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En los límites de la civilización

Una comunidad indígena formada por 17 familias sobrevive de la artesanía y del cultivo cerca de Río de Janeiro

Joventina Guarani, la mujer más anciana de Maricá, desplumando un pato frente a su casa.
Joventina Guarani, la mujer más anciana de Maricá, desplumando un pato frente a su casa.P. M. S.

El municipio de Maricá, situado en la Región de los Lagos del estado de Rio de Janeiro no solo alberga pequeñas comunidades de pescadores, sino también una aldea indígena dentro de la propia ciudad. Desplazarse hasta ella es como transportarse en el tiempo. Nos despedimos de las tecnologías, del ruido apabullante de la urbe, de las prisas con las que llegábamos. La naturaleza y el silencio lo invaden todo.

Ya hace más de dos años que la tribu Tupi-Guaraní M’Bya habita esta área de 93 hectáreas en el distrito de San José de Imbassaí, en Maricá. El alcalde Washington Quaquá recibió con agrado a estos indios procedentes de la Región Oceánica de Niterói (Camboinhas) donde ocupaban una área de protección ambiental. Fueron siete años conflictivos y de gran incertidumbre para la tribu.

Hoy se muestran “felices” de contar con un espacio propio en el que celebrar su vida en comunidad, pescar y practicar sus cantos y rezos. No necesitan mucho para vivir. La venta de artesanía constituye su fuente principal de ingresos, y respecto a su alimentación son casi autosuficientes: plantan mandioca, patata y maíz; también cuidan de algunos animales.

Las casas-cabañas, hechas de madera o de adobe, se reparten de forma desordenada por la aldea. En ella viven un total de 17 familias y unos 20 niños. Muchas cabañas muestran ropa colorida puesta a secar al sol.

La comunidad se muestra feliz de contar con un espacio propio en el que celebrar su vida en comunidad, pescar y practicar sus cantos y rezos

Su forma de vida es humilde y rica al mismo tiempo. Tienen todo lo que necesitan: aire puro, plantaciones, una casa de reza, una escuela para los niños... No obstante, las huellas de una difícil supervivencia se manifiestan en sus rostros y ropas. Aquí no existe el maquillaje ni se siguen modas.

Joventina Guarani, la mujer más anciana de la comunidad y madre de doña Lídia, está desplumando un pato en frente de su casa. Todo el suelo está lleno de plumas y un gato a manchas negras y blancas mira con deseo la codiciada pieza. Los rayos de sol entran a través del juncal y van a caer a la cazuela de agua hirviendo que descansa sobre unos maderos. Click.

Si bien la imagen es un lenguaje universal, la comunicación verbal resulta casi imposible. Pese a que ella comprende un poco de portugués, habla exclusivamente en guaraní. Esta lengua indígena no se parece en nada a las lenguas latinas. Apenas nos da para entender que nació en el estado nordestino de Paraná.

“Entre nosotros solo hablamos en guaraní”, informa más tarde otra moradora. Lo dice orgullosa en un portugués perfecto. Está sentada en un banco y fuma tranquilamente su cachimbo (pipa). A su lado, su hija todavía en pañales le agarra del brazo. “La comunidad aquí es muy unida. Muchas veces nos juntamos en la casa de doña Lídia y comemos todos juntos”, explica sobre su día a día.

Habla despacio y piensa bien lo que dice. De vez en cuando escupe los restos de tabaco que anidan en su boca. “Tenemos ayuda de personas que traen donaciones de alimento. A veces también vienen turistas y alumnos que compran artesanía. Vivimos de eso”, afirma con sinceridad. Entre los trabajos artesanos de la tribu destacan pendientes con forma de atrapa sueños, brazaletes y cestas de caña.

Regresamos cerca del cacique Lídia. Ella es quien manda en la aldea y la voz última en las decisiones importantes. La sencillez de sus ropas y la proximidad con la que trata a sus vecinos parecen de un tiempo perdido. Un tiempo en el que tener responsabilidad colectiva no significaba buscar el provecho y beneficio propio. En el que ostentar el poder no era sinónimo de abuso y engaño.

Semblante serio y ojos hundidos, responde a las preguntas con pocas palabras: “Casi no vamos a la ciudad. Cuando necesitamos hacer compra voy yo sola con mi hijo, los otros se quedan aquí. Además, casi ni los niños ni los adultos se ponen enfermos”, justifica así una relación reticente con la zona urbana de Maricá.

La comida, hecha a fuego lento, ya está lista. Las diferentes cazuelas reposan en una mesa central a la que todos se acercan para servirse. El olor es delicioso. Fideos con carne y mandioca cocida. Hospitalarios, invitan al visitante a comer y a sentirse uno más de la tribo. Eso sí, sin entender una sola palabra en guaraní.

Artículo publicado en colaboración con la UN Foundation.

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