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Alegrarse por las desgracias ajenas no es de malas personas

Quizás sea usted un inmaduro. O se sienta algo inferior. Pero este sentimiento, distinto al de la envidia, es una cosa común

No son necesariamente grandes males, sino más bien pequeñas desgracias que le suceden a otro, pero lo cierto es que en ocasiones sentimos ciertas punzadas de satisfacción cuando los reveses de la vida le caen al amigo en vez de a nosotros mismos. ¿Por qué nos sucede? ¿Acaso somos unos viles traidores o unos hipócritas?

Vaya por delante que son sentimientos incómodos y que, pase lo que pase, no parece lo más conveniente reconocerlos en público. Pero en cualquier caso, existen razones psíquicas para ello, y las personas que experimentan este sentimiento tal vez merezcan el beneficio de la duda: no es tan malo aquel que se alegra por que a un compañero no le han dado ese ascenso o por que un amigo ha engordado varios kilos.

Sentirse así obedece a los mecanismos inconscientes de la proyección, que nos permiten depositar en el otro nuestros miedos al mal o al fracaso Mónica Sieber Quijano, psicóloga clínica

¿Cómo no podrá serlo?, se preguntará usted. ¿Es normal deleitarse con el mal ajeno? El conocido dicho popular “el muerto al hoyo, el vivo al bollo” alude a ese viejo sentimiento de alivio que experimentamos por no ser nosotros mismos los aquejados por un mal. De esta manera lo explica la psicóloga clínica Mónica Sieber Quijano, con clínica propia en Madrid: “El mal ajeno nos confirma que nosotros no estamos afectados por él, que lo padece el de al lado” La psicoanalista aclara, no obstante, que sentirse así obedece a los mecanismos inconscientes de la proyección, “que nos permiten depositar en el otro nuestros miedos al mal o al fracaso”. Si es habitual o no es más difícil de responder, porque esos sentimientos tienen que ver con la propia personalidad y seguridad en uno mismo. “En una suficiente salud mental, el mal ajeno no reporta demasiados beneficios propios. Sería eso de mal de muchos, consuelo de tontos… O de inmaduros”, explica. 

Llama la atención cómo este sentimiento, muy parecido a la envidia pero no exactamente igual, no encuentra una definición en otro lenguaje que no sea el alemán. En la lengua de Goethe y en contextos cultos se usa el término Schadenfreude para describir ese regodeo o pizquita de gusto que sucede con las desgracias del vecino. Pero ojo, porque no se refiere solo al placer originado por el amigo que ha perdido su trabajo o por la compañera guapa de la oficina a la que su marido ha dejado por otra. El término también se usa para definir lo que sentimos cuando, por ejemplo, pierde nuestro rival o contrincante de toda la vida jugando contra otro equipo, aunque sea una batalla que ni siquiera nos incumbe (como alegrarse por que pierda el Barça jugando contra cualquier equipo si somos del Madrid, o al revés). Y, por supuesto, también sucede en el ámbito de la competitividad empresarial y profesional, como cuando echan a ese jefe déspota que se sentía superior.

La envidia tiene algo diferente desde el punto de vista psicoanalítico. Para empezar, es un sentimiento tan negativo y vergonzante que nos hace sufrir mucho, tal y como apunta el doctor y profesor de Psiquiatría Félix Larocca. Según el experto, es todo una cuestión de autoestima: “Aunque los atributos destacables y los logros excepcionales son los que atraen la envidia, la calidad y cantidad de esta reflejan los orígenes y el estado actual de la autoestima del envidioso”. Así, la envidia podría definirse como el deseo por lo que tiene el otro, pero nosotros no. “Nos pone demasiado en contacto con nuestras sensaciones de inferioridad y por eso nos causa tanto malestar”, explica Larocca. En cambio, el placer por el infortunio ajeno viene a resolver una suerte de “situación de indignidad o de pequeña venganza” por algo que, a nuestro entender, el otro en el fondo merita, explica este mismo autor. 

Cuando nos alegramos por el mal ajeno no necesariamente presentamos unos mecanismos de odio inconsciente tan claros como los hallados en la envidia

Se trataría, pues, de una especie de sensación de “se lo merece”, que nos llena por un lado, de satisfacción, pero por otro de culpa. El profesor de religión John Portmann, de la Universidad de Virginia, autor de When Bad Things Happen to Other People (Cuando las cosas malas les suceden a otros), indica a propósito de su obra que a los americanos "les encanta subir a los demás a un pedestal para bajarlos después”. Y parece que no son los únicos. Cuando nos alegramos por el mal ajeno no necesariamente presentamos unos mecanismos de “odio inconsciente” tan claros como los hallados en la envidia, pero sí que tiene en común con esta el que exista una “proximidad afectiva, necesaria para que se desplieguen los mecanismo identificatorios con esa persona”, tal y como aclara la psicóloga madrileña. 

Es precisamente la proyección en el otro la que lleva a contemplar algunas diferencias entre sexos en este campo. Así, las mujeres celebran las desgracias o ausencia de suerte en otras mujeres, y los hombres en otros hombres. Ellas se resienten en una “dimensión de completud”, como indica Sieber Quijano. Es decir, viven esta pseudoenvidia en aspectos como la belleza, el éxito amoroso, la familia y los bienes materiales: en general, "aquello que contribuye a dar a una mujer la apariencia de que lo tiene todo". Los hombres, por su parte, no llevarán bien, explica, “temas como el éxito sexual con las mujeres, como primer eslabón de la envidia, y en segundo lugar, los logros profesionales vinculados al dinero, al reconocimiento y al estatus social”.

Para tranquilidad de todos se sabe que estos sentimientos dispares y contradictorios respecto a nuestros semejantes más queridos se forjan desde la infancia, y desde que somos bebés. Ya con la propia madre generamos una postura “esquizo-paranoide”, que decía la célebre psicoanalista Melanie Klein: la observamos como un objeto bueno que, por un lado nos abriga y alimenta, pero por otro lado, se desarrolla también una percepción más oscura sobre una falta de atención que nos llena de frustración. Y esa posición, a la espera de que “nos la jueguen” incluso nuestros seres queridos, al más puro estilo schadenfreude, la mantendremos a lo largo de toda la vida.

La culpa es del grupo

La Teoría de la Identidad Social dice que, como integrantes de un grupo social, nos comparamos entre nosotros y también con otros grupos

Al igual que en los demás comportamientos humanos, también detrás de la alegría por el mal ajeno parecen existir razones de adaptación social y, por tanto, de supervivencia. Algunos científicos han relacionado el curioso fenómeno de la schadenfreude con las teorías de la comparación social propuestas inicialmente por el psicólogo social Leon Festinger en los años 50, por las que supuestamente los individuos nos sentimos bajo presión respecto al grupo, y para medir nuestra valía y adecuación tendemos a compararnos con la colectividad y hacemos lo que dicta la mayoría. Su colega Henri Tajfel fue un paso más allá en la investigación creando la Teoría de la Identidad Social, según la cual, como integrantes de un grupo social, nos comparamos entre nosotros y también con otros grupos. El sociólogo teorizó el modo en que compararnos con “estatus inferiores” nos hace sentir mejor en la medida en que nos crecemos en nuestra autoimagen positiva, al salir ganando en la comparación. Por eso, cuando el otro pierde, se nos dibuja una pequeña sonrisa interior: al menos, usted no ha salido derrotado.

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