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el pulso
Columna
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El Cairo, cementerio de automóviles

Esparcidos por las calles reposan miles de vehículos abandonados, con las ruedas deshinchadas y la chapa desvencijada

En una ciudad tan cargada de historia como El Cairo, cada era ha ido dejando una huella en sus calles. Lo mismo sucede con algunos de sus actuales ciudadanos, que, de forma involuntaria y descoordinada, han creado un formidable Museo del Automóvil al aire libre. O, mejor, un cementerio de coches.

Esparcidos por las calles de la capital egipcia reposan miles de vehículos abandonados. Con las ruedas deshinchadas, la chapa desvencijada y varios dedos de polvo. La mayoría son utilitarios añejos y humildes, pero también hay elegantes Mercedes, Mustang o Cadillac. Vestigios de un esplendor pasado en un país que soñaba con liderar el mundo árabe. ¿Por qué yacen sus esqueletos en la calle? ¿Por dejadez de sus propietarios? ¿O quizás por el descuido de unos familiares ante la muerte repentina de un anciano conductor?

“A veces la compensación es tan poca que al propietario no le vale la pena ir al desguace. A menudo forma parte de la herencia de un difunto, y los herederos no se ponen de acuerdo en qué hacer con él”, explica Mahmud Ezzeldin, un apasionado de los coches más conocido entre sus amigos como Turbo por haber participado en varios rallies.

¿Cómo es posible? Por una vez que la policía retira un coche, ¿por qué escoge la joya del museo?

Es un viernes de sol tibio y calles desiertas tras la oración. Salgo de casa con la cámara a la caza de estos autos y sus historias imaginarias. Me fascinan desde que llegué a El Cairo. En mi calle, en un recorrido de unos 100 metros, cuento hasta cinco. Dentro de uno hay una manta y ropa vieja. En una megalópolis carcomida por la pobreza, donde miles de personas viven en un cementerio, también se pueden ocupar coches abandonados.

La profusión de estas carcasas nos revela dos notables características de la capital egipcia. La primera, una ausencia de civismo en la interacción con el espacio público, combinada con una nula conciencia ambiental. De la misma manera que algunos cairotas lanzan sus latas de refrescos o envases de comida al Nilo después de su ingestión, no se molestan en llevar los coches no deseados al desguace. Parecen estar imbuidos de un pensamiento mágico: la basura no se acumula, sino que se autodestruye. La segunda, el fracaso estrepitoso del Estado, incapaz de ofrecer los incentivos adecuados a sus ciudadanos o de recoger los desechos esparcidos.

Me entretengo en estas cavilaciones mientras me dirijo a la calle de mi supermercado de cabecera, donde descansa mi coche abandonado favorito: un modelo estadounidense similar al que James Dean despeña en Rebelde sin causa. Me invade un profundo desasosiego al llegar. Ha desaparecido. ¿Cómo es posible? Por una vez que la policía retira un coche, ¿por qué escoge la joya del museo?

Tras unos segundos de confusión, me doy cuenta de que la calle entera está despejada de coches. Y por fin caigo: la cercanía de una escuela extranjera. Probablemente, ante las recientes amenazas en todo Oriente Próximo contra intereses occidentales por parte de los malditos yihadistas, han prohibido aparcar cerca del colegio como medida de prevención. Toda una metáfora de la evolución del Estado en Egipto: de ser el más antiguo y poderoso de la humanidad se ha convertido en una mera maquinaria represora, incapaz de satisfacer las necesidades de sus sufridos habitantes.

La experiencia caótica

Así se define la conducción por El Cairo en un documental de Sherief Elkatsha, Cairo Drive, que cuenta el fluir de tres años (2009-2012) por las difíciles calles de la capital egipcia.

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