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La guerra silenciosa del espionaje

El Centro Nacional de Inteligencia es el equivalente a la CIA. El gran servicio español tiene 3.500 efectivos y un presupuesto de 240 millones. Es considerado la autoridad nacional de inteligencia. Su cliente es el presidente.
Jesús Rodríguez

LA PALABRA maldita es incertidumbre. Y la mágica, adelantarse. Están obligados a interpretar el futuro. Prevenir las amenazas. Y actuar. La respuesta debe ser inmediata. Hoy los riesgos se transforman en masacres sin previo aviso. Como el 11-M en Madrid; como en los atentados de Nueva York, Londres, París y Bruselas. El trabajo de los servicios de inteligencia es advertir a los que deciden. De forma escueta y objetiva. “Señor presidente, pensamos que en función de la información de la que disponemos puede pasar esto”. Son los ojos, oídos y, llegado el momento, el músculo del Estado contra el terrorismo.

Ya todo es global y transversal. Los acontecimientos en cualquier lugar del planeta, desde el narcotráfico y las migraciones a la inseguridad energética o las alarmas sanitarias, afectan al resto. Y el Gobierno debe conocer esos retos y cómo acometerlos a través de informes adecuados en su temática, oportunos en el tiempo y suministrados por un canal seguro. Un oficial de Marina con un alto puesto estratégico, con el mismo rango y estilo indumentario que el comandante Bond, lo resume en una frase de sabor náutico: “Los de inteligencia deben ser los vigías en lo alto del palo del barco, oteando el horizonte, viendo de lejos las tormentas y orientando al capitán para que el velero maniobre sin sorpresas. Ahí cabe todo”.

Los responsables de todos los servicios de inteligencia españoles coinciden a la hora de enumerar las grandes amenazas a las que deben hacer frente: el yihadismo, la ciberseguridad y los ataques contra nuestro sistema financiero y económico. A partir de ahí, la lista de peligros se vuelve interminable, debido al espeso tejido que han formado en la última década los terroristas con los Estados fallidos, el crimen organizado, la delincuencia económica y los tráficos ilícitos de personas, armas y drogas. Es difícil saber dónde empieza y termina cada uno. “Si con la Guerra Fría había un enemigo, que era el bloque soviético, y, en España, durante décadas, uno mortal con cara y ojos, que era ETA, en muy pocos años el número de enemigos se ha vuelto gigantesco y difuso”, explica una fuente del Centro Nacional de Inteligencia (dentro del gran servicio español, con más de 3.500 miembros y 240 millones de presupuesto, uno nunca sabe a ciencia cierta a qué se dedica su interlocutor o interlocutora), que continúa: “Y eso unido a un mundo interconectado, con una evolución tecnológica impresionante y una avalancha de información (el 96% del total de datos registrados de la humanidad se ha generado en los últimos dos años, según los expertos), nos obliga a replantearnos a diario nuestro oficio. Para ser útiles y relevantes tenemos que adaptarnos a ese mundo. Estar donde pasan las cosas. La clave en inteligencia es aproximar lo máximo posible tu fuente, ya sea técnica o humana, al origen de la información”.

La Comisaría General de Información está situada en el complejo policial de Canillas, en Madrid. Son los pioneros en la inteligencia. En la lucha contra ETA apostaron por controlar a su aparato político. Contra el yihadismo, por la proximidad social.

–¿Tienen todavía valor los confidentes y los infiltrados frente a los satélites y los sistemas que canibalizan los ordenadores?

–La inteligencia humana a la que se refiere fue durante mucho tiempo lo único con lo que contaban estos servicios; más tarde fue desbordada por la tecnología. Hoy vuelve a ser clave. Hay que estar cerca de los objetivos. Y eso lo hacen las personas.

El peligro número uno es el yihadismo. El extremismo islámico. Esos 4.000 foreign fighters europeos (1.000 franceses, pero tan solo 160 de origen español) que combaten en Siria e Irak en las filas del Estado Islámico (los europeos son un 20% del conjunto de los efectivos del califato), se mueven rápido en un mundo interconectado y tal vez un día regresen y actúen aquí, como han hecho en otros puntos de Europa. A ellos hay que sumar los jóvenes musulmanes de segunda y tercera generación nacidos en Occidente, con problemas de identidad, que se autorradicalizan en sus casas, en mezquitas salafistas (hay medio centenar en España) y en las cárceles, donde ingresan como pequeños delincuentes y salen como combatientes. Su voluntad y capacidad de atentar es imprevisible. No responden a ninguna autoridad. Sus ataques son indiscriminados, contemplan la inmolación y van destinados contra objetivos blandos: ciudadanos sin protección ni capacidad de defenderse.

Diez mil hombres y mujeres están obligados en España a enfrentarse a esa avalancha de retos. Forman parte de los siete organismos que captan información y producen inteligencia en España: el Centro Nacional de Inteligencia (adscrito al Ministerio de la Presidencia), la Comisaría General de Información, el Servicio de Información de la Guardia Civil y el Centro de Inteligencia contra el Terrorismo y el Crimen Organizado (los tres a cargo del Ministerio del Interior); el Centro de Inteligencia de las Fuerzas Armadas (dependiente de Defensa) y los centros de información de los Mossos d’Esquadra y la Ertzaintza. Sus miembros nunca confesarán a qué se dedican. Tampoco podrán celebrar sus éxitos. La discreción es su paradigma. Además, como recuerdan a cada paso de la conversación, su estructura, organigrama, instalaciones, fuentes y procedimientos están clasificados.

El general Sanz Roldán, director del CNI.

Estos siete organismos constituyen la llamada comunidad de inteligencia. Tan variados, concienciados y eficaces por separado, como descoordinados a la hora de compartir información y realizar operaciones conjuntas.

Los miembros son policías, guardias y militares, y también técnicos, filólogos y profesores que se estructuran en equipos flexibles, plurales y multidisciplinares, que nacen y mueren para dar respuesta a cada una de las situaciones de inteligencia que surgen dentro de cada gran amenaza (terrorismo, energía, migraciones, drogas, blanqueo), sin tener en cuenta en qué lugar del mundo acontecen, como ocurría con el espionaje clásico. Lo importante es el qué y no el dónde. De ahí la división por temas en la que trabajan esos agentes de distinta procedencia y formación. El común denominador es el terrorismo. De la lucha contra ese fenómeno proceden los responsables de los distintos servicios. El director de Inteligencia del CNI, cuyo nombre es secreto, es un coronel del Ejército, máxima autoridad en terrorismo desde los años de plomo de ETA. El número dos de la Guardia Civil, el teniente general Pablo Martín Alonso, ha pasado gran parte de su carrera en tareas de información antiterrorista, lo mismo que el comisario jefe de Información de la Policía, Enrique Barón, o el general Pablo Salas, de Información de la Guardia Civil. Incluso el jefe de la Oficina Central de Inteligencia de la Ertzaintza, el comisario Jon Ziarsolo, fue uno de los primeros expertos sobre ETA de la policía vasca; de los primeros entrenados por los comandos de la SAS británica en una discreta finca alavesa llamada Berrozi; la banda terrorista se cobraría la vida de 15 de sus agentes, incluidos tres de sus jefes. Ziarsolo también pagó caro el precio de su lucha: “Durante años no pude decir a qué me dedicaba; no podía tener un vehículo ni una casa a mi nombre. Me movía con la pistola cargada y lista. Incluso me acusaron de torturas. Gajes del oficio”.

Operación Caronte contra el yihadismo a cargo de los Mossos.

Si el antiterrorismo fuera un partido de baloncesto, algunos servicios de inteligencia (especialmente el CNI, a imagen y semejanza de la CIA) se dedicarían a la defensa en zona, más estratégica y reflexiva; en la que cada jugador tiene asignado racionalmente un espacio que proteger y valora cada gesto del contrario sin entrar en contacto con él, con el objetivo de que no alcance la canasta. Mientras, los servicios policiales (igual que el FBI) practican la defensa al hombre, más física y táctica, en la que el defensor y el atacante están en contacto; en los que hay que detener al adversario antes de que dispare. Fuera del terreno de juego, el Citco (Centro de Inteligencia contra el Terrorismo y el Crimen Organizado) es un punto de encuentro de todos los servicios de inteligencia en materia antiterrorista y de valoración de la amenaza. Y el Cifas (Centro de Inteligencia de las Fuerzas Armadas), un servicio militar que consigue información a través de medios propios, como el satélite Helios o el sistema Santiago de captación de señales, y mediante la valiosa inteligencia humana que obtienen en las zonas de operaciones donde se encuentran las tropas españolas: Afganistán, Irak, Líbano, Turquía, Malí, Senegal o Somalia.

infoseguridad

La coordinación es la asignatura pendiente. Como explica el profesor Antonio M. Díaz Fernández, de la Universidad de Cádiz, uno de los expertos en servicios secretos en nuestro país, “la comunidad de inteligencia no debe ser un mero agregado de organismos, sino algo que interactúe y consiga crear un producto superior y diferente al que entregarían la suma de todos ellos de forma individual. Solo así tiene sentido. El reto es la coordinación. Hay que crear un organismo que lidere la inteligencia”. Algunos espías españoles apuestan por la necesidad de un zar; un superagente que tenga en la cabeza toda la inteligencia del país, ayudado por un Comité Nacional, como el director de la Inteligencia Nacional, en Estados Unidos, un puesto creado tras el fallo de información y coordinación que provocó la catástrofe del 11 de septiembre de 2001. Ese puesto en España debería ser ocupado por el director del CNI, al que la ley le otorga el cargo de “autoridad nacional sobre la inteligencia y la contrainteligencia”. Sin embargo, cada uno sigue yendo por libre.

Hablando con ellos, la descoordinación es evidente. El CNI considera que solo ellos hacen inteligencia: “Captamos información por medios propios, realizamos un tratamiento exclusivo, tenemos la representación exterior y nuestro cliente es el presidente y su Gobierno, que nos dice qué debemos investigar a través de una directiva anual y secreta”. “De las 38 operaciones de neutralización de yihadistas que la policía y la Guardia Civil llevaron a cabo en 2015, nosotros participamos en 31 aportando información”, explica un directivo del centro. “Nosotros no detenemos; no instruimos, no judicializamos. No salimos en televisión. Decimos quién es el malo. Nos apartamos. Y lo detiene la policía y la Guardia Civil a las órdenes de un juez. Como dice nuestro director, el general Sanz Roldán, ‘no somos radicales libres ni salimos de caza”.

Los Mossos d’Esquadra tienen su sede en el Complejo Egara, en Terrassa. Crearon su Comisaría General de Información en 2010. Cubren una población de ocho millones de habitantes, de los que medio millón son musulmanes. Aspiran a coordinarse mejor con el Estado.

Por su parte, la Policía, cuando juzga a la Guardia Civil, argumenta que un servicio de carácter militar no está preparado para diluirse en una sociedad civil y que ellos son los pioneros y los especialistas en la lucha antiterrorista moderna. Fueron, por ejemplo, los primeros que se introdujeron en el entramado político, financiero, logístico y psicológico de ETA. La Guardia Civil responde tachando de oportunista y politizada a la policía. Y presumiendo de haber hecho un impecable trabajo operativo en Francia contra la banda etarra en compañía de las fuerzas policiales de ese país. Mientras, las dos grandes autonómicas se quejan de estar marginadas de los centros de coordinación, de tener amputadas capacidades policiales, como extranjería, documentación o control de armas y explosivos, y de no poder relacionarse oficialmente con los servicios de inteligencia mundiales sin pasar por la ventanilla del Cuerpo Nacional de Policía, “lo que provoca que estemos apostando por relaciones informales, de confianza, directas con las policías extranjeras; canales confidenciales que son más rápidos y menos burocráticos”, explica el comisario Ziarsolo. “En cualquier caso, yo nunca me guardaré un dato que pueda salvar una vida. En este país los servicios han jugado mucho al mus en antiterrorismo”, concluye.

El descontento fundamental viene de los Mossos d’Esquadra, que cubren una población de más de ocho millones de habitantes, entre ellos más de medio millón de musulmanes; un territorio donde se localizan las mezquitas y activistas más radicalizados del Estado, y donde se detuvieron en 2015 a la mitad de los yihadistas apresados en España. Los Mossos se sienten maniatados. Aun así, el intendente Miquel Justo, segundo jefe de su comisaría general de Información, esgrime una de las grandes ofensivas antiterroristas que su departamento ha llevado a cabo en solitario, denominada Operación Caronte, como ejemplo, “de que una policía joven y de proximidad puede hacer grandes cosas contra el terrorismo. Hemos apostado por la coordinación con las policías locales a través de la iniciativa Proderai (Procediment de Detecció de la Radicalització Islamist). Y ha funcionado. En esta operación había un mosso infiltrado y conseguimos detener a 11 personas que estaban a punto de atentar. Pero tenemos que trabajar juntos. Tienen que contar en Madrid con nosotros en materia de inteligencia. Para empezar en el Citco”.

El aspecto de los cuarteles generales de los servicios de inteligencia españoles es calcado (con excepción del bucólico complejo de la Ertzaintza,  a las afueras de Bilbao). Los pasillos son los mismos. Ya estén en un búnker o en un edificio acorazado. Limpieza impoluta, luz escasa, ausencia de ventanas, silencio sepulcral y miradas de soslayo. Puertas cerradas y sin distintivos. Gente joven. Atuendos informales. Mobiliario barato. Despachos sin papeles y un ordenador como decoración. Algún souvenir llegado de algún rincón remoto del planeta. Con un poco de suerte se puede atisbar en una esquina una bolsa de lona negra que deja entrever un contenido tecnológico complicado de identificar. O el retazo de un mapa con alfileres de colores taladrando objetivos clasificados.

Detención de un yihadista en Melilla, en 2014, por parte de la policía.

El CNI lleva al extremo el secreto que le exige la ley. Es la única institución del Estado a la que no se puede acceder con un teléfono móvil, algo que, por ejemplo, no ocurre en el búnker del Departamento de Seguridad Nacional, en La Moncloa. A pesar de que el origen y cultura de cada uno de sus efectivos es distinto, las estructuras orgánicas no difieren demasiado. Cada uno está en su puesto: los obtenedores, los agentes operativos de cada servicio, absorbiendo información. Unas veces para conocer y entender al enemigo; otras, para detenerle antes de que actúe. Hay que pisarle los talones mediante operaciones clandestinas; confidentes, seguimientos, escuchas, satélites espía; infiltrándose en las redes sociales; horadando servidores, practicando puertas traseras, descifrando códigos e interceptando comunicaciones. Y también seduciendo a los servicios de inteligencia de todo el mundo, incluso a aquellos con los que las relaciones entre Gobiernos son distantes, para conseguir los mejores datos y evidencias, en una suerte de diplomacia paralela en la sombra. Y se trata, sobre todo, de estar en la calle, en los barrios fronterizos, olfateando, frecuentando mezquitas, buscando las conexiones entre el terrorismo y la delincuencia común. La inteligencia es un oficio extraño que se alimenta de paciencia.

A continuación llegan los analistas, cuyo papel ha ido creciendo hasta superar en ocasiones a los agentes secretos, a los que orientan en sus adquisiciones. Y con los que trabajan en equipos conjuntos. “Los analistas somos culos planos, ratones de biblioteca; nuestro trabajo consiste en pasar miles de horas delante de un ordenador, evaluando, discriminando, contrastando y concluyendo sobre la información que nos proporcionan; de ahí surge la inteligencia”, define el comandante A, un joven experto antiterrorista que dirige el jugo de neuronas de la Unidad Central Especial 2 de la Guardia Civil, dedicada al fenómeno yihadista, la más poderosa de la benemérita en materia antiterrorista.

“El terrorismo ha cambiado. Hoy es imposible dar seguridad a una sociedad cuando un lobo oculto decide salir a la calle a matar con un cuchillo”, reflexiona el inspector jefe J, responsable de los agentes operativos de la Comisaría General de Información del Cuerpo Nacional de Policía, un cuarentón en camisa de cuadros y vaqueros, con aspecto de corredor de maratón, que trabaja en el corazón del amurallado complejo policial de Canillas, en Madrid. “La seguridad la debemos construir entre todos y es la sociedad la que tiene que detectar los comportamientos de radicalización: el vecino extremista que causa miedo en el barrio y la chavala de 14 años que se radicaliza por las redes sociales y se quiere ir a Siria. Prevenir es la mejor arma de inteligencia en un país con dos millones de musulmanes. Y, además, contamos con una inteligencia estratégica, de análisis de la realidad, que nos permite adelantarnos a los acontecimientos. Nueve meses antes de que Al Baghdadi (el califa, el líder del Estado Islámico) tomara el poder, en junio de 2014, en zonas de Siria e Irak, desde este servicio advertimos que se podía dar ese escenario. Y comenzamos a cambiar nuestras estructuras. En la policía llevamos 50 años luchando contra ETA; algo sabemos de terrorismo, y aunque son fenómenos diferentes, porque el yihadismo se basa en la desestructura y la anarquía y ETA tenía una jerarquía y una forma meticulosa de actuar, aquellos procedimientos de inteligencia y todo ese know how valen: las fuentes humanas, las lecciones aprendidas, la colaboración con otros servicios; el despliegue internacional; el trabajo en redes sociales; la forma de elaborar la información; la gestión del estrés. Ha habido un cambio de ciclo en los servicios de inteligencia. Y España se ha convertido en punta de lanza contra el yihadismo. Y hemos logrado detener desde los atentados del 11 de marzo de 2004 a cerca de 700 personas. Estamos más preparados que nunca, pero nuestro trabajo es más difícil que nunca”.

La información de la Guardia Civil está situada en un edificio anónimo en Madrid. Desde 2004, su Unidad Central 2 se ha convertido en su punta de lanza contra la yihad. Han extendido en poco tiempo su despliegue de inteligencia por el mundo.

La materia gris de su directa competencia antiterrorista, la UCE 2 de la Guardia Civil, se concentra en una sala diáfana en un edificio funcional y sin distintivos cercano al aeropuerto de Madrid. No hay uniformes. Abundan las mujeres. Se trabaja en silencio. En la pared, un tapiz de terciopelo negro bordado con letras doradas en árabe proclama su trabajo: “Elaboradores”. Cocinan a fuego lento esa cascada de información hasta dar forma a documentos que, sin especular y con un ajustado cálculo de probabilidades, permitan al ministro del Interior adelantarse a las crisis, en un momento en que el concepto seguridad no tiene tanto que ver con los aspectos militares y sí con las libertades de los ciudadanos. Y que la clásica división entre lo nacional y lo internacional en inteligencia se ha ido desvaneciendo desde el final de la Guerra Fría. “Con el terrorismo yihadista no estamos tratando un problema de fuera; la mayoría ha nacido en Europa; no vienen a invadirnos, están aquí”, explica un oficial de inteligencia.

“Sin coordinación es imposible conectar todos los puntos de una investigación”, analiza el comandante A. “Esto es como un pasatiempo, si te saltas algún paso, si no cruzas la información antiterrorista con la de delincuencia común; con lo que tiene cada policía, y con lo de fuera, no te sale el retrato completo. En ese escenario nunca tendrás la cara del malo, que es un musulmán que no está en un zulo, sino en su casa; que lleva una doble vida; no tiene documentación falsa y no está fichado. Pero para conseguir eso hay que conectar todos los puntos”.

Algo que no se hizo el 11 de marzo de 2004. El resultado fue el atentado más grande sufrido en España. 191 muertos. Y un fallo de inteligencia sin precedentes. Repasar las actas de la comisión de investigación que se llevó a cabo en el Congreso entre julio y diciembre de 2004 aporta una imagen desoladora de la falta de coordinación entre servicios y sus distintas bases de datos (no solo antiterroristas, también en materia de documentación, huellas, detenidos, fallecidos o desaparecidos); la precariedad de medios puestos a disposición de aquel puñado de primeros agentes antiyihadistas y la absoluta ignorancia del Estado sobre la amenaza que se cernía en 2004, más allá de advertencias estratégicas del CNI y de algunos agentes de policía a los que nadie hizo caso.

Sala de Operaciones de la Guardia Civil, en Madrid. Desde aquí se siguen en tiempo real todas las operaciones del Cuerpo.

A partir de la masacre y la investigación parlamentaria del 11-M, llegaron los parches y los remedios. En las legislaturas de 2004-2011 se multiplicaron por 10 los agentes de Interior dedicados exclusivamente a la información e inteligencia yihadista, hasta rozar los actuales 1.500 efectivos. Un refuerzo que también acometió el CNI (que en 2012 pasó de la dependencia del Ministerio de Defensa al de Presidencia); los Mossos, en 2010, y la Ertzaintza, en 2013. Y, además, se fortaleció la presencia de inteligencia (la oficial y la clandestina) en el Magreb, el Sahel, el golfo de Guinea, Estados Unidos, Afganistán, Pakistán y Yemen. Y en todas las embajadas hay destacado un comisario o un coronel de la Guardia Civil. También en los organismos antiterroristas europeos (hoy un coronel de la Guardia Civil, Manuel Navarrete, dirige el Centro Europeo contra el Terrorismo de la UE). Y, a finales de esa legislatura, en 2011, el Gobierno de Rodríguez Zapatero a través de su ministro del Interior, Alfredo Pérez Rubalcaba, plasmaba por primera vez en un documento de inteligencia la “estrategia contra el terrorismo internacional y la radicalización”, que se basaba en cuatro ejes que ha asumido el Gobierno del Partido Popular: “Prevenir, proteger, perseguir y reaccionar”.

Ese mismo año terrible de 2004 se creaba el Centro Nacional de Coordinación Antiterrorista (rebautizado como Citco en 2014), que iba a reunir por primera vez bajo un mismo techo (un edificio con aspecto de hotel de paso a las afueras de Madrid) a policías, guardias, analistas del CNI y funcionarios de prisiones. Y les ponía a pensar juntos. Dependiente de la Secretaría de Estado de Seguridad, su jefe es, alternativamente, un comisario de policía (en estos momentos, José Luis Olivera, experto en delincuencia económica) y un coronel de la Guardia civil. Su objetivo, integrar toda inteligencia antiterrorista de la nación, tener identificados a los foreign fighters españoles, disponer de una base de datos con todas las operaciones en curso sea cual sea el organismo policial que las encabece (el Sicoa, un superordenador blindado en el sótano del edificio a cuyo cerebro solo tienen acceso tres personas) y realizar cada semana la valoración de la amenaza terrorista, en estos momentos fija en un inmutable nivel 4 de alerta. La amenaza continúa siendo alta. Y, según los agentes, “es improbable que descienda”.

El barrio del Príncipe, en Ceuta, un continuo objetivo de inteligencia.

Con una experiencia de 50 años de lucha antiterrorista, durante muchas décadas en solitario; con la herida de haber sido el objetivo del primer gran atentado yihadista en la Unión Europea, y con una cultura y despliegue respetados en todo el mundo, los servicios de inteligencia españoles van un paso por delante en la lucha contra el yihadismo radical. Hay una frase que muchos agentes repiten a modo de conclusión, aunque nada más pronunciarla, instintivamente, toquen madera: “Hoy sería muy difícil otro 11-M”. La completan con una segunda: “En cualquier caso, no se lo vamos a poner fácil”.

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Sobre la firma

Jesús Rodríguez
Es reportero de El País desde 1988. Licenciado en Ciencias de la Información, se inició en prensa económica. Ha trabajado en zonas de conflicto como Bosnia, Afganistán, Irak, Pakistán, Libia, Líbano o Mali. Profesor de la Escuela de Periodismo de El País, autor de dos libros, ha recibido una decena de premios por su labor informativa.

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