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Tribuna
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Sochi, la ciudad en la que se enamoró Svetlana

El sueño de Putin es devolver a Rusia el peso que tenía durante la guerra fría

Monika Zgustova

Sochi: lo primero que se me ocurre al oír el nombre de esa localidad es Stalin. El dictador soviético invirtió muchos millones de rublos para convertir ese pequeño balneario de principios del siglo XX a orillas del mar Negro y al pie del Cáucaso en una ciudad de tamaño medio llena de suntuosos sanatorios y edificios neoclásicos. El dictador soviético pasaba los veranos en su dacha favorita de esa localidad en la frontera ruso-georgiana, mientras sus hijos Svetlana y Vasili jugaban en el mar. En esa ciudad con un clima parecido al de la costa mediterránea solía veranear la nomenklatura soviética.

Diez años después de la muerte del sátrapa —envenenado con warfarin, veneno para ratas, por órdenes de Beria, según las últimas investigaciones ruso-americanas—, allí, en uno de los sanatorios de su padre, la hija de Stalin se unió sentimentalmente a un intelectual indio, Brajesh Singh; a raíz de esa relación, cuatro años más tarde, Svetlana, símbolo del poder soviético, pedía asilo político en la Embajada de Estados Unidos en Nueva Delhi y desertaba del país de su padre para lanzarse en brazos de su mayor enemigo.

Incluso antes de convertirse en ciudad olímpica, también Putin fue invirtiendo grandes fortunas en Sochi, que transformó, no necesariamente con el mejor gusto, en una opulenta sede de veraneo de los nuevos ricos rusos. Ahora, Putin pone muchas esperanzas en los Juegos Olímpicos. Sabe que todas las miradas están puestas en Rusia, a la que quiere situar de una vez por todas como un país poderoso, sobrado, incluso lujoso. Nada debe estropear el mensaje que este político que nunca sonríe ansía enviar al mundo. Para eso el coste de los juegos se ha quintuplicado desde 2007; su coste oficial es de 50.000 millones de dólares (los disidentes afirman que las cifras son muy superiores). Sea como fuere, se trata de los juegos más caros de la historia.

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Temiendo las críticas a su política abiertamente autocrática, el presidente ruso recientemente se ha superado a sí mismo. Muy a pesar suyo abrió el país a los homosexuales internacionales (insultándolos de paso, al decir que “pueden venir siempre que no ataquen a los niños”); y permitió salir de la cárcel a Mijaíl Jodorkovski, el empresario encarcelado por haber sido su rival político, y a las jóvenes del conjunto musical Pussy Riot a las que había sentenciado, en un juicio ejemplarizante, a dos años de trabajos forzados por haber cantado, durante dos minutos, la canción Virgen Santa, haz que se vaya Putin en el templo moscovita del Cristo Salvador.

El coste de los Juegos Olímpicos se ha quintuplicado desde 2007

La mayoría de los blogueros y los participantes en los foros digitales de periódicos como Kommersant, Pravda e Izvestia se muestran críticos con las intervenciones en Sochi y la fortuna invertida en la ciudad y las instalaciones olímpicas. Son muchos los que expresan sus temores con vistas a la Rusia posolímpica: ¿estamos al borde de una debacle económica? Y con razón: según la revista The Economist, “el deslumbramiento de los juegos enmascara un país y un presidente inmersos en crecientes dificultades”.

Sin embargo, los columnistas de la mayor parte de la prensa rusa, de acuerdo con la línea marcada por el Gobierno, pintan un radiante futuro posolímpico, casi a modo de los tiempos soviéticos; eso sí, a diferencia de aquellos, sirviéndose ya no de las ideológicas del futuro radiante, sino de informes económicos y financieros. Y puesto que no pueden enseñar resultados positivos, convierten el agua en vino presentando cifras mediocres —tanto, que para muchos países occidentales serían catastróficas— como si fueran excelentes. Por ejemplo que el rating de Rusia, por parte de Fitch y S&P, “en tres años no ha bajado de la relativamente alta nota BBB” (Maria Snytkova, Pravda).

Sin embargo, a pesar de las dificultades económicas, o tal vez a causa de ellas, el sueño de Putin es devolverle a Rusia la importancia que tenía durante la guerra fría y recuperar los territorios de influencia de los que gozaba hasta la caída del muro de Berlín. Por ello, establece pactos de cooperación económica con los Estados de Asia Central que se independizaron de la URSS, y ha ido seduciendo con préstamos nada despreciables tanto a una Ucrania desgarrada entre el Este y el Oeste como a países de la Europa Central, miembros de la Unión Europea. La tentación del dinero fácil, proveniente de Putin, está al alcance de la mano de la cúpula política checa; Hungría, un país muy endeudado, ya ha tomado prestados 10.000 millones de euros y dependerá de Rusia mucho más que hasta ahora. Sin olvidar su deseo de acercarse a la UE con la intención de crear, como dijo hace tres años en Berlín, una “comunidad de economías armonizadas desde Lisboa a Vladivostok”.

Si el sueño de Pedro el Grande de construir San Petersburgo costó muchas vidas, también el grandilocuente sueño olímpico queda lejos del ciudadano de a pie y se hace a su costa. Putin debería reflexionar sobre si las crecientes protestas de los ciudadanos no acabarán, un día, con su reinado.

Monika Zgustova es escritora.

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