Tristeza ‘post coitum’
Mi vecina, una vestal rubia, tenía un novio que debía alimentarse solo a base de mangos, aguacates y langosta, pues fornicaban con insultante regularidad
En Las chicas, la maravillosa novela de Emma Cline, hay una escena en la que la protagonista, ya en su abatida madurez, pasa una noche escuchando cómo en la habitación de al lado dos adolescentes fornican. A la mañana siguiente, el chico deja a la muchacha sola con la narradora. Están en una casa y en un mundo que no es ni será de ninguna de las dos. La adolescente finge que no la han abandonado y la protagonista finge algo mucho más complicado: que no la oyó anoche practicando sexo y diciendo todas esas cosas que se dicen en ese momento del fornicio en el que somos tristemente sinceros y que resultan tan incómodas a la mañana siguiente. “Era bonita, como una tísica, consumida por un calor eterno. Traté de localizar algún residuo pornográfico de la noche anterior, pero no quedaba nada. Tenía la cara tan blanca e inocente como una luna menor”, escribe Cline.
Hace muchos años, vivía en un piso con paredes de papel de fumar. Mi vecina, una vestal rubia, tenía un novio que debía alimentarse solo a base de mangos, aguacates y langosta, pues fornicaban con insultante regularidad. Les oía todo, hasta el punto que me sabía sus rutinas. Podía anticipar el momento en que alguno iba a correrse. Jamás he tenido tele en la alcoba. Por la mañana, cuando me cruzaba a la bella vecina radiante en las escaleras, yo siempre bajaba la cabeza y me escabullía. Aún no tengo claro qué me daba más apuro; recordarla gimiendo y pidiendo cosas que no están en ningún diccionario la noche anterior, o que ella llevara meses sin escuchar ningún sonido salir de mi habitación. Jamás he tenido tele en la alcoba.
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