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ESCALERA INTERIOR
Columna
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El sabor de la cerveza

La obra del destino había sido desigual, justa con unos, injusta con otros, a él eso le daba igual

Almudena Grandes

Antes de entrar en el bar de su tía, miró de reojo su imagen en la cristalera y sintió dos sensaciones contradictorias, aunque de ­similar intensidad. Se había encontrado en la misma situación muchas veces, pero nunca hasta esa mañana había visto sobre aquel cristal la cara, el cuerpo que tenía delante. Siempre había creído que cuando llegara ese momento, lo paladearía como el último bocado del dulce más exquisito, y no era exactamente así. Lo que estaba viendo le gustaba, pero le daba miedo. Demasiado como para disfrutarlo sin más.

Estuvo a punto de darse la vuelta, abrir su coche, montarse ­dentro y volver por donde había venido para regresar a la confortable vorágine de la ciudad donde nadie podía identificarlo, reconocer al modelo de las fotos de su libro escolar en aquel hombre joven, apuesto, no muy alto, pero tampoco frágil, más allá de los estilizados dedos que inducían a la gente a suponer que era, o al menos había sido, pianista. Estuvo a punto de huir, pero se quedó quieto, clavado en el suelo, mirando su reflejo hasta que sintió en el paladar el regusto de una humedad amarga y fría.

Habían pasado muchos años desde aquel día y aún no lo entendía bien, no comprendía por qué había llorado tanto cuando se cortó el pelo. Aquella melena espesa, de reflejos cobrizos, que sus amigas admiraban tanto aunque quizá fuera sólo por decirle algo agradable, no le pertenecía más que otros rasgos físicos, pero siempre había llevado el pelo largo, nunca se lo había cortado del todo antes de aquella tarde, y mientras los mechones caían al suelo, sintió que sus pies se balanceaban al borde de un precipicio sin forma y sin fondo. Nunca, ni siquiera en la puerta del quirófano, había tenido tanto miedo como en esa peluquería a la que no había ido nunca antes, y a la que nunca había vuelto después. Quizá por eso, porque allí había empezado todo, el miedo había regresado con él a su pueblo, donde otra vida, otra historia, un sufrimiento inimaginable, había quedado atrás. El camino había sido muy largo, pero el círculo tenía que cerrarse, no podía permanecer eternamente inconcluso. Por eso, se arregló el cuello de la camisa, se metió la mano izquierda en el bolsillo del pantalón y con la derecha empujó la puerta y entró en el bar.

A la una de la tarde de un domingo soleado, primaveral, el local estaba tan lleno como había esperado. Su tía, más gorda y más desaliñada que 12 años antes, trotaba tras el mostrador con un gesto hosco, malhumorado, que no había cambiado con el tiempo. Le preguntó qué quería sin mirarle dos veces, y con una no le bastó para reconocerle. Él pidió una cerveza mientras celebraba haberse dejado barba de tres días para la ocasión, y después del primer sorbo, se dio la vuelta para acodarse en la barra y mirar a su alrededor.

Lo que vio no le sorprendió. Conocía a la mayoría de los parroquianos, los niños de entonces, adultos ya; sus padres, maduros; sus abuelos, ancianos. Algunos habían mejorado mucho. Paquito, el matón del patio de la escuela, se había convertido en un hombre muy guapo. Lo lamentó, porque no se lo merecía, aunque a su lado, su amigo Anselmo estaba hecho un asco calvo y barrigón, mucho más feo que yo, pensó al recordar sus burlas, sus insultos. Vanesa, la hija del alcalde, seguía teniendo una cara como para ponerla en un marco, pero se había echado por lo menos veinte kilos encima. A cambio, Cristina, una de las pocas compañeras de curso que le habían tratado bien, había perdido las gafas y los hierros de los dientes para convertirse en una mujer mucho más atractiva de lo que él habría esperado.

La obra del destino había sido desigual, justa con unos, injusta con otros, pero a aquellas alturas a él eso le daba igual. Había vuelto al pueblo, se había tomado una cerveza en el bar de su tía y ya podía marcharse. No lo hizo, porque cuando acababa de pagar, su prima Lucía, su confidente, su mejor amiga, la única persona de su infancia a la que la niña que había sido una vez seguía queriendo igual que el hombre en el que se había convertido, entró en el bar, le vio, le miró, sonrió y fue derecha hacia él.

–¡Qué guapo estás! –le dijo, y le besó en una mejilla, luego en la otra, sin dejar de abrazarle–. ¿Por qué no me has avisado de que venías?

–Pues… –él la estrechó entre sus brazos, sintió que los ojos se le llenaban de lágrimas y no fue capaz de acabar la frase.

–¿Cómo te llamas? –le preguntó ella al oído–. ¿Andrés?

Él asintió con la cabeza, sonrió y no fue capaz de hallar en su paladar un gusto distinto del sabor de la cerveza.

www.almudenagrandes.com

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Sobre la firma

Almudena Grandes
Madrid 1960-2021. Escritora y columnista, publicó su primera novela en 1989. Desde entonces, mantuvo el contacto con los lectores a través de los libros y sus columnas de opinión. En 2018 recibió el Premio Nacional de Narrativa.

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