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CARTA DESDE HARLEM
Columna
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El año del caballo

China es una fuerza silenciosa que parece acercarse a nuestras vidas cada vez más

Mi hija de cuatro años me despertó el otro día anunciándome que estábamos entrando al año del caballo. En ese estado tan confuso de la duermevela no entendí si hablaba de una caricatura, un cuento o una pesadilla. Muy bien, amor –le respondí–. Tardé unas horas en comprender que se refería al cambio de año en el calendario lunar chino. Al domingo siguiente, a petición suya, fuimos desde Harlem hasta Chinatown para ver los desfiles y celebraciones del nuevo año.

No voy a hacer hincapié en el estupor que me produjo la holgura con que mi hija se movía en el barrio, y la soltura con que se comunicaba con los viejos marchantes. Tampoco me detendré en la masa tan heterogénea de espectadores y su asombrosa familiaridad con los símbolos del desfile. Lo que me cimbró fue el hecho de que la caravana central del desfile la protagonizaba un grupo de niños ‘scouts’: blancos, latinos, afroamericanos y orientales, todos marchando con gozoso desparpajo bajo las escamas de cartón de su dragón hechizo.

Puede que los niños sean más permeables a las tradiciones “ajenas”, y sobre todo a sus celebraciones, simplemente por su propensión a la disipación y el derroche. Pero también podría ser que las generaciones más chicas estén ya mamando de un modo distinto de la madre China. Cuando yo era pequeña, China era un gigante semidesconocido donde se manufacturaban productos baratos. Hoy parece acercarse a nuestras vidas con la fuerza silenciosa de las mareas.

En estos días se votará en Nueva York si el año nuevo lunar se inscribirá como feriado en el calendario escolar. Mi hija no sabe que su signo astrológico es sagitario, pero sí que nació en el año del búfalo. Algo cambió, para siempre.

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