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Editorial
Es responsabilidad del director, y expresa la opinión del diario sobre asuntos de actualidad nacional o internacional

Presidente Erdogan

El líder turco debe cumplir su promesa de fortalecer la democracia desde su nuevo cargo

Confirmando las expectativas de los sondeos, Recep Tayyip Erdogan ha conseguido en primera vuelta —con el 52% de los votos a falta de datos definitivos— la presidencia de Turquía, que por vez primera se dirimía mediante el voto popular. El primer ministro saliente, en el poder desde 2003 y al que la Constitución impedía optar de nuevo a la reelección como jefe de Gobierno, culmina así una ininterrumpida sucesión de victorias electorales, debidas fundamentalmente a sus indiscutibles éxitos económicos.

El triunfo de Erdogan, claro favorito del voto conservador y creyente, no tendría mayor alcance en una presidencia ceremonial, como lo es ahora. Pero el líder turco, de ambición ilimitada, pretende reformar la Constitución para hacer de su nuevo cargo el verdadero motor político del régimen. Un borrador de su partido neoislamista gobernante Justicia y Desarrollo —que por el momento no cuenta con los dos tercios de los escaños necesarios para el cambio— contempla para la jefatura del Estado prerrogativas como la disolución del Parlamento o el nombramiento de ministros.

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La intención de Erdogan de diseñar un sistema presidencialista es tanto más inquietante dada su trayectoria en los últimos años. Erdogan, entre cuyos logros se cuentan haber sacado a millones de turcos de la pobreza o el sometimiento de unos generales propensos al golpismo, se ha convertido paulatinamente en un líder divisivo y autoritario, que ha alejado a Turquía de sus ambiciones europeístas.

La concepción excluyente del poder del presidente electo ha llevado al progresivo vaciamiento democrático de las frágiles instituciones turcas. Erdogan no ha vacilado, para desactivar las investigaciones de corrupción contra su familia y sus más estrechos colaboradores, en denunciar conspiraciones de toda laya, purgar a policías, fiscales y jueces, presionar a periódicos y encarcelar a periodistas y hasta censurar Internet. Ocupando con leales cada hueco del aparato estatal, ha acentuado los perfiles islámicos de un Estado nominalmente laico.

En el primer mensaje tras su victoria del domingo, Erdogan ha escogido un inusual tono conciliador para asegurar que fortalecerá el sistema democrático y será el presidente de 77 millones de turcos. Que fuera así redundaría en beneficio de Turquía, un estratégico aliado occidental en una encrucijada geopolítica decisiva.

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