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El corazón del Príncipe

La barriada del Príncipe Alfonso, en Ceuta, es considerada la más peligrosa de España. Es una de las más pobres. Allí no entra la policía y las casas carecen de títulos de propiedad Un mundo que se mueve entre la violencia de la droga, la amenaza del yihadismo y las ansias de salir adelante de muchos de sus vecinos

Jesús Rodríguez
Una imagen de la barriada del Príncipe Alfonso captada desde el hospital Universitario. El trazado del Príncipe recuerda a las favelas de Río de Janeiro, ciudades paralelas donde no entran la Policía ni los servicios públicos.
Una imagen de la barriada del Príncipe Alfonso captada desde el hospital Universitario. El trazado del Príncipe recuerda a las favelas de Río de Janeiro, ciudades paralelas donde no entran la Policía ni los servicios públicos.Bernardo Pérez

Existen dos barriadas del Príncipe Alfonso. Una, la del terror; otra, la de la miseria. La primera fue catalogada ya hace dos décadas como la más peligrosa de España. Un submundo donde gobiernan las mafias del hachís, abundan las armas de fuego, se suceden los ajustes de cuentas y bulle el extremismo yihadista entre los jóvenes sin trabajo ni esperanza. Aquí se masca el miedo. Sus habitantes dicen que este lugar se le ha ido al Estado de las manos. Que es una olla a presión que cuando reviente salpicará a toda la ciudad. Un agente de un servicio de información lo describe así: “Aquí no alcanza la soberanía nacional; no existe el Estado de derecho; es España, pero no es España, porque no se cumple la ley”.

En el Príncipe no hay sitio para la policía (que rara vez patrulla por su trazado laberíntico, carece de una comisaría y, cada vez que interviene, lo hace con unidades especiales); los servicios públicos (las ambulancias y bomberos nunca acuden sin protección) ni, por supuesto, los extraños, que se exponen a recibir un diluvio de piedras en cuanto asoman la nariz por los dos extremos del barrio: el puente del Quemadero (en dirección al acuartelamiento de La Legión) o la calle de San Daniel, que conecta con la miserable frontera del Tarajal, transitada cada día por decenas de miles de porteadores de mercancías adquiridas en un polígono industrial donde no se fabrica nada, con destino a Marruecos, a cambio de apenas 20 euros. En algunos casos, esos hombres y mujeres tortuga duermen y se esconden aquí, en el Príncipe, convertido en un “barrio cama” para sin papeles en la puerta de Europa; un barrio frontera dentro de una ciudad frontera en un enclave estratégico del planeta.

En el Príncipe reina el silencio. Y, según cuentan, proliferan los confidentes. Es otra forma de ganarse la vida. Como el hachís, al que un oficial del Servicio de Información de la Guardia Civil define como “la única industria del norte de Marruecos; la que más empleo crea y dinero aporta a su PIB, y la que financia el yihadismo (como se vio el 11-M)”. En torno al brumoso negocio de la droga y sus ramificaciones han muerto cuatro vecinos a manos de sicarios en lo que va de año. Nadie parece saber el motivo. Ni siquiera sus familias. Es el caso de Fátima, la madre del último de los asesinados, Mohamed Ennakra, de 35 años, que recibió tres disparos una madrugada de agosto y fue rematado mientras intentaba escapar: “Mohamed no tenía antecedentes ni manejaba dinero; se ganaba unos euros haciendo portes con la moto; cómo iba a ser traficante si era pobre como una rata”, se pregunta Fátima, ante la puerta de su casa de la calle de la Agrupación Norte (que es imposible saber en qué punto comienza y dónde termina dado el endiablado urbanismo del barrio y sus claustrofóbicas callejuelas de metro y medio de anchura), en la que nacieron sus ocho hijos. “Si el Gobierno hubiera limpiado esto a tiempo no estaríamos ahora llorando; se ha quedado la mala gente mientras que los mejores jóvenes se marchan; desde el asesinato de mi hijo no ha venido ningún policía a vernos; solo suben a repartir palos; ¡cómo vamos a confiar en ellos!”. Su hija Saba intenta dar alguna pista más sobre la muerte de Mohamed: “Aquí se muere porque conoces a alguien que tiene una deuda de droga con alguien. Lo que hace años resolvían los hombres a puñetazos hoy lo solucionan los niñatos con dos tiros en la nuca. Ese sábado le tocó a mi hermano”.

En la foto superior, niños jugando en una plazuela.
En la foto superior, niños jugando en una plazuela.Bernardo Pérez

En el Príncipe nadie abre la boca. Y el que lo hace exige no ser citado. En algún muro alguien ha pintado “muerte a los chotas” (chivatos en el argot del hampa). Es un aviso. Aquí se practica una suerte de código de honor según el cual los trapos sucios se lavan en casa. Todos parecen saber algo. Muchos parecen saber todo. Pero hablan con ambigüedad mientras miran inquietos hacia los lados. “Nos conocemos muy bien; esto es un pueblo y sabemos qué palo toca cada uno”. El que se confía con un extraño queda marcado. Por las mafias de los tráficos ilegales del Estrecho y también por los distintos servicios de información (Policía, Guardia Civil, CNI, Ejército y Policía Municipal) que intentan desbrozar este territorio donde es imposible a un investigador camuflarse, infiltrarse y menos aún hacer un seguimiento a un sospechoso (a no ser que se utilicen balizas electrónicas con GPS) sin ser detectado; y cuya única fuente de información son los confidentes y el acceso a los correos electrónicos y las redes sociales en las que se mueven los implicados. “Sin embargo, en estos momentos es incluso más fácil investigar a los yihadistas, por la colaboración internacional y, sobre todo, por el apoyo de Marruecos, que a la delincuencia organizada de la droga; el país vecino siempre ha mirado hacia otro lado en los temas del hachís”, explica un mando de la Guardia Civil. “En cambio, con el integrismo, sus servicios de información enseguida se ponen nerviosos y nos ayudan. En Marruecos hay dos cosas que no se perdonan policialmente: los ataques al rey y el yihadismo”.

Algunas señales de tráfico aparecen atravesadas por las balas de los aspirantes a capos. Es una advertencia. También es corriente encontrar casquillos usados en los mugrientos descampados que enmarcan el barrio. Un vecino relata cómo hace unos días un jefe de banda (no hay más de tres o cuatro) se paseaba con una HK (un arma muy sofisticada de fabricación alemana) por el centro del barrio, mientras un grupo de jóvenes le seguían y aclamaban como si fuera Cristiano Ronaldo. “Aquí los chavales no tienen como superhéroe a Batman, sino al mafioso de turno, que se pasea en el coche más caro y vive en la casa más grande. En cuanto a las armas, hay muchas, esta es una ciudad de militares, pero es que es más difícil subirse a España un kilo de chocolate que bajarse a Ceuta una Parabellum. Cuando entras nadie te registra”.

Aquí se muere porque conoces a alguien que tiene una deuda de droga con alguien” Saba Ennakra, hermana de Mohamed asesinado en agosto

Tipos acribillados; disparos en la noche; piernas destrozadas a balazos; navajazos; encapuchados; un barrendero con el rostro rebanado con un cúter porque hacía ruido; un menor respondiendo al bofetón de un adulto con un balazo. Esa es la hemeroteca del Príncipe. El cartel de bienvenida a esta ciudad sin ley mientras se asciende en el autobús de la Línea 8, el único que llega desde el centro de Ceuta (tarda casi una hora), y concluye su servicio a las diez de la noche. Una patrulla policial lo custodió durante meses para evitar altercados. Aquel tiempo se acabó. Cuando cae la noche, el Príncipe se queda aislado. No suben ni los taxis. Ni el repartidor de Telepizza. No hay farmacia de guardia. Ni cibercafé. Es un mundo aparte. En el resto de Ceuta, especialmente en los rincones más favorecidos de la ciudad, se repite esta frase: “Que se maten entre ellos”. Esa sentencia resume, según el presidente de la Asociación de Vecinos, Kamal Mohamed, la raíz de los problemas del barrio: “Vivimos un apartheid. Somos ciudadanos de segunda por ser musulmanes y vivir aquí. Pagamos impuestos, pero no tenemos los mismos derechos ni obligaciones que el resto. Ni, por supuesto, las mismas oportunidades. Con el estigma del Príncipe, ¿quién le va a dar un trabajo o una vivienda a un chaval de este barrio? Aquí es difícil entrar, pero aún es más difícil salir”.

Para Karim Mohamed, treintañero, transportista, vecino e hijo de vecinos del barrio (de los que llegaron en los cuarenta y plantaron una chabola que creció y se convirtió en una vivienda ilegal que paga el IBI, pero no pertenece legalmente a nadie): “En Ceuta desde los ochenta se hizo la vista gorda con el narcotráfico y esa decisión desmovilizó a varias generaciones del Príncipe; ya se había hecho antes la vista gorda con la edificación ilegal; pero en el asunto de la droga se dejó que muchos vecinos (que eran pescadores o albañiles) se buscaran la vida con el hachís mientras no molestaran al resto de la ciudad. No había ni que estudiar. Se ganaban miles de euros en una noche pasando fardos. Los jóvenes crecieron sin ley ni horizonte. La idea era que los moros nos muriéramos de asco encerrados aquí y comiéramos del hachís. Y esto, que era un barrio pobre, un poblado donde vivía gente humilde y honrada, donde la mitad eran cristianos, donde se convivía, se fue convirtiendo en un gueto musulmán con sus propias reglas y costumbres. Su red de favores. Y sus padrinos. El Estado se olvidó de nosotros. ¿Cuántos barrios conoce usted en España donde no entre la policía? A un chaval de aquí le puede sorprender que le digas que no puede fumar en un café por la ley del tabaco, y menos aún porros (cuyo consumo está normalizado en el barrio). Y te puede contestar: ‘Yo creía que esas eran las leyes de Ceuta, no del Príncipe”.

La barriada del Príncipe Alfonso es famosa por la delincuencia, el narcotráfico y las espectaculares detenciones de yihadistas transmitidas en directo. Una imagen patibularia que ha venido a reforzar aún más la serie televisiva del mismo nombre, que fue la estrella de la programación la pasada temporada (con picos de más de seis millones de espectadores), y cuya segunda parte volverá pronto a la pantalla. Una escenificación de la vida del barrio que a nadie parece gustarle aquí. “Después de la serie, quién nos va a quitar la etiqueta de terroristas y a nuestras mujeres, de putas”, rumia un vecino ante el asentimiento de muchos. “Nos hemos convertido en los mafiosos del país, aunque no seamos tan guapos como Faruk (Rubén Cortada, el protagonista de la serie)”.

Una imagen nocturna del barrio. El primer consejo al recién llegado es que evite las calles del Príncipe cuando cae el sol.
Una imagen nocturna del barrio. El primer consejo al recién llegado es que evite las calles del Príncipe cuando cae el sol.Bernardo Pérez

Hay otro Príncipe más real que el de la televisión y que se define en pocas palabras: es uno de los barrios más pobres de España y el único de población totalmente musulmana. Un producto del colonialismo, la dictadura y, ya en democracia, del abandono y la dejadez de la Administración. Y de la mala administración de los fondos estatales y europeos destinados al desarrollo de este vecindario marginal que nadie sabe dónde han ido, aumentando la desconfianza y el victimismo congénito de sus vecinos. Denuncian que los políticos solo pisan sus calles en campaña. Y rodeados de policías. Un voto que pocos en el Príncipe creen que sea libre y secreto. “Mucha gente vota aquí al PP (que gobierna en la ciudad) porque están convencidos de que si votan otra cosa y se enteran los que mandan, les van a quitar las ayudas y subsidios que reciben, que suponen la mitad de los ingresos de las familias del Príncipe”, explica el único abogado del barrio, Mohamed Mustafá Madani, de 28 años, de los pocos que se pasea en público con nosotros por el barrio. “Aquí la democracia aún no ha llegado”.

–¿Por qué no se ha ido usted del Príncipe?

–Porque he nacido aquí y soy el único abogado. Por eso no me puedo marchar.

Pateando durante días la calles del Príncipe junto a Mohamed y, poco a poco, con otros vecinos (en especial Isma Mohamed, de 30 años, trabajadora social, activista y una imagen de modernidad entre las mujeres del barrio, o Motad, de 23, empleado en una escuela taller por 480 euros al mes); entre miradas de odio y de curiosidad; entre insultos y tímidos saludos de “salam aleikum”, entre la vida de un barrio como cualquier otro y la presencia desasosegante de los capos en el zoco colgados al teléfono, se llega a la conclusión de que esto no es el Bronx ni Kabul. Tiene más que ver con una favela. Un mundo aparte, colgado en un cerro donde todo es informal: el origen de su población, su economía, el mercado de trabajo, la ocupación del espacio, los servicios públicos. Y que muestra un culto enfermizo a la inmediatez. Lo explican el psicólogo Emilio Díaz y José Sillero, que trabajan en el entorno del Príncipe: “La gente más desfavorecida y con menor nivel cultural busca la satisfacción inmediata de sus necesidades; salen cada día a buscarse la vida y no miran más allá; no creen en la satisfacción diferida; no comprenden el matarse a estudiar para lograr un trabajo diez años después. Trabajan, trapichean y gastan. No prevén. Y los jóvenes admiran ese modelo que personifican los malos del lugar”.

–¿Esto tiene solución?

Con el estigma del Príncipe, ¿quién le va a dar trabajo en Ceuta a un chaval de aquí?”

Kamal Mohamed, presidente de la Asociación de Vecinos

–Hay que despertar a la gente. Si logramos sacar a un solo chaval de esa dinámica, sería un triunfo.

Este es un barrio donde los frigoríficos están vacíos, los muros se tambalean cuando llueve, las infraviviendas se deslizan por las laderas, se duerme en el suelo y los hombres y las mujeres salen cada día a la calle para dar de comer a sus hijos. Pidiendo o robando. Trapicheando, pasando unos fardos a Marruecos, contrabandeando tabaco o vendiendo falsa ropa de marca. Y gracias a la solidaridad de los círculos familiares y vecinales, como podremos presenciar en casa de Dina, una adolescente empeñada en terminar la secundaria, que vive con su madre, su abuela y tres hermanos pequeños, sin ningún ingreso, en una casa casi en ruinas, rodeada de ratas, y a los que una vecina ampara y alimenta. En casa de Dina se respira una gran pobreza envuelta en una enorme dignidad. Hace meses pidieron una vivienda social. Ni les han contestado.

El Príncipe es un gueto maloliente (por su antediluviana red de saneamiento) donde nadie sabe a ciencia cierta si viven 12.000, 15.000 o 20.000 personas. En el que al menos 3.000 vecinos no tienen papeles y, por tanto, carecen de acceso a los servicios sociales y los planes de empleo público. La totalidad de las casas (nadie sabe si hay 1.500 o 3.000; ni cuántas familias habitan en cada una) carecen de título de propiedad. A esas condiciones materiales hay que sumar un índice de paro casi absoluto, unas cifras de fracaso escolar que llegan al 90%,unos niveles de analfabetismo funcional estratosféricos, una ausencia total de ordenamiento urbano (solo dos calles son transitables en coche) y unas normas de moral pública más conservadoras que en el país vecino. El control del grupo sobre el individuo es asfixiante en este rompecabezas de callejuelas plagadas de casas de colores colgadas en la ladera sur del Monte Chico, donde las mujeres visten de forma tradicional y con velo. Y donde reina el qué dirán. “Especialmente en materia religiosa”.

Esta sociedad es un matriarcado, pero al tiempo el 80% de las mujeres está ausente del mercado laboral y el resto, desempleadas. Muchas familias numerosas viven con los 400 euros del Mínimo de Inserción Social. Los índices de natalidad superan los del resto del Estado. En el Príncipe no hay comercios ni negocios, a excepción de algunas pequeñas tiendas de comestibles, cafetines y barberías; no hay escaparates, sino ancianas que despliegan cada día sus pobres frutas y verduras por los suelos de la calle de María Jaén. No hay zonas verdes y apenas alumbrado; arriesgarse de noche por sus callejas es un suicidio; la recogida de basura es irregular y se amontona en el corazón del barrio, en la escueta plaza del Padre Salvador Cervós, en pleno “zoco”; no hay servicio de limpieza a partir de las tres de la tarde; cuando llueve, el precario sistema de saneamiento arroja la porquería al exterior. El uso del castellano ha retrocedido frente al dariya local (un árabe trufado de español). Como confirma Jorge Sillero, director del colegio Juan Carlos I, al que acuden muchos de los niños con discapacidad del barrio: “Los pequeños hablan cada vez peor el español; no lo practican; en el Príncipe no hace falta: no se comunican con gente de fuera; no van a Ceuta ni nadie de Ceuta va al Príncipe”.

Los tres únicos policías del barrio. No actúan como tales, sino como mediadores sociales. Solo así son tolerados.
Los tres únicos policías del barrio. No actúan como tales, sino como mediadores sociales. Solo así son tolerados.Bernardo Pérez

Miseria, droga y violencia. Una espiral maldita. La barriada del Príncipe fue un territorio de chabolas y pobreza al que le tocó en los ochenta la siniestra lotería del hachís. Ya antes, la inmensa mayoría de los cristianos lo habían abandonado en dirección a las viviendas de protección oficial que les proporcionaba el Gobierno. Los miles de musulmanes de Ceuta, que hasta 1986 no tuvieron derecho a la nacionalidad española (solo contaban como documentación con una farsa de DNI denominado Tarjeta Estadística, que ellos llamaban la “chapa del perro”), no tuvieron derecho a acceder a ese tipo de casas subvencionadas; tampoco podían adquirir inmuebles ni viajar con su tarjeta a la Península. Eran apátridas consentidos. Encerrados en su barrio. Así se fue hinchando el Príncipe de resentimiento.

Hasta que Ceuta se convirtió en la capital del hachís. Cada noche salían de su costa medio centenar de lanchas que cargaban en Marruecos miles de kilos con destino a la Península. El negocio se dividía entre pocos capos: El Nene, Abdelhila y Tafo Sodía (este último asesinado el año pasado en pleno centro de la ciudad). Corría el dinero. Por el Príncipe y por Ceuta, que vivió un particular boom inmobiliario. En 1986, unos 15.000 musulmanes afincados en Ceuta consiguieron regularizar su situación y obtener la nacionalidad española. Fue una victoria histórica. La reconciliación con miles de musulmanes que llevaban décadas en Ceuta. En el Príncipe recuerdan esos años con embeleso. Hachís y papeles. Sin embargo, sobre esos cimientos de dinero fácil se edificó la maldición del Príncipe.

Sentado en una discreta cafetería de la calle Real, el centro neurálgico de Ceuta, un viejo agente de Información del Cuerpo Nacional de Policía describe el auge y caída del hachís: “Era la forma de vida; el dinero llegó hasta aquí, hasta el centro de la ciudad; se compraron pisos, garajes y taxis. Y proliferaron los testaferros. En los noventa había gente que se hacía cuatro viajes con hachís por noche: cargaban en Marruecos y lo subían a Málaga o Cádiz y vuelta a empezar; un buen barquero podía ganar 300 euros por kilo. Esa es una historia que se jode por la ambición de las mafias. Porque se metieron en el tráfico de seres humanos, donde podían sacar 100.000 euros por noche sin ningún peligro. Y ahí reaccionó la Unión Europea. Y se montó el SIVE (Sistema Integrado de Vigilancia Exterior), con un centenar de radares y cámaras en todo el litoral, que acabó con las pateras en el Estrecho y, de paso, con el descaro del hachís de Ceuta. El negocio pasó a localizarse en Tánger. Y hoy llega a Europa en contenedores”.

Mucha gente vota aquí al PP porque creen que si votan otra cosa les van a quitar las ayudas”

Mohamed Mustafá Madani, único abogado del barrio

–Qué pasó después…

–Se acabó ese maná descarado. Y fue una bomba, un descalabro en el Príncipe, donde muchos comían de eso. Y esa decadencia del negocio ha llevado a los actuales ajustes de cuentas. Son los restos del crimen organizado en decadencia. Hay luchas encarnizadas entre las mafias de la droga; viejas deudas y una lucha a muerte por el poco tráfico que queda. Ya hay poco que repartir. Se están reclamando deudas de hace muchos años, de cuando había mucho, se robaban entre ellos y apenas importaba, porque había mucho más. Ahora, cuando no hay, se exigen esas deudas y se mata por ellas. Los agravios salen a relucir. Hay una mezcla de viejas bandas y también de niñatos, que es gente joven que tiene poco que perder y es, por tanto, muy peligrosa. Vivimos una guerra mortal por lo que queda del negocio de la droga. Este año se ha cobrado cuatro muertos en el entorno del Príncipe. Y la solución no es policial. Se lo dice un policía.

Para el intruso; para el periodista; moverse por el Príncipe es una tortura. Nadie quiere hablar; nadie quiere ser fotografiado; incluso en las situaciones más cotidianas, como cortarse el pelo en una barbería o tomar un té en algún cafetín, en el Chato o en el Mojito (en ninguno de ellos se expende alcohol, pero se permite el consumo de cannabis: los jóvenes, en porros; los viejos, en pipas de kif). Si se atraviesa la sensible línea de su intimidad, si se pregunta más de lo conveniente, uno se topa con voces, insultos, miradas de odio y situaciones de tensión que nunca se sabe cómo van a acabar. Las mujeres no se dejan fotografiar por respeto al marido; los hombres para que no les identifiquen con el yihadismo o el narcotráfico (o porque están en busca y captura); los adolescentes vestidos de latin kings, por chulería; los viejos, por desconfianza; siempre hay algún espontáneo tras una ventana dispuesto a afear la conducta del vecino que habla; o, incluso, a arrojar un ladrillo desde una azotea que caerá a los pies de los periodistas en una callejuela de imposible salida.

Mientras ascendemos por la calle de San Daniel, en la puerta de un taller de tapicería repleto de hombres con barba y aspecto severo, nuestra mirada se cruza con la de Hamed Abderrahman Ahmed, alias Hamido, el único español que estuvo preso en Guantánamo, la cárcel de Estados Unidos para yihadistas posterior a la invasión de Afganistán, donde pasó dos años y medio. Hamido se convirtió en un mito en este barrio. Y su casa de la calle del Fuerte, en lugar de peregrinación. Era alguien que había escapado del Príncipe, fue a hacer la yihad, la guerra global contra el infiel, y volvió para contarlo. Extraditado, juzgado y absuelto en España por el Tribunal Supremo, sigue siendo una figura que se tiene en cuenta en este barrio. Nuestras miradas se cruzan y, en segundos, desaparece.

Un miembro del Servicio de Información de la Guardia Civil asegura que a finales de los noventa, cada vez que enviaba un informe a Madrid sobre los peligros del yihadismo en el Príncipe, “se descojonaban” de él. La única preocupación de la Seguridad del Estado sobre Ceuta era su soberanía nacional; la presión territorial de Marruecos y las actividades de los partidos musulmanes. Exclusivamente. Hasta después de los atentados del 11-M de 2004 no se terminaron de creer que esto era un avispero. A partir de entonces se ha invertido en medios de investigación y hay personas muy preparadas investigando el yihadismo, pero lo que hace falta es ganarse a la gente del Príncipe, y eso se hace con inversión, no con policía. ¿Asaltar el barrio para limpiarlo como se ha hecho con las favelas? Ni de broma. Provocaría una batalla campal con muertos”.

Rezo del viernes en la mezquita del Azahar, una de las 14 del Príncipe. En su día, alguna mezquita del barrio fue un punto de captación yihadista. Hoy, según el religioso Laarbi Maateis, todas están controladas.
Rezo del viernes en la mezquita del Azahar, una de las 14 del Príncipe. En su día, alguna mezquita del barrio fue un punto de captación yihadista. Hoy, según el religioso Laarbi Maateis, todas están controladas.Bernardo Pérez

Lo cierto es que en esta barriada, poblada por 14 mezquitas, se ha vivido en los últimos 10 años un claro retorno al islam. Ha tenido mucho que ver la crisis económica. Las comunidades islámicas llegan hoy con su solidaridad donde no llega la Administración, y poniendo en práctica su proselitismo religioso. Desde 2006 se han realizado en el Príncipe medio centenar de detenciones relacionadas con el terrorismo internacional. Sin embargo, Laarbi Maateis, el líder religioso de la ciudad (preside la Unión de Comunidades Islámicas de Ceuta, que controla 55 comunidades, 32 mezquitas y a 14 profesores de religión que dan clase a 5.000 niños), amable, rigorista y vestido a la europea, repite mil veces que no hay yihadismo en el Príncipe. “Tenemos controlados y regulados a los 90 imames de Ceuta y a los 100 encargados de las mezquitas. Y le puedo jurar que en toda la ciudad no hay un solo imam extremista. El Estado no debe temer la expresión del islam en Ceuta, lo que tiene que hacer es regularizar e integrar".

–¿El Príncipe es el caldo de cultivo ideal para el extremismo?

–El fanatismo no se transmite a través de imames extremistas ni de tal o cual mezquita, sino de las redes sociales, y eso pasa en París, Londres o Barcelona. Es cierto que la pobreza puede favorecer el extremismo, y más cuando te sientes como un ciudadano de segunda. Por eso hay que dar trabajo, tirar casas, poner alcantarillas y dar una imagen de ley. Así la gente no se metería en líos.

Este barrio aún fue peor. Más sucio y abandonado. Hoy cuenta en sus inmediaciones con el mejor hospital de la ciudad, media docena de colegios, un par de pistas deportivas, un par de talleres escuela y un edificio polifuncional para educación y preparación para el empleo, donde se han instalado cuatro policías municipales como mediadores sociales que se marchan del barrio a las tres de la tarde. Está, además, la labor de la Cruz Blanca, la ONG más respetada del Príncipe, dirigida por Isabel Larios, que reparte alimentos a las familias a cambio de un compromiso de estas por la educación, los hábitos saludables, el deporte, la igualdad de género y el rechazo a la violencia. Desde hace cinco años los poderes públicos también han comenzado a poner parches a toda máquina. Según el Ayuntamiento, “entre 2014 y 2020 la barriada será objeto de inversiones por valor de 20 millones de euros para su regeneración urbana”.

Cuando uno abandona a pie el Príncipe, siente no haber pasado más tiempo aquí, intentado entender mejor la vida y esperanzas de sus vecinos. Luego, la vista se posa en un torpe grafiti que aparece en distintas paredes del barrio, destinado a los confidentes: “No hagas y no temas. Siembra y recogerás”. Cae el sol. Y el Príncipe queda muy atrás.

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Jesús Rodríguez
Es reportero de El País desde 1988. Licenciado en Ciencias de la Información, se inició en prensa económica. Ha trabajado en zonas de conflicto como Bosnia, Afganistán, Irak, Pakistán, Libia, Líbano o Mali. Profesor de la Escuela de Periodismo de El País, autor de dos libros, ha recibido una decena de premios por su labor informativa.

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