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REPORTAJE

Abril vuelve a Portugal

Junto al miedo, la pobreza y los ajustes que acarrea la crisis, recientemente tumbados por el Tribunal Constitucional, en las calles lusas surge una rebelión pausada y firme que entona el viejo himno de la ‘revolución de los claveles’ Una nueva ola de cambio reclama justicia social ante los recortes.

Antonio Jiménez Barca
La desesperanza asoma entre muchos manifestantes.
La desesperanza asoma entre muchos manifestantes. PEDRO GUIMARÃES

En una loma de una zona fronteriza entre el Algarve y el Alentejo existe un pueblo pequeño de nombre contundentemente simbólico hoy en Portugal: Purgatório. Hay una taberna-venta, almacenes agrícolas, un anciano cansado con garrota, huertas y una gasolinera. La empleada de la gasolinera, Ana Encarnação Rybak, deja de abonar geranios en una maceta para contar su vida errante en una frase (“tengo 48 años, nací aquí, pero viví en Francia y en Túnez antes de regresar”). Después menea la cabeza para dejar claro que la vida en Purgatório va mal, muy mal, y da una lección práctica de eso que los economistas de la troika denominan con su pomposidad algo irritante “desplome del consumo interno”:

–Me han pedido ya varias veces siete euros de gasolina, incluso cinco… pero el otro día vino un vecino y me compró 1,75 euros de gasolina para el coche. Es el récord. Por ahora.

El anciano de la garrota y andares aparentemente agotados avanza ahora resueltamente por una callecita a fin de llegar cuanto antes a la conversación –a los portugueses les gusta hablar– y explicar el origen del nombre del pueblo: “Las mujeres de hace muchos años lo llamaron así porque tenían que esperar mucho tiempo a los hombres en la taberna”. Confiesa que es propietario de la gasolinera y de la taberna, que se llama José Cabrito y que tiene 85 años. Luego se olvida de explicaciones remotas y acepta que el nombre de Purgatório le viene que ni al pelo al pueblo, a la comarca y al país:

–Sí, la verdad es que estamos mal. Volvemos para atrás.

La clase baja se arrastra, la clase media se asfixia, ahogada por recortes y subidas de impuestos

El viejo de la garrota acierta. Portugal recula, retrocede, vuelve atrás a velocidad creciente. El último trimestre de 2012, con una caída del PIB de un 3,8%, registró el peor dato económico desde el políticamente turbulento año de 1975. El paro crece por encima del 18%, una cifra jamás alcanzada. Hay un 24,4% de pobres, esto es, más de dos millones y medio de personas, según el último informe de Cáritas. Serán más, porque el estudio se publicó en 2011, antes de los años verdaderamente malos.

La clase baja se arrastra, la clase media se asfixia, ahogada y amedrentada con oleadas de recortes y subidas brutales de impuestos en un país en el que el salario medio ronda los 850 euros y el mínimo no alcanza los 500. Vuelven penurias viejas y costumbres en blanco y negro olvidadas: hay niños que cenan la sopa boba del tupper proporcionado por la escuelas porque sus familias no tienen con qué alimentarles; se producen regateos arriesgados para esquivar al médico porque la consulta en urgencias cuesta 20 euros; proliferan los vales descuento para comprar casi de todo, y crece la fiebre por una lotería de andar por casa, A Raspadinha, que por un euro da la posibilidad de ganar un sueldo para un año entero.

Hay una autopista al sur, la del Algarve, la A-22, que el Gobierno, para recaudar fondos, declaró de peaje en diciembre de 2011. Es moderna, segura y rápida, pero se encuentra siempre vacía porque nadie está dispuesto a pagar por circular en ella; a pocos kilómetros al sur se extiende la nacional 125, de un carril por sentido, que discurre paralela a la A-22 y que desde diciembre de 2011 va abarrotada. Basta recorrerla para (también aquí) viajar atrás en el tiempo: adelantamientos apurados y peligrosos, accidentes, mareo de las luces largas y cortas, puestos de fruta en la cuneta, caravanas de coches detrás de camiones renqueantes… Hay que pensar en la absurda y fantasmal autopista solitaria de al lado para darse cuenta del tamaño y el barroquismo cruel de esta crisis.

“En la última manifestación de protesta en Oporto yo vi, sobre todo, perplejidad y miedo”, asegura el periodista Carlos Magno, actual presidente del Conselho Regulador da Entidade Reguladora para a Comunicação Social.

"Este es mi futuro", se ha escrito en el torso.
"Este es mi futuro", se ha escrito en el torso.PEDRO GUIMARÃES

Junto al miedo y la pobreza (y el miedo a la pobreza) se cuece también una suerte de rebelión pausada, pacífica pero firme, muy portuguesa, arropada desde hace meses en la vieja canción-emblema de la revolución de los claveles, llamada Grândola, Vila Morena, y un colectivo civil ajeno a los partidos políticos, Que se Lixe a Troika (que se joda la troika), capaz de canalizar el descontento. El grupo nació a finales del verano en una reunión de amigos que no contaban ni con un megáfono en uso. Ahora no son más de 120 personas, pero componen un retrato no del todo infiel de esa sociedad portuguesa que ve, con asombro, rabia y pánico, que cada día vive un poco peor: actrices, parados, profesores, médicos, enfermeros, estibadores, autónomos y jubilados, entre otros. Gracias a Facebook y a su propio poder catalizador han organizado las dos manifestaciones de protesta más multitudinarias en Portugal desde 1974, celebradas el 15 de septiembre y el 2 de marzo. Prometen sumarse (aunque no organizar) la que cada año convoca el 25 de abril el Movimento das Forças Armadas (MFA) para conmemorar y recordar el derrocamiento de la dictadura y que este año especial se prevé masiva.

Grândola, Vila Morena es mucho más que una canción. La creó en mayo de 1964 el cantautor José Zeca Afonso después de un concierto en la ciudad alentejana de Grândola, mientras volvía a Lisboa en coche, tarareándosela insistentemente para no dormirse al volante. Casi diez años después sirvió de contraseña en la madrugada del 25 de abril de 1974 a fin de que los capitanes implicados en el levantamiento supieran, al oírla a las 0.30 en la emisora Rádio Renascença, que había llegado el momento. La de aquel día fue una revolución insólita, incruenta y feliz. También surrealista: los soldados sublevados tomaban posiciones cuerpo a tierra en la acera mientras algunos niños sin escuela los miraban agachados a su lado; hubo un agricultor montado en un tractor que, al cruzarse de madrugada con la columna rebelde de blindados encargada de ocupar el corazón de Lisboa, exclamó: “¡Viva esto, sea lo que sea!”. El pueblo portugués salió entonces a la calle y se la jugó, dando un apoyo exultante, necesario y valiente a la revuelta. Y Grândola, la canción-consigna inventada por Zeca Afonso para agradecer a una ciudad su acogida en un recital y para no pegarse un trompazo en la carretera, escogida después por los capitanes como mensaje casi horario, pasó a convertirse en el símbolo puro de ese día, el mejor de la historia contemporánea lusa.

'Grândola, vila morena'

José Zeca Afonso
Grândola, vila morena Terra da fraternidade O povo é quem mais ordena Dentro de ti, ó cidade Dentro de ti, ó cidade O povo é quem mais ordena Terra da fraternidade Grândola, vila morena Em cada esquina um amigo Em cada rosto igualdade Grândola, vila morena Terra da fraternidade Terra da fraternidade Grândola, vila morena Em cada rosto igualdade O povo é quem mais ordena À sombra duma azinheira Que já não sabia a idade Jurei ter por companheira Grândola a tua vontade Grândola a tua vontade Jurei ter por companheira À sombra duma azinheira Que já não sabia a idade Grândola, villa morena Tierra de fraternidad El pueblo es el que manda dentro de ti, oh ciudad Dentro de ti, oh ciudad El pueblo es el que manda Tierra de fraternidad Grândola, villa morena En cada esquina, un amigo En cada rostro, igualdad Grândola, villa morena Tierra de fraternidad Tierra de fraternidad Grândola villa morena En cada rostro, igualdad El pueblo es el que manda A la sombra de una encina De la que no sabía su edad Juré tener por compañera, Grândola, tu voluntad Grândola, tu voluntad, Juré tener por compañera A la sombra de una encina De la que no sabía su edad

Todo eso lo sabe muy bien Carlos Mendes, un cantante famoso en Portugal que actuó en Eurovisión en 1968 (el año de Massiel). Simpático, comprometido y parlanchín, preocupado por sus hijos y por su nieto recién nacido, es miembro de Que se Lixe a Troika. Habla en la tienda de cuadros, muebles y cosas raras que su mujer regenta en el Bairro Alto de Lisboa.

“En abril de 1974 yo pensé que íbamos a entrar definitivamente en un mundo nuevo. Después, tal vez, la gente de mi generación nos dejamos un poco llevar, pensando que la vida estaba resuelta. Y no lo está. A mis 65 años veo que no lo está, que nada está conseguido, o que hay que volver a reconquistarlo”.

Mendes, junto a otros miembros del colectivo, propuso hace dos meses entrar en la Asamblea de la República disfrazados de espectadores interesados en el debate político quincenal y, en medio de la sesión, levantarse y ponerse a cantar Grândola, Vila Morena. Así lo hicieron el pasado 15 de febrero, a varias voces afinadas. El primer ministro, el conservador Pedro Passos Coelho, que hablaba en ese momento, se calló y esperó, educada y sonrientemente, a que todo terminara. Por primera vez, la canción de la revolución de los claveles sonaba en la Asamblea de la República, y lo hacía como reprobación de un Gobierno en el poder. El vídeo dio la vuelta al país, traspasó alguna frontera, y las protestas cuasi guerrilleras con la canción como proclama se multiplicaron: comparecencias de ministros, conferencias de altos cargos, visitas institucionales. Todas acababan con lo que la prensa portuguesa bautizó como grândolada.

Hay niños que cenan la sopa boba del colegio y gente que deja de ir a urgencias porque cuesta 20 euros

Con una de las frases más famosas de la canción (“el pueblo es el que manda”) escrita en la pancarta de cabecera, Que se Lixe a Troika organizó el pasado 2 de marzo una marcha de protesta que se trasformó en Lisboa en un impresionante desfile sobrecogedor de cientos de miles de personas de todas las edades (algunos periódicos hablaron de un millón) avanzando por el corazón de la ciudad casi en silencio. “Fue una manifestación rara, triste. Amarga. Hubo menos insultos que silencio. Pero los gobernantes tienen que tener en cuenta esa tristeza. Porque no es resignación. No hay desánimo en alguien que sale a la calle, sino rabia contenida. Y puede explotar en cualquier momento”, explica Paula Nunes, de 45 años, productora, una de las organizadoras de la marcha, también de Que se Lixe a Troika. En un artículo publicado al día siguiente de esa manifestación, Mário Soares, expresidente de la República y ex primer ministro, referente histórico de la izquierda portuguesa, coincidía con la activista: “Que el Gobierno dimita ahora que el pueblo aún está tranquilo, que lo haga antes de que se enfurezca”.

A esa manifestación acudió Belandina Vaz, profesora de historia de un instituto público. Es un ejemplo de cómo las medidas de austeridad roen a las clases medias. En 2009 ganaba 1.020 euros al mes y tenía dos pagas extras. Ahora solo ingresa 920 y ya no tiene ninguna, después de que el Gobierno, para tratar de ajustar el déficit, recortara sueldos y suprimiera pensiones a los funcionarios públicos y a los jubilados. “Nunca pude tener hijos porque nunca tuve estabilidad, siempre anduve de un contrato a otro, siempre interina. Pero ahora tengo 40 años y estoy así, y voy a estar peor”, razona. No es difícil adivinarlo: el Gobierno ha eliminado cerca de 25.000 plazas de profesores, lo que se traduce, entre otras cosas, en la eliminación de los docentes de apoyo a alumnos con problemas. Y la previsión es que el Ministerio de Educación se vea afectado por un recorte extra de 4.000 millones de euros que el Gobierno –por imposición de la troika– prevé perfilar en meses y acometer en tres años. “Volveremos a una escuela elitista que fomentará aún más la desigualdad, en la que los alumnos autosuficientes o con padres que puedan ayudar a sus hijos saldrán adelante. Los otros se quedarán por el camino”, explica con amargura Miguel Reis, de 34 años, profesor de instituto en paro, al que le quedan pocos meses para verse sin el subsidio que cobra al mes y sin saber muy bien qué hacer con su vida.

Passos Coelho ha gobernado presionado tanto por la troika como por una marea ciudadana

Los dos profesores pertenecen al núcleo central y originario de Que se Lixe a Troika, que definen como un movimiento popular y no populista, donde nadie sabe lo que ha votado el vecino, pero que tampoco desprecia a los partidos políticos ni los excluye. “Sobre todo estamos en contra: en contra de una deuda que no creamos nosotros, los maestros, o los médicos, o los jubilados; una deuda que tenemos que pagar, que estamos pagando cada día, porque aquel rescate, aquella petición de rescate, no fue una ayuda: para mí fue un robo”, añade Belandina Vaz.

El 6 de abril de 2011, a las ocho de la tarde, en una rueda de prensa urgente e improvisada, el por entonces primer ministro portugués, el socialista José Sócrates, solicitaba solemnemente un rescate financiero a fin de escapar a la quiebra inminente del país. El déficit público de 2009 y 2010 voló por encima del 10% y el fantasma de la bancarrota empujó a Sócrates a rendirse, bajar la cabeza y pedir dinero. La Unión Europea, el Fondo Monetario Internacional y el Banco Central Europeo (la troika) concedieron a Portugal 78.000 millones de euros a cambio de la firma de condiciones y compromisos encaminados a controlar el gasto público. Dos meses después, el conservador Passos Coelho ganaba las elecciones. Desde entonces ha gobernado presionado, desde un lado, por la troika acreedora y sus exigencias, y desde otro, por una marea ciudadana que pierde paulatinamente derechos y nivel de vida. La estrategia ha consistido en recobrar la confianza en los mercados (conseguido: en enero, Portugal volvió a emitir exitosamente bonos a largo plazo y los intereses siguen bajando), en alejarse de la identificación con el caos griego (conseguido: Portugal, estable desde el punto de vista político, se asocia ahora más en Bruselas a Irlanda), en desempeñar el papel de alumno aplicado que hace los deberes sin rechistar (conseguido: Alemania no ha hecho sino elogiar la dedicación lusa) y en aguantar el tirón de la austeridad a machamartillo a la espera de que las cuentas –de la troika– salgan y emerger del hoyo por fin.

Pero las cuentas no han salido.

A finales de 2011, el ministro de Finanzas, Vítor Gaspar, anunció que en un año se comenzaría a respirar y a crecer. Un año después, el ciclón destructivo de la recesión acaba con más empleos y más velozmente que cuando el ministro –que se creía entonces en el ojo del huracán– lanzaba su previsión. De hecho, el objetivo del déficit ha bailado ya dos veces desde entonces. En 2011 se fijó el déficit para 2013 en el 3%. En 2012 ya se subió al 4,5%, ante la tozudez de las cifras. Hace un mes se volvió a resituar en el 5,5%. Como un atleta en un mal sueño que corriera cada vez más aprisa hacia una meta que se aleja.

Y las grandes cuentas que no salen repercuten en las cuentas pequeñas. En la ciudad de Grândola, muy cerca del auditorio –que aún existe– de la Sociedad Musical Fraternidad Operaria Grândolense donde Zeca Afonso actuó aquella tarde de 1964, están Custodio Pereira y María Elisa, de 86 y 81 años. Son un matrimonio de labriegos jubilados y perciben, entre los dos, una pensión de poco más de 500 euros. Se encuentran en la vieja sede del Partido Comunista Portugués, adonde han ido a pagar la cuota. Hay una linotipia de adorno de los tiempos de Salazar, una barra de bar limpísima con vasos coronados de claveles rojos que nadie parece tocar, un retrato de Lenin en la pared derecha. El local exhala un aire triste de abandono, edad y derrota. Él mira con desgana o cansancio, con los ojos agrandados y deformes por los cristales de las gafas; ella interviene para evitarle al marido la molestia de hablar: “Esto es una miseria”.

'Grândola, vila morena' es un himno de nostalgia para unos, de reivindicación y futuro para otros

En Lisboa, al lado de la histórica maternidad Alfredo da Costa (sobre la que pende un proyecto de cierre), la doctora Inês Pintasilgo, de 25 años, cuenta que conoce un enfermo con úlceras en las pantorrillas que ya no acude a la cura de dermatología porque, para ahorrar, se le ha denegado (como a otros muchos) el transporte en ambulancia al hospital, y que corre el riesgo de que se le ampute la pierna; asegura también que hay pacientes que eligen medicamentos más baratos (pero menos ineficaces) para enfermedades como la artritis reumatoide y que eso, simplemente, se traduce en menos meses de vida o menos meses de calidad de vida aceptable, y recuerda el caso de la madre de una niña de siete años con parálisis cerebral que duerme cada noche con ella encima del pecho porque el hospital no tiene dinero para pagarle un lector de oxígeno que le alerte de que su hija se ahoga.

En el puerto de Lisboa, al pie de los monstruos cuadriculados de los contenedores apilados como montañas perfectas, a un paso del puente rojo del 25 de Abril, António Mariano también echa cuentas. Tras la séptima visita de la troika a Portugal, el Gobierno ha aceptado rebajar más la indemnización por despido y dejarla en 12 días por año trabajado en algunos supuestos. Mariano trabaja de estibador desde 1983. Ahora se encarga de controlar y registrar los contenedores que entran y salen. Realista, pragmático, algo desesperanzado, este sindicalista sabe que a sus 54 años colecciona muchas papeletas para ser despedido. Por eso se ha unido a Que se Lixe a Troika para forzar la caída del Gobierno, por una cuestión de mera supervivencia. “Antes de que llegara la troika, a un despedido le correspondían 30 días por año de trabajo. Después bajaron a 20. Ahora son 12. Cuanto más tarde en irse este Gobierno, menos tendré de indemnización. O ellos o yo”.

El 2 de marzo se celebró esa gigantesca manifestación que aturdía por su silencio. Terminó en la hermosa plaza del Terreiro do Paço, abierta al estuario del Tajo. Eran las seis y media y comenzaba a atardecer lentamente, como todo en Lisboa. Entonces, la multitud entera, jóvenes que conocen la Revolución de Abril solo en los documentales de los telediarios y viejos que la vivieron en la calle cuando eran jóvenes, comenzaron a cantar la canción símbolo, esa Grândola, Vila Morena resucitada. Hubo quien lo interpretó como un grito de impotencia, de pura nostalgia desesperada. Otros lo consideraron un gesto reivindicativo de la libertad y la democracia que les ha sido escamoteada por poderes que nunca se someten a unas elecciones. Otros prefirieron ver a un pueblo apelando, paradójicamente, a una canción mágica de hace casi cuarenta años para volver a poner el futuro donde estaba y dejar de ver retroceder el calendario.

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Antonio Jiménez Barca
Es reportero de EL PAÍS y escritor. Fue corresponsal en París, Lisboa y São Paulo. También subdirector de Fin de semana. Ha escrito dos novelas, 'Deudas pendientes' (Premio Novela Negra de Gijón), y 'La botella del náufrago', y un libro de no ficción ('Así fue la dictadura'), firmado junto a su compañero y amigo Pablo Ordaz.

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