Pedir en la calle en un mundo sin efectivo: “Gano aún menos que antes: ahora la gente de verdad no lleva dinero suelto”
Músicos y artistas callejeros, mendigos y manteros... Los más vulnerables financieramente son los más afectados por la progresiva desaparición del dinero en metálico
“Lo siento, no llevo nada suelto”. Mariano Álvarez, 54 años, viene oyendo la misma excusa desde hace dos décadas. “El problema es que ahora la gente lo dice de verdad”, explica con voz rota, meneando un vaso de plástico con calderilla. Pide en el centro de Madrid, ocho horas al día. “Desde la pandemia está la cosa regulera, yo gano aún menos que antes: ahora la gente de verdad no lleva dinero suelto”, dice, “por la falta de efectivo y por la crisis: en 2008 también bajó”.
Jano, que canta este verano en las playas de Girona, se ha puesto Bizum, pero como los extranjeros “no tienen la aplicación”, está pensando “si poner además un datáfono o algo de PayPal”. En su cartel aparece su móvil y sus perfiles en Instagram, Facebook, YouTube, Wordpress y un QR.
En el de Mariano solo pone “operado de traqueo”, “pido para comer”, pero él también recibe microtransferencias de “algún vecino de toda la vida que dejó de usar monedas con la covid”. Aun así, no compensa lo que ha dejado de ganar. ¿Cómo ve el futuro del dinero en metálico del que depende? “No lo van a poder quitar del todo, pero del todo tampoco va a volver”.
Es, más o menos, la conclusión a la que llega el Banco de España. Según su última Encuesta nacional del uso del efectivo, en 2020 el dinero físico dejó de ser el medio de pago más habitual en España (36% frente al 80% en 2014) y fue por primera vez superado por la tarjeta de débito (54%). Los jóvenes (60%), los mayores (53%) y quienes viven en municipios pequeños son quienes más lo usan. Y España es de los países europeos en el que, pese a todo, mejor resiste —junto a Malta y Chipre; en el extremo contrario están Finlandia o Dinamarca, según datos del Banco Central Europeo—. “El efectivo es el único medio de pago que cumple una valiosa función social de cohesión e integración”, explicaba en mayo la directora general de Efectivo y Sucursales del Banco de España, Concepción Jiménez, en una conferencia en la que expresaba la necesidad de mantener la infraestructura y accesibilidad de este medio preferido por un tercio de la población. Tras la pandemia, continuaba la experta, en línea con la intuición de Mariano, se ve ya “cierta recuperación, aunque no a los niveles anteriores”.
En una terraza cerca de donde pide el hombre, dos amigas piensan en la última vez que visitaron el cajero. “Una medianoche, porque no había nada suelto en casa y venía el ratoncito Pérez ¡que desde entonces trae billetes!”, ríe una de ellas. “Yo para ir al pueblo, allí no se estila tanto la tarjeta”, dice la otra. Ambas pagan digitalmente sus cervezas y dejan propina en el datáfono. “Han bajado un poco”, reconoce el camarero sobre el plus a su sueldo, “porque el dueño resta la comisión del banco antes de repartírnoslas”. En la Policía explican que el botín de los antiguos carteristas son ya principalmente los móviles.
El fin del efectivo “es un cambio de paradigma para todos”, dice Luis Garvía, profesor de Finanzas de ICADE, —que compara la revolución que supone internet para el dinero a la que supuso antes la imprenta—, pero “pesará más sobre los más vulnerables”. Fuera de la transformación se quedarán los más viejos, más pobres o más precarios, los indocumentados, quienes no tengan acceso a la tecnología o los analfabetos digitales. “La buena noticia es que la tecnología es cada vez más intuitiva, pero hace falta formación”, dice el experto.
La mayoría de los músicos, artistas plásticos o performers callejeros con espectáculos cuidados usan Bizum, el servicio de pago por el móvil propiedad de 23 entidades bancarias españolas, u otros medios electrónicos, aunque muchos acaban de empezar a hacerlo y no se atreven a evaluarlo. El guitarrista y cantante Jaime Simón fue un pionero. En 2020 su foto en una playa gaditana con un cartel publicitando su Bizum se viralizó. “Al principio hizo gracia, la gente lo subía a redes, pero bizums no me hacía nadie”, cuenta por teléfono desde Rota. Dos veranos después, el pago online no llega al 5% de lo que recauda. “Si dejaran de existir las monedas, tendría que cambiar de trabajo”, zanja el músico de 47 años.
El marroquí Youssef Madani —27 años haciendo caricaturas en la plaza Mayor de Madrid—, además de Bizum tiene un bar amigo donde le prestan el datáfono. Aun así “la cosa está fatal”, dice. Antes de la pandemia podía hacer 20 retratos en un día; ahora, “no pasan de cinco y a veces es solo uno”.
Algunos tienen más suerte. En una plaza aledaña, los mileniales mexicanos Royer Rodríguez y Diego Patrinos, anuncian en las fundas de sus guitarras rockanrolleras todas sus redes sociales. Opinan que los pagos online están “cool” porque la gente ya no tiene excusas al pasar el gorro y porque animan la generosidad (“¡no te van a hacer un Bizum por 50 céntimos!”).
Pero estos artistas son la élite de quienes trabaja en la calle. Son los más precarios de los precarios quienes menos alternativas al efectivo tienen. En Sevilla, los gorrillas (como se conoce a los que ayudan a estacionar los vehículos). “Casi la mitad de los coches que aparcamos, unos 150, ponen la excusa de que ya solo se paga con tarjeta”, protesta José Campo, 37 años, mientras guía a los conductores en el aparcamiento cercano a la plaza de España, al que acude cada mañana un grupo de cuatro hombres que se sientan por turnos en una destartalada silla de oficina. “Antes te daban un euro o dos, ahora me acaban de dar 15 céntimos”, se queja Miguel Quinar, de 22 años.
Por la noche, en Barcelona: son los lateros (vendedores ambulantes de bebidas alcohólicas). Al cierre de las discotecas esperan a quienes vienen de fiesta con neveras portátiles repletas de cervezas. La gente rebusca en sus bolsillos (el precio no escrito es un euro) y con la falta de efectivo empiezan los regateos. Normalmente el vendedor ambulante cede, pero a veces, alegando falta de cambio, consigue redondear al alza.
Los manteros, por su parte, son cada vez más escasos en las calles y playas de Barcelona. De los 700 que había en 2019, apenas quedan 30, según la Guardia Urbana. Cinco de ellos venden camisetas de Barça y gafas de sol en una esquina que antes solía estar cubierta de mantas y objetos. Un senegalés señala el cajero más cercano a quien no lleva efectivo, visiblemente acostumbrado a hacerlo.
“¿Qué es Bizum?”, dice Mari, boliviana de 45 años, que lleva cuatro asfixiantes horas en la Puerta del Sol madrileña bajo un disfraz de forro polar de Daisy (la novia del Pato Donald). Ha ganado dos euros. “Allá todo se paga con plata, las tarjetas solo las usan las empresas”, dice de la Bolivia rural donde cultivaba “papa negra” hasta hace ocho meses. Ahora se alimenta en los comedores sociales y prefiere no decir dónde duerme (“ay, ya no me haga recordar”). Alfredo Lebrero duerme en la calle y ha oído hablar de Bizum, pero no quiere usar su cuenta bancaria porque tiene una deuda pendiente. Salió de muchos años de cárcel hace un par (“las drogas, la maleta, las malas decisiones”) y se ha colocado en la calle Postas frente a un escaparate que se alquila con un cartel en el que se lee: “Por aquí pasan 50.000 personas al día”. “Pensé que era una buena señal, pero hoy en todo el día solo he vendido un pajarito”, dice refiriéndose a las delicadas tallas de madera que no se anima a vender por Internet. “A ver si me pongo un día a investigar cómo...”, dice lacónico.
Aunque ya se han roto varias barreras —por ejemplo, tras la pandemia se pagan con tarjeta importes mucho menores, y ya casi ningún negocio pone un límite a su uso— “la transformación de un modelo a otro es lenta”, explica Garvía. Aún tenemos que acomodar nuestras rutinas, a la hora de pagar. “En las iglesias cuando se pasa el cepillo físico hay una liturgia”, dice el experto, “se hace en un momento determinado, con unas palabras concretas, justo antes de la comunión; pero en las iglesias que tienen Bizum puedes donar en cualquier momento y por ello no lo haces nunca”. Con el gorro de los artistas callejeros o los vasos de los mendigos pasa un poco lo mismo. La donación tiene su momento y es efímero.
En la madrileña plaza del Callao, tres venezolanos reúnen a un gentío de varios cientos de personas durante media hora con sus acrobacias hiphoperas. Antes del peligroso número final, pasan el gorro en el que van cayendo monedas. Solo 2 de 200 espectadores piden el número para hacer una transferencia. Finalizada la recaudación, llega la policía y dispersa el espectáculo justo antes de su clímax. El avispado recolector deja el gorro en el centro de la plaza mientras debate con los agentes la falta de permiso del espectáculo. El dramatismo de la escena hace que todos los que no habían echado nada, apoquinen. A veces el “no llevo nada suelto” sigue siendo mentira.
Con información de Carlos Garfella (Barcelona), Marta Rodríguez (Girona) y Javier Martín Arroyo (Sevilla).
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