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Opinión
Texto en el que el autor aboga por ideas y saca conclusiones basadas en su interpretación de hechos y datos

La peligrosa obstinación de Trump contra la mascarilla

La artimaña más reciente del presidente es tratar de convencer de que la amenaza de la covid está superada

Paul Krugman
Una mujer con mascarilla favorable a la  reelección del presidente Donald Trump.
Una mujer con mascarilla favorable a la reelección del presidente Trump.APU GOMES/AFP/GETTY IMAGES

Lo crean o no –y sé que muchos se negarán a creerlo–, en estos momentos la ciudad de Nueva York podría ser uno de los mejores lugares de Estados Unidos para evitar contagiarse de coronavirus. En todo el Estado de Nueva York, la cifra de personas que fallecen a diario de covid-19 es solo un poco más elevada que la de fallecidos en accidentes de tráfico. En la ciudad de Nueva York, solo dan positivo en torno al 1% de las pruebas de coronavirus, frente a, por ejemplo, más del 12% en Florida. ¿Cómo ha logrado Nueva York llegar hasta aquí después de los espeluznantes días de abril? No es ningún misterio: puede que la inmunidad de rebaño influya un poco pero, principalmente, el Estado ha tomado medidas sencillas y obvias para evitar la transmisión del virus. Los bares están cerrados; servir comidas en lugares cerrados sigue estando prohibido. Y, sobre todo, es obligatorio usar mascarilla, y la gente en general obedece.

Nueva York no es el único lugar donde las cosas van bien. Al principio, el gobernador republicano de Arizona, Doug Ducey, lo hizo todo mal; no solo mantuvo los bares abiertos, sino que se negó a permitir que los alcaldes de las ciudades más grandes del Estado (en su mayoría demócratas) impusieran el uso obligatorio de mascarillas. La consecuencia fue un enorme aumento de los contagios: en julio hubo varias semanas en las que morían casi tantas personas al día en Arizona, con una población de siete millones de habitantes, como en toda la Unión Europea, con 446 millones.

Pero para entonces Ducey había cambiado de rumbo, cerrando bares y gimnasios. No impuso el uso obligatorio de mascarilla en todo el Estado, pero permitió a los Ayuntamientos tomar medidas. Y tanto los contagios como los fallecimientos cayeron en picado.

En otras palabras, sabemos qué funciona. Y eso hace que resulte extraño y aterrador que Donald Trump haya decidido pasar las últimas semanas de su campaña desincentivando y cargando contra el uso de mascarillas. La conducta de Trump se tilda a veces de rechazo de la ciencia y, hasta cierto punto, es verdad. Después de todo, el escepticismo que muestra hacia las mascarillas no solo choca con lo que afirman casi todos los expertos independientes, sino que entra en conflicto directo con lo que dicen sus propios funcionarios de sanidad —personas como Robert Redfield, el jefe de los Centros para el Control y la Prevención de Enfermedades, nombrado por él—. Apenas pasaron unas horas entre la declaración de Redfield ante el Congreso, en la que afirmó que las mascarillas son “la herramienta de salud pública más potente e importante que tenemos” para luchar contra la pandemia, y la afirmación de Trump de que “hay muchos problemas con las mascarillas”.

Pero también me parece importante entender lo que yo pretendía señalar con los ejemplos de Nueva York y Arizona: el argumento a favor de las mascarillas no se basa únicamente en una investigación científica. A estas alturas está confirmado por la experiencia de regiones que han sufrido brotes graves de coronavirus y han logrado controlarlos.

De modo que, ¿cómo es posible que la agitación antimascarillas siga siendo un factor importante que inhibe la capacidad de Estados Unidos para enfrentarse a la pandemia? A veces se oye a la gente insinuar que el uso de la mascarilla contradice de alguna manera la cultura individualista estadounidense. Y si eso fuera cierto, supondría una condena de esa cultura. Al fin y al cabo, hay algo profundamente erróneo en una definición de la libertad que incluye el derecho a exponer gratuitamente a otras personas al riesgo de enfermar y morir, que es a lo que equivale negarse a llevar mascarilla en una pandemia.

Pero no creo que este sea un fenómeno cultural muy arraigado. Algunos podrían rechazar el cumplimiento generalizado que veo a mi alrededor alegando que Nueva York no representa al verdadero Estados Unidos. Pero incluso dejando a un lado el hecho de que el Estados Unidos del siglo XXI es principalmente urbano, ¿dirían lo mismo de Arizona?

Y tengan en cuenta que, hasta donde logro recordar, muchas tiendas y restaurantes tienen en sus puertas carteles que afirman no shirt, no shoes, no service [no se sirve a quien no lleve camisa ni zapatos]. ¿Cuántos de estos establecimientos han sido atacados por multitudes de manifestantes a pecho descubierto?

En resumen, la agitación contra las mascarillas no trata realmente de libertad, ni de individualismo, ni de cultura. Es una declaración de lealtad política, impulsada por Trump y sus aliados. ¿Pero por qué convertir en una cuestión partidista algo que debería ser lisa y llanamente política de salud pública? Una respuesta bastante obvia es que estamos asistiendo a los esfuerzos de un político amoral por rescatar su endeble campaña.

La recuperación parcial de la economía tras la caída experimentada a principios de año no ha reportado a Trump los dividendos políticos que esperaba. Sus intentos de hacer que cundiera el pánico con afirmaciones como que los activistas radicales iban a destruir las zonas residenciales no han cuajado, y los votantes en general ven a Joe Biden como el mejor candidato para mantener la ley y el orden. Y probablemente sea demasiado tarde para cambiar la opinión de la mayoría de los votantes que creen que el presidente ha renunciado a luchar contra el coronavirus.

De modo que su artimaña más reciente es tratar de convencer a la ciudadanía de que la amenaza de la covid-19 está superada. Pero el uso generalizado de la mascarilla es un recordatorio constante de que el virus sigue suelto. De ahí los renovados ataques de Trump contra la precaución sanitaria más sencilla y sensata. Probablemente esta artimaña no funcione como estrategia política. Pero provocará muchas muertes innecesarias.

Paul Krugman es premio Nobel de Economía. © The New York Times, 2020. Traducción de News Clips

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