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Tribuna
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La izquierda caníbal

Hoy no hay sangre cuando se liquida al rival: es cosa de redes sociales y de la era de la posverdad

Pere Vilanova
Íñigo Errejón y Pablo Iglesias, en el Congreso de los Diputados.
Íñigo Errejón y Pablo Iglesias, en el Congreso de los Diputados.EMILIO NARANJO (EFE)

Un axioma ampliamente aceptado sostiene que los procesos revolucionarios, o percibidos como tales por algunos de los actores implicados, tienden a devorar a sus protagonistas. O, dicho de otro modo, en determinados contextos existen muchas posibilidades de que algunos o varios de los movimientos y partidos implicados incurran en procesos de autodestrucción. Podemos aceptar que se trata de una constante histórica, pero algunos ejemplos son más pedagógicos que otros. No hace falta remontarse a la antigüedad; la Revolución Francesa estableció un paradigma en este aspecto. La manera como los jacobinos destruyeron a los girondinos, a pesar de que habían protagonizado juntos la derrota del antiguo régimen, fue sólo el prólogo de cómo los radicales de Robespierre liquidaron a los “indulgentes” (gravísima acusación) Danton, Hebert y Desmoulins. Aquí liquidación equivalía a guillotina, no a tediosos lances vía Twitter. Y a continuación, los más aterrorizados por el terror, liquidaron a su vez a Robespierre y su núcleo duro. ¿Quién sobrevivió a todos? Fouché, que empezó siendo el más antimonárquico en los días de la Bastilla, se ganó el apodo de “el ametrallador de Lyon” en los días de máximo terror jacobino, se puso de lado cuando la caída de Robespierre, y reaparece como… jefe de policía de Napoleón, cuando este restableció un cierto orden (“su” orden). Y, cuidado, Fouché es el inventor del concepto moderno de la policía política. Un superviviente nato, por cuanto a la caída de Napoleón reaparece, bajo la monarquía restaurada, como duque de Otranto.

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Se puede argumentar que la Revolución Rusa, algunos de cuyos líderes gustaban de buscar semejanzas con la Revolución Francesa, depuró el modelo en su versión más violenta. Nadie podía pensar durante los años que van de la publicación del libro ¿Qué hacer?, de Lenin, en 1902 a la muerte de este en 1924, que hacia 1929 el oscuro exseminarista georgiano Josif V. Djugashvili se convertiría rápidamente en el gran Stalin. Y ahí los métodos dejaron a Robespierre como una especie de aficionado en eso del terror. Cuando las purgas de 1936 y 1938, el politburó del Partido Bolchevique de 1918 había sido liquidado físicamente en su totalidad, menos Trotski, que fue asesinado en 1940 en México por un camarada catalán, Ramón Mercader.

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La derecha se autodestruye menos, sugieren algunos, porque tiene mucha más experiencia del poder

Podríamos ampliar el caso a la Revolución Cultural china de 1966 a 1971, cuando “espontáneamente” los guardias rojos decretaron su pintoresca y sangrienta campaña de “fuego graneado contra el cuartel general”, es decir, las viejas jerarquías del régimen comunista fundado en 1949. Pero, cuidado, tan espontáneo era el movimiento que evitó cuidadosamente criticar a Mao Tse Tung, a la policía política y… al Ejército. ¿Cómo acabó aquello? Pues un día de 1971, un avión que llevaba a Lin Piao, el más radical de los promotores de la Revolución Cultural, se cayó en Mongolia. Versión oficial: era un agente al servicio del imperialismo y del revisionismo soviético. Al final, la caída de la “banda de los cuatro” a la muerte de Mao abrió la puerta al viraje conducido por Deng Siao Ping, de tal modo que —salto en el tiempo— hoy Xi Jinping es el líder más esperado en… Davos!

Más allá de estas constantes, la ventaja hoy en día es que en nuestros sistemas políticos estas dinámicas se producen sin sangre, es más una cosa de las redes sociales, de las tertulias incendiarias y de la era de la posverdad. Pero algunas preguntas subsisten. ¿Por qué la izquierda es más autodestructiva que la derecha? Algunos sugieren que esta tiene mucha más experiencia del poder, económico y del otro, y eso deriva en un pragmatismo que hace que, si nos despistamos, los Bárcenas, Correa, Camps son ya cosa de un pasado lejano sin ninguna relación con el actual partido en el Gobierno, o que el PDECat no tiene nada que ver con la herencia judicial convergente. Por su parte, los socialistas franceses ¿pueden permitirse siete (sic) candidatos en las primarias para unas elecciones presidenciales que perderán casi seguro? O los socialistas españoles seguir dando el espectáculo, Sánchez, Díaz, López, entre acusaciones de “traición” y mantras sobre “lealtad al partido”, mientras el presidente de la comisión gestora hace lo que puede y sería quizá el mejor candidato posible. ¿No se trataba de un debate de “ideas y no de personas”? Pero la tentación es irresistible: ¿cómo no imaginar a Pablo Iglesias como Robespierre, a Errejón como Danton y desde luego a Echenique como el gran Fouché? Sin guillotinas, pero con Twitter. Y si no, tiempo al tiempo.

Pere Vilanova es catedrático de Ciencia Política en la Universidad de Barcelona.

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