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Contra el aislamiento de una enfermedad curable

La tuberculosis es una de las muchas piedras en el camino de los refugiados. Kasem, sirio en Jordania, la sufrió, se recuperó y ahora se dedica a concienciar a sus compatriotas para que no la teman

Pablo Linde
Abdulkarim Al Kasem, durante su intervención en el congreso mundial sobre tuberculosis.
Abdulkarim Al Kasem, durante su intervención en el congreso mundial sobre tuberculosis.Marcus Rose (The Union)

Es probable que Abdulkarim Al Kasem, sirio de 35 años, se contagiase de tuberculosis en su propio coche, cuando transportaba a heridos de toda clase y condición para que recibieran asistencia médica. Comenzó a hacerlo poco después de comenzar la guerra en su país, tras ver cómo su cuñado moría en plena calle sin que nadie le prestase ayuda.

A partir de ahí, en un territorio sumido en el caos, sin pertenecer a ninguno de los bandos en contienda, simplemente acudía donde se le necesitaba sin preguntar por raza, religión ni ideología para transportar a quien lo necesitaba a la clínica u hospital más cercano. En medio de este conflicto, en 2013, comenzó a sentirse cada vez más débil, a perder peso, a tener sudores fríos, a toser…

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Paralelamente, la policía empezó a preguntar por él a los médicos con los que colaboraba. ¿Quién era aquél tipo que transportaba a los heridos? ¿De verdad no estaba alineado en ningún bando? ¿Por qué lo hacía? La insistencia de los agentes le hicieron temer por su seguridad, y la debilidad de su cuerpo, por su salud. Le diagnosticaron una infección sin mucha importancia y le prescribieron una medicación que no hacía ningún efecto al bacilo que realmente tenía alojado en sus pulmones.

A finales de ese año decidió abandonar su país, como tantos otros cientos de miles de compatriotas. Sabía que en cualquier momento iba a ser arrestado y decidió adelantarse a los acontecimientos. Junto a su mujer y sus por entonces tres hijos —ahora tiene cuatro—, hizo las maletas y se dirigió a la frontera con Jordania en un viaje de una semana, lleno de paradas y dificultades. Hubieron de esperar dos días en el límite entre ambos países antes de ser admitidos. “Cuando me preguntaron si tenía alguna enfermedad, mentí, dije que estaba bien, aunque cada vez me sentía peor. Si hubiesen sabido que estaba malo, seguramente no me habrían dejado pasar”, relataba poco antes de intervenir en una charla sobre el problema de la tuberculosis entre los refugiados en la 46ª conferencia internacional sobre la enfermedad que se celebró la semana pasada en Ciudad del Cabo.

Esta dolencia, que se transmite por el aire y ha desbancado al sida como la más mortal entre las infecciosas, es uno de los muchos problemas a los que se enfrentan quienes huyen de una muerte probable en sus países. Silenciosa, no siempre fácil de diagnosticar ni descubrir, pero curable en la mayoría de las ocasiones, tiene en la falta de tratamiento su oportunidad perfecta para viajar de unos pulmones a otros y propagarse entre aquellos que están hacinados y débiles.

En Siria la tuberculosis tiene un gran estigma. Quienes la sufren son aislados y por eso la gente tiene mucho miedo a confesar que la padece

Los que llegan a Jordania desembarcan en un país que ya de por sí tenía un sistema de salud muy justo para sus necesidades, y que ahora ha de atender las necesidades de más de 600.000 refugiados sirios, casi un 10% de su población total. A pesar de eso, según Khaled Abu Rumman, responsable del programa nacional de tuberculosis, los servicios están garantizados para todos. Si dejasen esta enfermedad inatendida, un brote se podría convertir en un problema de primer orden. Sin embargo, el propio Rumma admite las dificultades a las que se enfrentan los refugiados, cuyo seguimiento es difícil porque cambia con frecuencia de residencia y los materiales de detección no son siempre los más adecuados.

Quizás por estas dificultades, los primeros médicos jordanos que atendieron a Kasem volvieron a errar en el diagnóstico. No fue hasta que su esposa acudió a una charla sobre tuberculosis destinada a los refugiados cuando empezó a pensar que ésa podía ser su dolencia. “Identificó en mí todos los síntomas de los que le habían hablado y fuimos a un centro de salud preguntando específicamente por esa posibilidad”, relata.

Efectivamente, tenía tuberculosis. Por suerte, era la variante más común, la que sufre el 95% de los 9,5 millones de infectados, que es curable con un tratamiento de seis meses y deja de resultar contagiosa a los pocos días de comenzar la medicación.

Pronto comenzó a recuperar fuerzas. Volvió a andar, algo que ya a duras penas conseguía. Alojado en el piso de unos familiares con su esposa e hijos y sin ninguna ocupación, cuando recobró la salud tuvo claro a lo que iba a dedicar su tiempo: a concienciar sobre la enfermedad entre los refugiados, a explicarles los síntomas para que la identificasen y a ser una prueba viviente de que se puede salir de ella. “En mi país la tuberculosis tiene un gran estigma. Quienes la sufren son aislados, se piensa que no debe interactuar con nadie y por eso la gente tiene mucho miedo a confesar que la padece. Incluso se lo llegan a ocultar a sus parejas y seres más cercanos, algo que puede resultar muy peligroso, ya que es probable que los infectes”, cuenta Kasem.

A pesar de una larga convivencia con él antes del diagnóstico, sus familiares tuvieron suerte y ninguno contrajo la enfermedad. Ahora, aspira a volver algún día a su país, quizás a la tienda de alimentación donde solía trabajar, para rehacer su vida. Y desea que alguno de sus cuatro niños pueda estudiar la carrera de medicina para ayudar a quienes tienen enfermedades como la suya.

Sobre la firma

Pablo Linde
Escribe en EL PAÍS desde 2007 y está especializado en temas sanitarios y de salud. Ha cubierto la pandemia del coronavirus, escrito dos libros y ganado algunos premios en su área. Antes se dedicó varios años al periodismo local en Andalucía.

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