Editorial

Un primer golpe

La condena al modelo de corrupción urbanística deja evidencias de que la justicia precisa medios

La relativa levedad de las penas impuestas por la Operación Malaya no debe ocultar que esta sentencia supone la primera condena judicial de todo un esquema de corrupción urbanística, el que se abatió sobre España en los primeros años del siglo, a base de planes de ocupación incontrolada del territorio y recalificaciones abusivas. Ejecutado de forma poco sofisticada, con autoridades compradas por intereses capaces de manejar la política local y convertido en fuente de pingües beneficios, en la estela del modelo implantado por Jesús Gil en Marbella y exportado a otras partes de España.

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La relativa levedad de las penas impuestas por la Operación Malaya no debe ocultar que esta sentencia supone la primera condena judicial de todo un esquema de corrupción urbanística, el que se abatió sobre España en los primeros años del siglo, a base de planes de ocupación incontrolada del territorio y recalificaciones abusivas. Ejecutado de forma poco sofisticada, con autoridades compradas por intereses capaces de manejar la política local y convertido en fuente de pingües beneficios, en la estela del modelo implantado por Jesús Gil en Marbella y exportado a otras partes de España.

El tribunal tiene la convicción de que existió un “sistema de corrupción generalizada” bajo el “poder de hecho” ejercido por Juan Antonio Roca desde fuera del Ayuntamiento marbellí. Las licencias urbanísticas se decidían entre ese poder en la sombra y los políticos locales, encabezados por la alcaldesa Marisol Yagüe que, “haciendo verdadera dejación de funciones, toleraron el urbanismo a la carta que propició el señor Roca”. Este último, al que el tribunal define como ideólogo de la trama, se encargaba de percibir dádivas millonarias y de dosificarlas entre los jefes de diversos partidos que gobernaban Marbella cuando la policía —bajo el Gobierno de Zapatero— actuó contra ellos en 2006.

Puede sorprender que el jefe de una trama delincuencial como la descrita haya resultado condenado a 11 años de prisión, frente a los 30 requeridos por la fiscalía (además de multas por valor de 240 millones de euros), o que casi la mitad de los acusados se vean absueltos. De la sentencia se deduce que la actuación policial y la instrucción judicial tuvieron todas las deficiencias de una primera experiencia, incluidas detenciones más prolongadas de lo permitido por la ley y autos judiciales poco justificados. Pero de esa primera experiencia proceden el reforzamiento de la Fiscalía Anticorrupción y de la policía: la UDEF ha multiplicado sus efectivos desde aquel tiempo. También se ha demostrado la complicación de llevar estos procesos a macrojuicios (casi un centenar de acusados en el caso Malaya y dos años de vista oral), espectaculares, sí, pero muy difíciles a la hora de deslindar las responsabilidades penales de cada imputado.

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Las armas de que se ha dotado el poder ejecutivo han conducido a la multiplicación de asuntos en los tribunales, pero la Operación Malaya enseña que los procedimientos deben ser aligerados y que la justicia, situada al final de la cadena del Estado de derecho, necesita más medios. Bien está el primer golpe que representa la condena de un grupo de políticos y de los que les manejan en la sombra, pero faltan otros para destruir las estructuras de la corrupción, demostrar que no hay impunidad y acabar con la muy compartida pretensión política de escurrir las responsabilidades a base de remitirse a una justicia que, como se ha comprobado una vez más, tarda en resolver.

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