Opinión

Capacidad de los Estados y pandemias

Entre 2014 y 2019 no hemos realizado un esfuerzo serio de acumular un colchón fiscal para la próxima crisis

Tomas Ondarra Galarza

Las muy diferentes respuestas de los Estados del planeta a la pandemia del coronavirus son una ilustración, casi perfecta, de una de las grandes lecciones que los economistas hemos aprendido durante las últimas décadas: la importancia clave de la capacidad de los Estados en el desempeño económico de las naciones.

Durante mucho tiempo, e incluso hoy en la mayoría de la discusión fuera de la academia, el debate de política económica se ha centrado ...

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Las muy diferentes respuestas de los Estados del planeta a la pandemia del coronavirus son una ilustración, casi perfecta, de una de las grandes lecciones que los economistas hemos aprendido durante las últimas décadas: la importancia clave de la capacidad de los Estados en el desempeño económico de las naciones.

Durante mucho tiempo, e incluso hoy en la mayoría de la discusión fuera de la academia, el debate de política económica se ha centrado en una dicotomía maniquea entre más y menos Estados. ¿Deben de ser los impuestos altos o bajos? ¿Deben los Estados controlar totalmente la educación y la sanidad o hay espacio para la iniciativa privada? ¿Cuánta regulación tiene que existir en el mercado de trabajo?

Sin embargo, cuando uno estudia la evidencia histórica, encuentra que la capacidad de los Estados es mucho más importante que si los impuestos recaudan el 30% o el 40% del PIB. La socióloga Theda Skoc­pol define la capacidad de los Estados como la habilidad de los Gobiernos de administrar sus territorios eficientemente. Esta habilidad incluye cuatro elementos. Primero, la capacidad de los Estados de movilizar los recursos humanos y financieros necesarios para alcanzar sus objetivos nacionales. Segundo, la capacidad de coordinar las actuaciones de los distintos grupos sociales en torno a estos objetivos. Tercero, la capacidad de crear consensos y legitimidades amplias que sustenten tales objetivos. Cuarto, la capacidad de imponer el monopolio de la violencia en el territorio.

Estados con alta capacidad pueden ser Estados liberales. Pensemos en el Reino Unido durante la época victoriana (1837-1901). En esos años, el Reino Unido generaba los ingresos suficientes para controlar el imperio más grande nunca visto, garantizaba el crecimiento de la economía privada como objetivo nacional prioritario, alcanzaba cotas insospechadas de consenso político y ejercía un monopolio casi absoluto sobre la violencia en Gran Bretaña. Todo esto era compatible con un Estado reducido y, dentro de Gran Bretaña, muy liberal para los estándares de la época (el resto del imperio era muy diferente). De igual manera, Estados con alta capacidad pueden ser muy intervencionistas. Ejemplos paradigmáticos serían Japón y, en buena medida, los países escandinavos de la posguerra. En el lado reverso de la moneda tenemos Estados liberales, pero poco capaces (Estados Unidos, durante casi todo el siglo XIX) y Estados intervencionistas también poco capaces (la India, después de su independencia).

La importancia de la capacidad de los Estados es que, bien dirigida, genera altos niveles de bienestar y crecimiento económico. Al revés, Estados poco capaces suelen generar bajos niveles de bienestar y crecimiento (Estados Unidos en el siglo XIX es uno de los pocos contraejemplos parciales gracias a un tejido social único). En consecuencia, apuntalar esta capacidad de los Estados es, en un mundo cambiante como el nuestro, una prioridad absoluta.

Miremos el caso de Corea del Sur. Según los datos más recientes de la OCDE, Corea del Sur recaudó el 35,3% de su PIB como ingresos públicos en 2017. Esta cifra es inferior a la de España (37,9%), la media de la OCDE (38,2%), y muy por debajo de Italia (46,5%) y Francia (53,7%). En términos de gasto, Corea dedica mucho menos a la protección social (6,6% del PIB) que España (16,6%). En el caso de la sanidad, la diferencia es del 1,7% del PIB: 4,3% en Corea frente al 6,0% de España.

Una conclusión simplista sería argumentar que Corea del Sur es un Estado menos potente que el francés, italiano o español. Sin embargo, muchos analistas han alabado la celeridad y efectividad de Corea en controlar el brote de coronavirus en su territorio. Una combinación de respuesta decidida del liderazgo político, legislación adecuada, pruebas masivas y colaboración ciudadana han limitado la epidemia a unos niveles manejables.

Para los conocedores de la historia económica de este país asiático este éxito no es una sorpresa. El “milagro en el río Han” ha transformado, en 60 años, uno de los países más pobres del mundo en un líder económico y tecnológico. Ninguno de los soldados de las Naciones Unidas que lucharon en la guerra de Corea hubiera imaginado que, en unas décadas, su hija conduciría un Hyundai en Londres hablando por un teléfono Samsung hacia un rascacielos construido con acero de POSCO. Desde 1963 hasta hoy, pocos Estados han demostrado una capacidad tan alta como el de Corea del Sur.

En comparación, el comportamiento de China y de Estados Unidos ha estado plagado de claroscuros. China, por un problema de falta de legitimidad interno (uno de los componentes de la capacidad de los Estados), escondió el verdadero alcance de la epidemia cuando todavía hubiera podido contenerse de manera local. Y, aunque desconocemos el origen exacto del virus, una mayor capacidad de control sanitario de la alimentación habría probablemente impedido el salto del agente infeccioso a humanos. Dicho esto, el Estado chino reaccionó con una firmeza indudable y demostró una capacidad de movilizar recursos que nos debería hacer reflexionar. Estados Unidos se ha comportado de manera increíblemente insatisfactoria. Los errores van más lejos que los atribuibles a Donald Trump, por mucho que su liderazgo haya sido desastroso, y denotan problemas de falta de capacidad estatal que, aunque crónicos, se han agudizado en las últimas décadas. Entre ellos, destacamos un funcionariado de baja calidad y desmotivado, estructuras burocráticas anquilosadas y prioridades de gasto equivocadas por culpa de unos sindicatos de trabajadores públicos descontrolados (esto es especialmente cierto a escala de Estados como California y Nueva York). A la vez, la vitalidad de la sociedad civil ha permitido respuestas descentralizadas muy rápidas y flexibles que no se han visto en Europa, demasiado acostumbrada a actuar solo cuando existen órdenes de la autoridad gubernativa (la patronal de peluqueros pidiendo ser incluidos en el cierre legal del comercio en vez de tomar una iniciativa propia lo dice todo).

¿Cómo queda España, y más en general la Unión Europea, en esta evaluación de la capacidad de los Estados? Es pronto para juzgar. Pero la evidencia preliminar no es alentadora. La inmensa mayoría del espectro político en nuestros lares tardó en reaccionar ante la situación, con medidas que se introdujeron sin la necesaria celeridad y con una preocupante falta de civismo de un porcentaje no trivial de la población. Como resaltaba el infectólogo Oriol Mitjà en este periódico hace unos días, esta crisis sanitaria era evitable. E incluso después de tener que llevar a España a una situación inusitada pero ineludible, algunos insisten en remar en dirección contraria, no quedando muy claro hacia qué puerto.

Tristemente, llueve sobre mojado. España y Europa reaccionaron tarde y mal a la crisis financiera. De igual manera que en 2008 muchos dijeron que esto de la crisis financiera era un problema de Estados Unidos que a nosotros no nos afectaba, a 25 de febrero de 2020 otros afirmaban que esto del coronavirus estaba “absolutamente controlado”. Y de 2014 a 2019 no hemos realizado un esfuerzo serio de acumular un colchón fiscal para la próxima crisis y, ahora, nos encontramos con un margen de actuación presupuestario mucho más reducido del que nos gustaría.

España y Europa tienen un problema grave de falta de capacidad estatal. Tenemos Estados grandes, pero poco capaces (o, quizás, poco capaces precisamente por ser excesivamente grandes). La actual pandemia lo ha reflejado una vez más. Este problema tiene que ser solucionado, pues en caso contrario no podremos afrontar los otros retos más de largo plazo que nos aguardan al final de la enfermedad: los efectos de la automatización, el cambio climático, el envejecimiento demográfico y la ausencia de crecimiento de la productividad.

En unas semanas o meses, la pandemia pasará. Cuando ello ocurra, dejemos de discutir para capturar un titular del telediario sobre si el tipo marginal del IRPF debe de ser tres puntos más abajo o arriba, y centrémonos en lo que es realmente importante: reforzar la capacidad de nuestro Estado en España y en la Unión Europea.

Jesús Fernández-Villaverde es profesor en la Universidad de Pensilvania.

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