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Aviones de papel. Bombas de plastilina

Los niños sirios que llegan huyendo con sus familias a las costas griegas son muy parecidos a los españoles, aunque sus vivencias sean bien distintas

Espacio Feliz para los menores refugiados en Samos, Grecia.
Espacio Feliz para los menores refugiados en Samos, Grecia.M. A. R.

Hay sonrisas que te parten el alma. Así, sin edulcorantes.

Encontré la mía en una idílica isla de Grecia, Samos, uno de los principales puntos de entrada a Europa de las miles y miles de personas que escapan de la guerra en Siria, Afganistán y otros tantos mataderos abiertos en los márgenes del mundo, y en los que llueven bombas con rencor, con el único argumento del insomnio de las armas.

Allí, en la zona portuaria de esta isla, un grupo de cooperantes de Cruz Roja Española ha desplegado una Unidad Móvil de Salud y ha montado un Espacio Feliz para los menores refugiados, un lugar para actividades de ocio y juego para unos peques acostumbrados a la sordidez de la guerra.

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Una de las cosas que más les gusta a los peques, que, al parecer, son bastantes parecidos a los nuestros, es jugar con la plastilina, dibujar y hacer aviones de papel.

Sí, son muy parecidos a nuestros peques, pero no iguales. Porque los aviones de papel que hacen los pequeños refugiados sirios están cargados de bolitas de plastilina.

Me apresuré a tomar uno de estos aviones y me atreví a corregir a los niños porque, al jugar con ellos, caían trozos de plastilina que habían puesto dentro. Y allí, en una idílica isla de Grecia, la sonrisa de un niño que me explicaba que eran bombas me trepanó un trozo de alma. Sin anestesia.

Y allí sigue un grupo de cooperantes de Cruz Roja, que también ha desplegado una Unidad de Salud en otra isla, Chios, regada diariamente también por centenares y miles de personas que escapan de lugares que huelen a último, o a penúltimo.

Asisten en ambas Unidades a unas 200 personas al día con todo tipo de dolencias, muchas de ellas vinculadas con el éxodo físico que están atravesando desde sus países de origen y, sobre todo, con el impacto emocional de acostumbrarse a perder a los tuyos.

Porque, a Samos y Chios, no llegan todos los que parten de la costa turca, a apenas kilómetro y medio de distancia. Además de los que quedan en Siria, vivos o muertos, otros fallecen en esa breve travesía, con nocturnidad para evitar controles, y precios más baratos por parte de los traficantes de personas si el tiempo no acompaña.

Imaginaos cómo tiene que sentirse una persona que asiste a una madre refugiada que ha perdido a uno o varios bebés en esa travesía, a personas deslomadas con sus hermanos discapacitados a hombros, a un hombre con cáncer no quiere morir en Siria… a personas que llegan sobrepasadas. No se hace pie en sus ojos.

¿Qué puede llevar a una madre a subirse a un bote con riesgo de muerte para sus pequeños?

Creo que es fácil imaginar que, desde Siria, la llamada al infierno es tarifa local.

Pues así, entre sonrisas y almas partidas, sigue trabajando un equipo de personas que se deja la piel por los demás, como muchos griegos, turistas y periodistas que han dejado de hablar para hacer.

Regreso de Samos y de Chios hacia la seguridad de Madrid. Desde el avión se aprecian las playas zurcidas con chalecos salvavidas que dejan los refugiados. Si te acercas a esas playas idílicas verás los mismos chalecos de princesas y manguitos que utilizan nuestras hijas, en verano.

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