Erbênia, salvadora de campesinas
Una exmonja ayuda a mujeres brasileñas a salir de la pobreza inculcándoles el amor por la tierra
La chica de los vaqueros tendría más o menos su edad, 17 años. Un hombre forcejeaba con ella al atardecer, al borde de la carretera, arrastrándola entre las plantas de caatinga. A la mañana siguiente, los vaqueros y la camiseta de color claro colgaban destrozados de un arbusto, como restos obscenos de una comida criminal.
Aquella noche Erbênia vio a la joven desaparecer en el bosque y corrió al pueblo en busca de ayuda. “Es una prostituta, ¿qué más te da?”, fue la respuesta unánime de la gente. Y esa chica desfigurada por el miedo, a la que no había podido salvar de la muerte, la visitó durante años en sus pesadillas. Pero la decisión ya había sido tomada: dejarlo todo —familia, novio, una vida tranquila— para hacerse monja y ayudar a las mujeres que sufren, curándose también a sí misma del trauma de la impotencia.
Erbênia de Sousa tiene 50 años, pero parece no tener edad. Su figura es menuda, su sonrisa radiante, el traje corriente, no un hábito religioso, y lleva un pequeño sol de madera colgado del cuello. Vive al noreste de Brasil, en Crateús, una ciudad de 74.000 habitantes que es el corazón de la zona semiárida más poblada del mundo, el Sertão del que se habla en los libros de João Guimarães Rosa, el Céline brasileño. Aquí la sequía crónica hace estragos entre los campesinos ya afectados por el monopolio de los latifundistas y, cuando llega la lluvia, es violenta, superficial, incapaz de empapar a fondo el suelo destinado a desierto.
Crateús se encuentra en Ceará, uno de los más pobres de los 27 Estados brasileños, lejos del desarrollo rampante que caracteriza a otras zonas del país-continente. Para la gente de aquí, los Juegos Olímpicos de Río son como un universo a años luz, igual que la crisis política que culminó con el proceso de destitución de la presidenta Dilma Rousseff, aprobado por el Senado Federal el pasado mayo. El 18% de la población de Ceará roza la pobreza extrema, frente al 6% de la media nacional, y en las zonas rurales del interior viven más de la mitad de los habitantes más pobres de todo Brasil.
Erbênia, hija de esta tierra rencorosa, se ha convertido, a su pesar, en un símbolo. Desde 2005, dirige la Caritas local, una asociación dependiente de la diócesis, aunque el Vaticano ya no reconoce su congregación religiosa, las Hermanas Misioneras de Jesús. Lo mismo que ha ocurrido en Brasil con algunas organizaciones de la teología de la liberación, consideradas demasiado revolucionarias y comunistas. Pero Erbênia se sigue sintiendo hermana, vive en una comunidad dedicada a ayudar a los necesitados y, más que revolucionaria, ella prefiere definirse como aventurera: apoya al histórico movimiento de los Sin Tierra en las ocupaciones de los terrenos sin cultivar de los grandes latifundistas, y también los campamentos urbanos de quienes reclaman una casa. Como las 175 personas acorraladas en la periferia de Crateús en un asentamiento ilegal que lleva el nombre del padre Gérard Marie Fabert, un sacerdote francés que dedicó su vida a los más pobres, también en Brasil. Han ocupado estas tierras y desde hace cuatro años piden al Ayuntamiento que les proporcione luz, agua corriente y alcantarillas, porque no se pueden permitir un alquiler en otro sitio. Pero por ahora, sus peticiones han quedado atascadas en el lodo de la burocracia.
Está claro que un temperamento como el de Erbênia, insensible incluso a las amenazas de los políticos locales y los latifundistas, no estaba destinado a una vida ordinaria: “Figúrate, mi novio de juventud vuelve a aparecer de vez en cuando”, confiesa riendo, “y me pregunta: ‘¿Todavía no se te ha pasado la obsesión por los pobres?”. Él la sigue esperando, “pero ahora soy esposa y madre de esta gente”.
Esta monja inconformista no tardó mucho en darse cuenta de que, para evitar que las mujeres fueran víctimas de la explotación y la violencia, primero había que conseguir que fueran realmente libres; acompañarlas fuera de la miseria y de los túneles sofocantes de una sociedad machista, partiendo precisamente de la “vocación por la tierra” que por aquí impregna cada proyecto y cada esperanza. “Hemos abierto escuelas para enseñar a lograr que los huertos sean productivos, incluso los más pequeños, cultivando mijo, mandioca y plantas locales como el anacardo, con frutos buenos y alimenticios. Las hemos convencido de que la tierra no es solo un lugar de sufrimiento, y de que no deben sentirse inferiores por ser campesinas. Al contrario, la devoción por la tierra debe ser su motivo de orgullo”.
Para evitar que las mujeres sean víctimas de la explotación y la violencia, primero hay que conseguir que sean realmente libres
La filosofía es la de Paulo Freire, educador brasileño de la clase obrera. El apoyo llega de la ONG italiana WeWorld, una de las pocas organizaciones internacionales que trabajan en el noreste de Brasil con proyectos sobre la seguridad alimentaria. El método es la agricultura familiar biológica, opuesta a la intensiva y química de los latifundistas, que sitúa a Brasil entre los primeros países del mundo en el uso de pesticidas y semillas modificadas genéticamente. Las campesinas de Erbênia, sin embargo, practican el respeto a la naturaleza y a sí mismas, a la espera de la reforma agraria que ni siquiera el expresidente sindicalista Lula fue capaz de poner en práctica en sus felices años de cercanía a los más pobres.
“Nos oponemos también al negocio de la sequía”, añade Erbênia. “Los fabricantes de tanques para el agua mantienen lazos con los políticos locales, que imponen tanques de plástico de 5.000 reales (unos 1.400 euros). Nosotros los fabricamos de cemento, más ecológicos, a un tercio del precio. Y así bloqueamos a los que quieren especular con los pobres. Por eso llegan las amenazas”.
El hambre de verdad no es solo el recuerdo de la gran sequía de los años setenta y ochenta: entonces Erbênia vio a una familia entera enfermar por comer una vaca casi descompuesta que habían encontrado en la calle, la única comida a la que podían aspirar. Y oyó cómo un niño pedía a su madre que matara y cocinara a su perro, porque los calambres en el estómago eran definitivos. “Así muere la dignidad humana”, reflexiona la monja, a cuyo alrededor gravitan ahora 55.000 personas que asisten a sus cursos de amor a la tierra. Como María de Jesús, vigorosa a sus 67 años: con la venta de los frutos de su huerto ha comprado nuevos campos y ahora es propietaria de 28 hectáreas y gana 2.000 reales al mes, más del doble del salario mínimo, fijado por el gobierno en 880 reales (unos 244 euros). Aún más sorprendente es el ejemplo de Antonietta, 46 años y tres hijos, que admite: “Pasábamos hambre, literalmente”. Nos lleva a su casa a las afueras de Crateús: tiene cultivos de lechugas y legumbres, dos pozos, e incluso cría cerdos. “Es una auténtica empresaria agrícola”, remacha Erbênia, “y ya no es esclava de la pobreza”.
Son victorias de la tenacidad en el noreste de Brasil, que no es precisamente un país para mujeres, con sus elevadísimos índices de violencia de género (6,9 feminicidios por cada 100 mujeres, frente a una media nacional de 5,22) y de embarazo adolescente. “Hemos sido capaces de reducir en un 60% la migración de campesinos a la costa y a Fortaleza, capital de Ceará, donde terminaban en los tugurios de las favelas, entre tráfico de drogas y prostitución”, explica Erbênia.
María, símbolo del 'no'
La mujer que arrastró a Brasil a los tribunales por machismo tiene uñas rojas cuidadas, y una mirada apacible y amable que refleja el cansancio de una larga batalla. Sus piernas, que se mantienen unidas por una banda elástica, llevan más de 30 años atrapadas en una silla de ruedas, pero no le impiden viajar o sentirse por fin una persona nueva y, en el fondo, agradecida a la vida. Porque ella, Maria da Penha, es ahora el símbolo del no de todas las mujeres brasileñas a la violencia de género.
[Sigue este enlace para leer la entrevista completa y ver el vídeo]
Uno de estos agujeros negros es el Conjunto Palmeiras, una de las 580 favelas de Fortaleza, con cerca de 30.000 habitantes. En sus laberintos contaminados por alcantarillas al aire libre y miradas ebrias de cachaza, la policía solo entra para liquidar a los delincuentes más jóvenes y nunca para prevenir el crimen. Nos lo cuenta Aurinelia, de 38 años, llovida desde otros mundos a este amasijo de precariedad: entre un embarazo y otro, se licenció en pedagogía, y ahora enseña en un parvulario, manteniendo con la cabeza alta a cinco hijos y a su marido en paro. “Pero si pudiera vivir de la poesía ...” se evade con un suspiro infantil, mostrando sus versos impresos en cordeis, libritos de versos que aquí son muy populares. Aurinelia demuestra la misma capacidad de adaptación que Erbênia de Sousa, pero prefiere la poesía a la Biblia: la investiga en clave de mujer, en busca de las protagonistas femeninas de sus páginas, y propone su lectura a sus mujeres durante unas reuniones muy participativas, sembrando orgullo en quienes pensaban que las grandes historias solo las escribían los hombres.
Erbênia de Sousa es una de las protagonistas de la película documental Mothers que el director italiano Fabio Lovino ha rodado en cinco países del mundo, en colaboración con la ONG WeWorld, para narrar varias situaciones de violación de derechos de la mujer.
La primera proyección de Mothers en Brasil tuvo lugar el 9 de agosto en Fortaleza, y el 29 de septiembre se presentó en el Parlamento italiano en Roma.
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