdido un tren. Está claro que no es el albergue ideal: dormir en un parque da miedo.

Durante el fin de semana el parque es recreo, meditación y también fiesta. Escenario de celebraciones infantiles y de botellones adolescentes, los jardines son solariums para los jóvenes y calefacción natural para los jubilados. Escenario para exposiciones, cuenta cuentos o conciertos, los parques son la infraestructura urbana más flexible, sorprendente y cambiante.

En la zona ajardinada de una urbanización difícilmente ocurre todo eso. ¿Qué posibilidades de encuentro y descubrimiento se dan ante los vecinos de toda la vida? ¿Puede uno recorrer rutas distintas? ¿Tropezarse con alguien que jamás hubiera visto en su pequeño mundo?

Todo el universo de pluralidad, riqueza y renovación que ofrece un jardín público se ahoga en el reciento amurallado de una zona ajardinada. Como ciudadanos, es preciso responsabilizarse y asumir las consecuencias que tienen nuestros actos. Lo mismo que les enseñamos a nuestros hijos debemos aplicarlo a la construcción de la ciudad que, lo afrontemos o no, sí depende, en parte, de la suma de nuestros pequeños esfuerzos.

 

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