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La llamada del desierto de Saint-Exupéry

Ruinas de Casamar
(Port Victoria), puesto comercial británico 
de finales del XIX.
Ruinas de Casamar (Port Victoria), puesto comercial británico de finales del XIX. ferrán mateo
Marta Rebón

CAZADOR de estrellas y vigilante del firmamento, Antoine de Saint-Exupéry, autor de la universal obra El Principito, traducida a 270 lenguas, decía que “no hay que aprender a escribir, sino a ver”, que la literatura no es más que una consecuencia de haber visto y, sobre todo, vivido. El lionés, lejos de considerarse un novelista, forjó esa mirada tanto por aire –surcó los cielos en la época de los pioneros del correo aéreo y la navegación nocturna– como por tierra, en el desierto. A los mandos de una versión civil del Breguet 14, biplano francés que se utilizó con éxito durante la I Guerra Mundial, un avión solo apto para intrépidos por su elevada tasa de accidentalidad, descubrió la verdadera escala del hombre. A partir de entonces, llamó “hormigueros” a las ciudades.

En 1927, después de haber recorrido durante medio año las líneas Toulouse-Casablanca y luego Casablanca-Dakar, lo destinaron a Cabo Juby, en el protectorado español de Marruecos, junto al Sáhara. Fue nombrado jefe de escala en Villa Bens, actual Tarfaya, donde hacían un alto para descansar los aviadores encargados de transportar el correo de Francia a Senegal, obligados a repostar con regularidad su biplano. Las tribus locales extorsionaban a los pilotos que tenían la mala suerte de aterrizar de emergencia en tierra hostil y pedían suculentas sumas por su rescate. Allí, el padre de El Principito aprendió el valor de la camaradería y probó el “sabor de la eternidad”. “La tierra nos enseña más sobre nosotros mismos que todos los libros, porque ella se nos resiste”, se lee en el inicio de su obra autobiográfica Tierra de hombres. La naturaleza del desierto, donde pasó 18 meses en reclusión casi monacal, fue su laboratorio metafísico, el lugar donde nació como escritor con Correo del Sur. Aburrido y presa del insomnio, acometió la redacción del manuscrito sobre una puerta sostenida por dos bidones de gasolina durante las “noches disidentes” que pasaba en vela.

Entrada a Tan-Tan, una de las puertas del desierto.pulsa en la fotoEntrada a Tan-Tan, una de las puertas del desierto.

La curiosidad por este periodo importante en la vida de Saint-Exupéry –“comandante de los pájaros”, como lo apodaron las tribus nómadas– me llevó a visitar este lugar recóndito, en busca de los restos del antiguo fortín español. Tarfaya es el punto más cercano de África a Canarias, justo a espaldas del archipiélago. Partí en carretera desde Tánger, otra localización emblemática en la década de 1920, con su estatus de zona internacional. Viajé, pues, desde el verde rifeño que mira de frente a Europa hasta el dorado del Sáhara, en ese punto en que las dunas se detienen a contemplar las olas del Atlántico. Sobre el mapa, el recorrido traza una pendiente hacia el sur que se acelera de Larache a El Yadida, cae en vertical hasta Mirleft y luego en Tan-Tan se suaviza hasta el punto de destino: Tarfaya, una de las pistas de aterrizaje más desoladas del planeta.

Para pulsar las sensaciones de ese Ícaro moderno que fue Saint-Exupéry, lo ideal habría sido recorrer el mismo itinerario no por carretera, sino a vista de pájaro. Salvar a bordo de un biplano los 1.400 kilómetros de playas de arena fina que, a partir del parque nacional de Khenifiss, se transforman fugazmente en salinas y acantilados de perfil dentado de incluso treinta metros de altura, hasta la aparición de las primeras dunas de Tarfaya.

Es probable que la concepción de ‘el principito’ surgiera en tarfaya, aunque fue escrito después, en estados unidos.

La perfección en la escritura, decía el autor francés, se alcanza cuando no hay elementos que suprimir y solo queda lo esencial. A medida que nos vamos acercando al extremo sur de Marruecos, este criterio se traslada al paisaje y se percibe desde el asfalto. Dejado atrás Akhfenir y la reserva ornitológica, siguiendo el trazado alquitranado de la N-1, la tierra deja de disimular su sed, el silencio se adensa y los arenales engullen porciones enteras de carretera, que los camellos, en busca de tallos verdes, cruzan con su acreditada parsimonia. Solo quedan tres ejes de coordenadas: océano, desierto y cielo.

Monumento a Saint-Exupéry, un Breguet 14 de Aéropostale a punto de despegar.

El “hormiguero” actual de Tarfaya poco tiene que ver con el paisaje que acogió a Saint-Exupéry: un aislado fortín español, un hangar de modestas proporciones, tiendas dispersas de tribus nómadas… Ahora, las obras de ampliación del puerto, la construcción de la central eólica más grande de África o los viajes organizados al desierto insuflan vida a la zona. Su fisonomía se ha desfigurado. El conjunto de edificios de un blanco casi níveo que se alzaban antaño en primera línea de mar pasó a soberanía marroquí en 1958, y hoy Tarfaya es una ciudad genérica, un abigarrado enjambre de casas de autoconstrucción de aspecto humilde que salpican un callejero irregular. El legado arquitectónico europeo ha subsistido a duras penas, con peor o mejor suerte. Desde el espigón que se adentra en el océano se divisan los muros extenuados de Casamar: edificada por un ingeniero escocés en 1886 sobre un peñasco en la bahía de Tarfaya (con piedras transportadas, según dicen, por dromedarios desde Smara) para albergar un puesto comercial, sus ruinas ejercen una fuerte atracción por su singular enclave, en el mismísimo océano junto al desierto, y evocan ese pasado en el que Tarfaya fue un significativo centro de comercio mundial y de correo postal.

Se puede acceder al esqueleto de Casamar en las últimas horas de la tarde, cuando la marea retrocede y los partidos de fútbol entre jóvenes locales transforman la arena de la playa, mojada y lisa, en un improvisado terreno de juego. Cerca de allí, desde 2004, se levanta el Museo Saint-Exupéry, que homenajea las gestas de la Aéropostale y recuerda el papel que ejerció Saint-Ex como mediador en las negociaciones con españoles y tribus autóctonas en su árabe precario. En el paseo marítimo, un monumento algo desangelado rinde tributo al piloto-escritor: se trata de un pequeño biplano verde con el morro elevado, como a punto de emprender el vuelo. Un poco más allá, aún se tienen en pie los restos del antiguo barrio español, vapuleado por la arena y castigado por el abandono. Del cine apenas se intuye la fachada. La película ahora es otra.

Al fondo, marismas y salinas comercialmente explotadas.

Es probable que la concepción de El Principito surgiera allí, en medio de las dunas y la persistente luz del desierto, antes de escribirlo, 15 años después, en Estados Unidos. Como explica Montse Morata en Aviones de papel, la reciente biografía en español sobre Saint-Exupéry, este había rechazado un puesto cómodo y prometedor como representante de la compañía aérea en Madrid para gestionar las relaciones con el Gobierno español. Lo que anhelaba era escapar de la mediocridad y del ruido, volar. “No te puedes imaginar la calma, la soledad que uno encuentra a 4.000 metros de altura”, le dijo a su madre en una de las cartas que conforman su extensa relación epistolar. Al cabo de pocos meses, en otra misiva desde Cabo Juby, escribe: “Aquí mi función es la de domesticar. Me gusta, es una palabra bonita”. Se refería a los animales, entre ellos un antílope y un feneco, el pequeño zorro del Sáhara, pero también a que ejercía de apaciguador entre sus congéneres, pues le tocaba aplacar ánimos y mediar en los conflictos que surgían.

Los aviones de la empresa pasaban solo un día por semana y una vez al mes llegaban provisiones de Canarias. Aburrido, se dio a la tarea de aprender árabe; el resto del tiempo languidecía entre los paseos hasta Casamar, partidas de ajedrez y de cartas con los soldados españoles, lecturas de manuales técnicos y científicos o visitas a los jefes de las tribus, reconfortados por su trato asequible. Años más tarde, en Carta a un rehén, que nació de un prólogo a una obra de su amigo Léon Werth, a quien dedicó El Principito, sintetizó su paso por el desierto: “Viví en el Sáhara. Soñé, también yo, después de tantos otros, con su magia. Cualquiera que haya conocido la vida en el Sáhara, donde aparentemente todo es mera soledad y desamparo, llora aquellos años, a pesar de todo, como los más hermosos que le ha tocado vivir”.

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