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La gente guapa come fruta fea

La Comisión Europea y movimientos ciudadanos luchan contra el desperdicio de las cosechas agrícolas por motivos estéticos

Socios de la cooperativa Frutafeia recogen sus pedidos en el Ateneo de Lisboa.
Socios de la cooperativa Frutafeia recogen sus pedidos en el Ateneo de Lisboa.J. H.

El suelo del palacio lo ocupan lechugas y calabazas con aspecto de recién salidas de la ducha. Una impresionante lámpara de cristales ilumina el salón, plagado de dorados, espejos y frescos de un tiempo pasado que, sin duda, fue bastante mejor. Esta frutería no es una cualquiera.

El viejo palacio del Ateneo Comercial de Lisboa es el lugar escogido por Isabel Soares para vender frutas y verduras que iban destinadas a la basura. Esta ingeniera ambiental, de 32 años, creó hace 14 meses una cooperativa de consumo que compra a los agricultores productos que, por tamaño o estética, no entran en el circuito comercial. Le llamó Frutafeia, y su eslogan, retador: La gente guapa come fruta fea.

“Un tío mío me contó que el 40% de sus peras ni las recogía”, explica Soares, entre reparto y reparto de cajas. “Se tiran porque, simplemente, no alcanzan el diámetro legal o por su aspecto. No son las normas europeas, que permiten su venta; son los supermercados que dejan de comprarlos porque ven que el consumidor siempre escoge la fruta y la verdura por su apariencia”.

Casi la mitad de la producción agrícola va a la basura, según la FAO. El desperdicio alimentario de los países industrializados asciende a 1.300 millones de toneladas al año, suficientes para alimentar a todos los famélicos del mundo.

A la izquierda, Soares, Canelhas y Batista, promotoras de la cooperativa que vende la fruta que los agricultores no comercializan.
A la izquierda, Soares, Canelhas y Batista, promotoras de la cooperativa que vende la fruta que los agricultores no comercializan.j. h.

Soares ha salvado de la condena a 71 toneladas de frutas y verduras en un año de actividad. Su granito de arena no para de crecer. “Desde el primer día quedamos desbordados. Pensábamos contar con 40 socios y se apuntó un centenar. Ahora son 480 y en lista de espera hay 2.000 más”.

Joana Verísimo, de 65 años, va cargando sus vegetales. Es una de las primeras socias de Frutafeia. “Llevo un año y estoy encantada; el producto es fresco y a buen precio”. Cada semana se lleva ocho kilos, por siete euros. “Me la acabo toda”, dice. Verísimo no es vecina. “Vengo desde lejos en metro, pero me compensa”. Los cooperativistas pagan 5 euros al año, y semanalmente eligen la caja de 4 kilos (3,5 euros) o la de 8 (7 euros). “Los productos”, explica Soares, “son siempre de temporada, se producen en la proximidad y han sido desechados del mercado por cuestiones estéticas”.

La iniciativa de Frutafeia —que entre un premio de la Fundación Gulbenkian y el crowdfunding arrancó con 20.000 euros— fue seguida con el mismo eslogan, casualidad o no, por la cadena Intermarché en Francia. Promocionaba semanalmente cinco vegetales con un 30% de descuento. Las ventas del sector aumentaron un 24%.

El despilfarro es una plaga que la misma Comisión Europea intenta remediar relajando sus normas comerciales y con la declaración de 2014 como año de lucha contra el desperdicio alimentario. Para el año 2025 aspira a reducir el derroche en torno a un 30%.

El profesor Tristram Stuart propone gravar con una tasa el desperdicio de comida en los hogares

Tristram Stuart, investigador de la Universidad de Sussex (Inglaterra), practica desde su adolescencia el freeganismo: “Cuando acabé el instituto comprendí que podía vivir de la comida que tiraban los supermercados”, escribe en el prólogo de Despilfarro, el escándalo global de la comida.

Lechugas y calabazas lucen espectaculares en este palacio lisboeta casi fantasmal. “Todo lo hemos recogido del campo esta mañana; lo traemos hasta el punto de entrega, que nos ceden gratuitamente”, explica Soares. “Varias docenas de voluntarios nos ayudan a preparar las cajas con los mismos productos y el mismo peso”, cuenta la fundadora. Durante la tarde noche comienza el rosario de cooperativistas, que llegan con su bolsa reciclable. “No hay un perfil dominante. Pensaba que se apuntarían jóvenes y alternativos, pero no es así. Está totalmente mezclado, por clases sociales, por géneros y edades, sin que destaque ninguno”.

Soares y sus socias, Mia Canelhas y Joana Batista, que se dedican a tiempo completo a la cooperativa, se sientan ante una mesa con dos ordenadores portátiles, una caja de caudales aún más portátil y una maquinita para imprimir facturas. Todo tan simple como transparente. En la web frutafeia.pt, los socios advierten dónde recogen la fruta y añaden sus recetas.

Los agricultores que les venden su cosecha han aumentado de cuatro a casi cuarenta en este tiempo. “Están encantados. Vamos a recogerles la cosecha, les pagamos en el acto y cada vez les pedimos más. A eso se añade un factor moral: el agricultor ve que no va a la basura el fruto de su trabajo, que no deja de ser algo frustrante”.

A su manera, Raúl Rodrigues, profesor de la escuela de agronomía de Ponte de Lima (Portugal), ha salvado de la extinción a 62 tipos de manzanas que crecen en la región del Miño, y cuyas semillas guarda. Nacidas en su entorno natural, la herencia genética las hace más resistentes a enfermedades y plagas que la manzana industrial, pero, por su tamaño, no llegan al mercado. “Estas manzanas se recogen en otoño y aguantan en el cesto hasta la primavera. Sin necesidad de frigorífico”.

Rui Mira, estudiante de la Business Economics School, desarrolla la tesis Impactos sociales de la fruta fea a nivel económico. “Veo que empieza a haber un cambio de comportamiento, perdiendo importancia el aspecto. Mi intención es extrapolar los datos de Frutafeia a todo el país”. De momento, Soares pretender extender su red a Estoril y Oporto.

Mientras el ensayista británico Stuart aboga por una tasa contra el despilfarro de alimentos, como ocurre con el recibo del agua, Isabel Soares prefiere cambiar el gusto estético: “¿Pero no es bonito este limón con forma de pera?”

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